30 de julio de 2020

Abres tu mano y nos sacias


Salmo 144


Abres tú la mano, Señor, y nos sacias de favores.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.
Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo; abres tú la mano y sacias de favores a todo viviente.
El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de todos los que le invocan, de los que lo invocan sinceramente.

Este salmo es quizás uno de los que más se leen durante el año litúrgico. Sus versos nos revelan el rostro de un Dios clemente, cariñoso, como un padre bueno y generoso, hasta la esplendidez, con todas sus criaturas.

Lejos está la imagen de este Dios de las divinidades de otros pueblos, poderosas, sí, pero distantes hacia sus criaturas. En el pensamiento occidental se ha infiltrado a menudo esa idea del Dios remoto, grande y poderoso, que, o bien es indiferente a los avatares de sus criaturas, o bien las somete a su capricho y voluntad.

El pueblo hebreo intuyó que Dios, creador, también era alguien cercano a su criatura. No sólo era poderoso, sino bueno. No sólo era sabio, sino justo en el sentido que ellos entendían: leal, generoso, capaz de amar incondicionalmente a todos, aún sin merecerlo.

Las lecturas de hoy nos hablan del pan, del hambre, de la sed. Se pueden leer desde un punto de vista material: el ser humano necesita alimento y bienes para sostenerse y vivir con dignidad. Y Dios provee de todo lo necesario: en la naturaleza, encontramos cuanto necesitamos, hay suficiente para todos.

Es el afán de poder humano el que dificulta las cosas, provoca conflictos y genera pobreza y desigualdad. Jesús, multiplicando los panes, hará un signo con un gran significado: somos responsables de un reparto de bienes justo que llegue a todos. Pero también alude a otra hambre, a otro pan. ¿Por qué tantas personas lo siguen? Porque están sedientas de otro alimento: el sentido, la trascendencia, el amor. Y Jesús no sólo dará pan de harina, sino que se dará a sí mismo como alimento para saciar el alma hambrienta.

Nosotros, a imitación de Jesús, y a imitación del Padre, ese Dios magnánimo del salmo, estamos invitados a la generosidad. Estamos llamados a estar atentos a las necesidades de los demás, a escucharles, a abrir las manos y darles lo que tenemos, compartiendo nuestros bienes.  Estamos llamados a no hacer oídos sordos ni a esquivar los problemas de los demás.

Cuando algunas personas nos echan en cara a los creyentes por qué Dios permite tanta hambre y tantas injusticias en el mundo, deberíamos pensar muy a fondo en esas protestas. Es cierto que Dios nos hace a todos libres y responsables para que nos organicemos en sociedades regidas por la justicia. Y es muy fácil echar la culpa a otros —a los gobernantes, a los banqueros, a los empresarios— de todos los males que ocurren. Pero los cristianos, ¿estamos dando testimonio del Dios bueno en que creemos? ¡Nosotros somos la mano de Dios! Podremos responder que Dios está al lado de los que sufren, luchando por alimentarlos de pan y de amor, si nosotros estamos comprometidos, haciendo algo por remediar sus necesidades.

Dios está cerca de todos. Pero en su delicadeza y respeto, no nos invade ni quiere arrollarnos con su poder. Sentiremos su cercanía si damos un primer paso, sencillo, quizás muy pequeño: «cerca está el Señor de los que le invocan sinceramente». Si le llamamos, con sinceridad y auténtico deseo de su presencia, Él acudirá. Porque nosotros podemos ser duros de oído, pero Dios está  siempre atento a la súplica de nuestro corazón.

24 de julio de 2020

Cuánto amo tu voluntad, Señor

Salmo 118


¡Cuánto amo tu voluntad, Señor!

Mi heredad es el Señor; he resuelto guardar tus palabras. Más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata.

Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo; cuando me alcance tu compasión, viviré y mis delicias serán tu voluntad.

Yo amo tus mandatos más que el oro purísimo; por eso aprecio tus decretos y detesto el camino de la mentira.

Tus preceptos son admirables, por eso los guarda mi alma; la explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes.


En los versos de este salmo podemos ver bien unidos dos conceptos que, aparentemente, nuestra cultura ha contrapuesto: la cabeza y el corazón. La inteligencia y la pasión a menudo son consideradas incompatibles. Sin embargo, leyendo la Biblia, y leyendo en profundidad nuestras vidas, nos daremos cuenta de que la verdadera sabiduría siempre va de la mano del amor.

El pueblo hebreo conocía el gran poder de la palabra como expresión del pensamiento y de la libertad. La palabra de Dios se convierte así en expresión de su misma voluntad. Escuchar, sinónimo de obedecer, es una prioridad en la fe judía. Atender los mandatos del Señor, su ley, es fuente de paz, alegría y prosperidad. Porque los preceptos del Señor no son leyes arbitrarias, como las humanas; tampoco son normas injustas que empequeñecen a la persona, sino que la engrandecen y la iluminan. Como dice el salmo, «dan inteligencia a los ignorante».

Conjugar la voluntad propia con la de otro es algo que nos resulta muy difícil. Más aún si se trata de aunarla con la de Dios, al que a menudo consideramos lejano y exigente. Por eso, en nuestra pequeña y mezquina visión, nos pasamos la vida intentando esquivarla, escuchándola a medias o adaptándola a nuestra conveniencia, llegando a distorsionarla. Quizás nos faltan oración, silencio y apertura de alma para comprender que la voluntad de Dios es nuestro gozo y nuestra plenitud. ¿Quién, más que Él, desea lo mejor para nosotros? Quizás nos falta confianza en su amor.

El poeta de este salmo no duda. Confía en la bondad de Dios y llega a decir unas palabras que bien podríamos oír en boca de Jesús: «mis delicias serán tu voluntad». Sólo quien ama intensa y totalmente puede pronunciarlas. Cuando dos se aman, la voluntad de uno y otro son la misma. Y ese amor enriquece el alma y la hace sabia. Es su tesoro.

En el evangelio de hoy, Jesús recogerá esta idea y la explicará en forma de parábolas: un tesoro escondido en el campo, una perla preciosa, la buena pesca del mar… Quien encuentra estos bienes es capaz de renunciar a todo por ellos. Porque ha encontrado la riqueza más valiosa.

17 de julio de 2020

Señor, eres bueno y clemente

Salmo 85


Tú, Señor, eres bueno y clemente.

Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia, con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende la voz de mi súplica. 


Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre: «Grande eres tú, y haces maravillas; tú eres el único Dios.»  


Pero tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí. 



Los creyentes estamos acostumbrados a considerar a Dios grande, poderoso, altísimo, justo, omnipresente… Nos es fácil verlo como creador, como juez, como rey. En cambio, ¡cuánto nos cuesta verlo como un padre misericordioso! ¡Cuánto nos cuesta imaginarlo como una madre comprensiva y compasiva! ¡Cuánto nos cuesta creer en su ternura, en su bondad, en su benevolencia!

Quizás porque todos proyectamos en Dios un poco nuestra propia personalidad. Si pudiéramos, si nosotros fuéramos dioses, seguramente nos gustaría mucho actuar como reyes poderosos y ejercer nuestras potestades al máximo. Nos encantaría exhibir esplendor, gloria, fuerza… y también nuestra violencia, si fuera necesario. Afortunadamente, Dios no es como nosotros.

El salmista se da cuenta de que Dios es más que todopoderoso. Dios es alguien cercano. Dios es bueno y cariñoso. Dios está cerca no sólo del hombre de éxito, del justo al que todo le va bien, del que recibe su premio. Dios también está cerca del pecador, del fracasado, del que intenta hacer las cosas más o menos bien y le salen torcidas. Dios está, también, con los pequeños, los últimos, los imperfectos y los marginados. En realidad, Dios está mucho más cerca de estos que de los triunfadores que se creen autosuficientes. No es que a Dios le gusta que fracasemos y vivamos mal; pero para aceptar su amor hace falta ser humildes y de corazón transparente y agradecido. Y, a veces, para alcanzar la humildad, no hay otra manera que pasar por el sufrimiento y la prueba. Somos tan arrogantes que no aprendemos sin dolor.

No es Dios quien nos castiga. Dios es compasivo y bueno. Son nuestras obras las que nos llevan, muchas veces, al desastre, a la enfermedad, al dolor o al conflicto. Es nuestra mala cabeza, o nuestro corazón un poco turbio, los que nos complican la vida. Pero Dios no nos falla. Él está ahí, al rescate. Como decía Isaías, no quiebra la caña rota ni apaga la candela vacilante. No está para darnos “el golpe de gracia” sino para levantarnos, sanarnos, aliviarnos y darnos su aliento. El salmista reza, grita y suplica. Porque sabe que Dios escucha. Cuando él llora, Dios recoge hasta la última de sus lágrimas. Y responde.

9 de julio de 2020

La semilla cayó en tierra buena y dio fruto


Salmo 64


La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.
Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; la acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales.
Riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes.
Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia; rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría.
Las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses, que aclaman y cantan.

En pleno verano, tiempo de cosecha, este salmo nos lleva a nuestros campos de labor, dorados y muchos de ellos ya segados. Nuestra civilización tan mecanizada ha perdido mucho de aquel sabor de la tierra, el sudor del trabajo manual, la fragancia de las mieses batidas a mano o con el trillo, la alegría del labrador por la cosecha recogida. El duro esfuerzo hacía mucho más valiosa la recompensa y los frutos de la tierra eran celebrados con fiestas.
El pueblo de Israel, que siempre vivía bajo la mirada de Dios, no se olvidaba de él en estos festejos. El labriego ara, siembra, cava y siega, pero quien hace crecer la semilla, quien trae la lluvia sobre los campos e insufla vida en todo ser viviente, animal y vegetal, es el Creador. Por eso en la alegría de la cosecha hay un tiempo de gratitud para Dios.
Hoy, aquellos que vivimos en ciudades nos dedicamos a menudo a trabajos administrativos, burocráticos o mecánicos, cuyo resultado muchas veces no vemos o no podemos apreciar. Bueno es tomar distancia y reflexionar en el fruto de nuestro esfuerzo. En algunas profesiones es más fácil verlo, en otras no tanto. Pero en todo, pensemos que podemos contribuir a hacer el mundo un poco mejor si trabajamos por amor y con amor. Y no dejemos de dar gracias a Dios. Porque, finalmente, el que nos da la inteligencia, las fuerzas, la  creatividad, nuestros talentos propios, es él.
De la misma manera que riega la tierra y cubre las colinas de pastos, también alimenta  nuestro corazón y riega nuestro espíritu. Y lo hace con la mejor comida y la mejor bebida: su cuerpo y sangre, que tomamos cada domingo en la eucaristía. Ojalá, al salir de misa, cada uno de nosotros, como esos páramos del salmo, rezumara abundancia de gozo y amor; ojalá saliéramos de nuestras iglesias con el rostro y el alma orlados de alegría.

3 de julio de 2020

Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey


Salmo 144


Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan.


Es asombroso comprobar cómo la sensibilidad de los salmistas nos dibuja la imagen de Dios que nos revela Jesús. En los evangelios encontramos eco de muchos salmos, que Jesús conocía y solía recitar; y en los salmos hallamos verdaderas joyas de sabiduría que nos muestran cómo es Dios.

La piedad, tantas veces mal entendida, es una cualidad de ese amor entrañable de Dios. Es la virtud del estar atento, velando, cuidando, apoyando y dando ánimo. Es la actitud de sostener al que va a caer, de enderezar al que se dobla. Dios no espera que nos equivoquemos y pequemos para castigarnos. Al contrario, nos sostiene y nos ayuda a caminar erguidos. La piedad jamás se ensaña contra el débil. Si la justicia de Dios tiene un nombre, ése es el de la bondad.

Estamos lejos de esa imagen tremenda, poderosa, lejana y aterradora, la imagen del Dios tirano del que hay que deshacerse para ser libre, según las filosofías de la sospecha. En cambio, este salmo nos muestra un Dios cariñoso, próximo, como un padre bueno. «Lento a la cólera y rico en piedad», ¡cómo deberíamos imitar los hombres esta cualidad de Dios! A veces queremos ser tan justicieros, nos sentimos tan indignados ante la realidad del mal, que olvidamos que Dios, antes que juez, es nuestro defensor. Defensor de todos, incluso de los más pecadores.

Como el Papa Benedicto recordaba a menudo, acercarse a Dios, fiarse de él, confiar nuestra vida en sus manos, no nos recorta, ni nos anula, ni coarta nuestra libertad. Al contrario, arrimarse a Dios nos hace crecer y alcanzar toda nuestra plenitud humana y espiritual. Caminar a su vera nos llevará mucho más lejos de lo que nuestras fuerzas podrían soportar. Y nos maravillaremos, día tras día, de su bondad espléndida y su exquisito cuidado hacia nosotros, sus criaturas. Sus hijos.

De la consciencia de sentirse tan amado, brotarán versos en los labios, como los de este salmo.