15 de enero de 2021

Aquí estoy, Señor



Salmo 39


Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas y, en cambio, me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: “Aquí estoy”.
Como está escrito en mi libro, “para hacer tu voluntad”. Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en mis entrañas.
He proclamado tu salvación ante la gran asamblea; no he cerrado los labios. Señor, tú lo sabes.

Este salmo expresa con maravillosa exactitud la vivencia mística de alguien que se ha sentido amado y llamado por Dios. Los versos nos relatan una progresión, que no es otra que el camino de todo hombre, de toda mujer, que tiene hambre de infinito y de plenitud.

«Yo esperaba con ansia…» El hombre es un buscador. Su hambre se convierte en grito, y ese grito de anhelo es el primer canto a Dios. Quererlo es ya creer en él.

«Tú no pides sacrificios…» ¡Este es nuestro Dios! Bien alejado de los ídolos míticos que exigen sudor, sangre y oro. Dios rechaza los cultos antiguos y los rituales expiatorios. No es esto lo que nos acerca a él. ¿Qué podemos ofrecerle? El salmista nos da la respuesta con abrumadora sencillez: «…entonces yo digo: Aquí estoy».

Aquí estoy. Palabras simples, breves y tremendas. Esta es la única respuesta que cabe dar ante la magnificencia de Dios. ¿Qué podemos ofrecer al que lo tiene todo, porque todo lo ha creado? Solo a nosotros mismos. Entregarse: esa es la mejor ofrenda y el mejor sacrificio.

Y esa entrega no es solo de palabra. Tampoco se queda en un mero sentimiento de bienestar y goce íntimo. Entregarse es darse en cuerpo, alma, mente y corazón. Se entrega quien es capaz de decir: «para hacer tu voluntad». Con cuánta ligereza pronunciamos esta frase, y cuánto nos rebelamos internamente cuando caemos en la cuenta de lo que significa. O nos resignamos... Ay, ¡hágase tu voluntad! O nos enfadamos. ¿Acaso Dios quiere que le obedezcamos sumisamente, quitándonos nuestro criterio y nuestra libertad?

El poeta continúa: «Dios mío, lo quiero y llevo tu ley en mis entrañas». Esta frase hiere por su apasionamiento. Solo quien ama profundamente es capaz de pronunciarla con sinceridad. Cuando hay tanto amor, la voluntad del uno es la del otro —«el Padre y yo somos uno», dirá Jesús—. Lo único que me importa es que el otro sea feliz, y poder amarlo; y la máxima felicidad del otro es, a su vez, amarme a mí y hacerme feliz. La voluntad de Dios es mi gozo. Mi voluntad es la suya. Llevo su ley —la ley es el amor, nos recordará también Jesús— grabada a fuego en mi interior.

Sí, el amor marca, el amor vincula, el amor une. Y esa unión no destruye, sino que engrandece y da una alegría inagotable.

Finalmente, después del encuentro y la unión, llega el momento de dar un paso más: la misión. No podemos guardar para nosotros aquello que hemos recibido tan generosamente. Quien se siente tan intensamente amado, no puede hacer menos que comunicarlo: esta es la primera misión del apóstol… y de todo cristiano: «He proclamado tu salvación […] No he cerrado los labios. Tú, Señor, lo sabes».

8 de enero de 2021

La voz magnífica del Señor



Salmo 28


El Señor bendice a su pueblo con la paz.

Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado.

La voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica.

El Dios de la gloria ha tronado. En su templo un grito unánime: «¡Gloria!» El Señor se sienta por encima del aguacero, el Señor se sienta como rey eterno.


El agua, engendradora de vida y de muerte, vasta, inmensa y transparente, es un elemento que aparece en multitud de ocasiones en la Biblia. El agua es símbolo de vida, de potencia, de destrucción y también de purificación. El agua, que lava y sacia la sed, es también signo de la fuerza de Dios.

No en vano el rito del bautismo se realiza con el gesto de verter agua sobre el bautizando; con ese baño se da un renacer a otra vida, nueva y trascendida.

Ya en el Génesis se nos dice que, al principio de la Creación, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Pero, más tarde, las aguas del diluvio inundaron el mundo y trajeron consigo la devastación. Sin embargo, no marcaron un final, sino el inicio de otra era de reconciliación con el Creador. En todo momento, las escrituras nos hablan de Dios con respeto, reconociendo en él un poder más grande que las fuerzas de la naturaleza. Por eso, este salmo de alabanza exalta la potencia de Dios por encima de las aguas. «El Señor de la gloria ha tronado», «se sienta por encima del aguacero, como rey eterno».

Sí, Dios es grande y su inmensidad nos puede resultar temible. Pero acabamos de salir de las fiestas de Navidad, donde hemos conocido otro rostro de Dios: el Dios pequeño, humilde, niño. El Dios que se deja tomar y acariciar. El Dios que no truena ni retumba, sino que susurra al oído. El que, como dice el estribillo del salmo, nos bendice con la paz. 

¿De dónde nos viene esta paz? No del miedo, pero tampoco del olvido inconsciente. Nuestra fe nos habla de un Dios que es más que el universo, pero que, a la vez, se introduce en los recovecos más pequeños y tiernos de nuestro mundo, arraigando en nuestro corazón. Este salmo nos habla de aquello que antiguamente se llamaba «el temor de Dios», y que tantas veces ha sido malinterpretado o confundido. Un teólogo lo explicó muy clara y bellamente: ese temor no es pánico ni reverencia sumisa, sino la otra cara de un deseo ardiente, el ansia de nunca perder a Dios, el anhelo de no apartarnos de su lado, el querer estar siempre, y para siempre, con él. De nuestra adhesión brota ese grito de alabanza: ¡Gloria a Él!

1 de enero de 2021

La palabra acampó entre nosotros

Salmo 147


La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión: que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.

Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz.

Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos.


En tiempos de Navidad, los salmos nos recuerdan que el nacimiento de Jesús responde a una promesa muy antigua que el pueblo judío recoge en su tradición siglos antes de nuestra era.

La fe hebrea siempre se ha dirigido a un Dios cuyo rostro se vuelve hacia la humanidad. Un Dios que dialoga, que pide, que escucha, que actúa en favor de sus criaturas. Un Dios, en definitiva, que interviene, por amor, en los asuntos humanos. No es indiferente a cuanto sucede en el mundo.

¿Y de qué manera interviene Dios en la historia de la humanidad? El salmo lo expresa claramente.
Dice que Dios “ha reforzado los cerrojos de tus puertas”, es decir, protege y defiende a quienes lo aman. 

Continua el salmo: “ha bendecido a tus hijos…” Bendecir es una constante en Dios. Colma nuestros deseos, llena nuestra vida. Los versos siguientes hablan de esta abundancia: “Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina”. Dios es quien da la ansiada paz y quien nos proporciona cuanto necesitamos para vivir. No sólo lo justo, sino lo mejor de lo mejor: “flor de harina”. Lo más delicioso, lo más deseable, eso nos tiene reservado a quienes nos abrimos a su don.

Pero Dios no se limita a ayudar, proteger y conceder prosperidad. Hace algo aún más grande, porque con esto se pone a nuestra altura y nos eleva a la suya: Dios se comunica, habla con nosotros, nos transmite su palabra. “Él envía su mensaje a la tierra”.

Este verso anticipa el evangelio de Juan, con ese prólogo hermoso y profundo que nos habla del Dios que adopta un rostro y un cuerpo humano y viene a habitar entre nosotros.

La piedra desechada