12 de diciembre de 2025

Ven a salvarnos, Señor


Salmo 145

Ven, Señor, a salvarnos.
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. 
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.

Este salmo de alabanza nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.

Para muchos descreídos, estos versos no son más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía, pues las razones no bastan. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias místicas de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, salva.

¿De qué salva? En el fondo, todas las esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad del egoísmo, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué semilla vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?

Nosotros podemos ser manos e instrumento de Dios, liberación para los cautivos, alivio para el triste, sustento para la viuda y el pobre. Adviento es una buena época para reflexionar sobre esto.

5 de diciembre de 2025

Que en sus días florezca la justicia

Salmo 71


Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente.



Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud.

Que en sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.

Él librará al pobre que clama, al afligido que no tiene protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres.

Que su nombre sea eterno, y su fama dure como el sol; que él sea la bendición de todos los pueblos y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.


Los salmos a menudo nos presentan a Dios como defensor de los pobres y de los que sufren. Es esa imagen del Dios padre y protector que fue creciendo en la mentalidad de los israelitas, pueblo constantemente perseguido y sometido a la opresión de otros imperios más poderosos. ¿Se trata de un simple consuelo? No faltan detractores que tachan la fe cristiana de paliativo, de anestésico que sirve para soportar los sufrimientos de quienes no son capaces de salir adelante por sí mismos.

Pero los versos del salmo van más allá. Hablan de justicia, de rectitud, de paz, de libertad. Dios no es un tirano que sojuzga a sus fieles: Dios viene a traer la liberación. Y la justicia de Dios, recordemos siempre, no es juicio ni condena, sino abundancia generosa, amor que se derrama sobre todos.

La concepción judeocristiana de Dios como rey tiene sus consecuencias. El hombre que reconoce sus límites y la grandeza de su Creador sabe que nadie mejor que Dios para regir el mundo. El poder humano es arbitrario y, cuando se enorgullece, tiende a esclavizar y a someter a los demás. En cambio, gobernar, administrar y decidir contando con Dios lleva a la verdadera justicia, que jamás olvida ni desatiende a nadie, que trae paz y abundancia para todos.

Por eso el Santo Padre insiste con tanta fuerza en que no podemos prescindir de Dios. Ignorarle supone endiosar al hombre y dejar el mundo en manos de sus caprichos megalómanos. El abismo entre pobres y ricos, las guerras, el hambre y la desigualdad escandalosa en el reparto de riquezas son algunas de las consecuencias de barrer a Dios de nuestra vida pública. En cambio, tener a Dios presente y hacer de su bondad y su piedad hacia los más pobres un criterio rector de todo cuanto hacemos facilitaría unos gobiernos justos y responsables de las sociedades humanas.

28 de noviembre de 2025

Vamos alegres a la casa del Señor

Salmo 121


Vamos alegres a la casa del Señor.

¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén.

Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.

Desead la paz a Jerusalén:
«Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios».

Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: «La paz contigo».
Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien.

Algunas personas han intentado describir al pueblo de Israel como una gente ceñuda, moralmente estricta, represiva y muy, muy seria. Si leyeran la Biblia de cabo a cabo se darían cuenta de que el pueblo de Israel está continuamente cantando y aprovecha la menor ocasión para hacer fiesta, danzar, alabar y componer música.

El pueblo de Israel era mucho más vital, alegre y desenfadado de lo que imaginamos, debido a siglos de una enseñanza doctrinal quizás muy puritana y severa. Los salmos son la voz de este pueblo: ya sean de súplica o de loanza, de gratitud o de lamento, son sentimiento puro que se desborda.

Adviento es un tiempo de preparación de la fiesta. ¿Qué fiesta? La venida de Dios en medio de la humanidad. Una venida que no debe ser entendida como un juicio severo, sino como salvación de la riada del mal y del oleaje oscuro que nos zarandean. Un nacimiento que es fiesta, banquete de bodas, celebración. En Adviento tenemos motivos para cultivar las tres virtudes fundamentales del cristiano: la fe, porque creemos que Dios realmente está con nosotros. La esperanza, porque al creer nos preparamos activamente para su venida, como quien prepara una fiesta. Y la caridad porque sin amor sería imposible confiar, preparar y vivir anticipadamente esta llegada del Dios que ya está entre nosotros.

El salmo canta la alegría de los peregrinos que se acercaban a Jerusalén, la ciudad santa, el lugar de Dios. En Adviento no somos nosotros, es Dios quien se hace peregrino y baja a la tierra, el lugar del hombre, para convertirla también en su reino. Allí donde encuentre una puerta abierta, Dios llevará su paz y su gozo. Allí donde nos reunamos en su nombre, habrá fiesta y las personas podrán decirse, como en el salmo: paz contigo, hermano, y te deseo todo el bien.

Este Dios peregrino es humilde, como lo fue Jesús. Nos ama y desea lo mejor para nosotros, pero no hará nada sin nuestro permiso, porque esta fiesta, que es encuentro amoroso, tiene que ser querida por las dos partes. Espera que le abramos la puerta, espera que le dejemos entrar en nuestra vida. No nos impone su presencia, aunque su amor envuelve el universo entero. Dios aguarda, respetando nuestra libertad. Allí donde le dejemos entrar, será su casa. ¿Querremos ser, nosotros, albergue de Dios? 

21 de noviembre de 2025

¡Qué alegría cuando me dijeron...!


Salmo 121


¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David.

Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares, pues son un cántico muy conocido que tradicionalmente ha resonado en nuestras iglesias.

Es un salmo de alegría y de triunfo, que nos habla de un lugar, Jerusalén, como casa del Señor. Nos habla de justicia y, en el resto del salmo que no se lee, se habla también de la paz deseada para que reine en la ciudad y entre las gentes.

Estamos celebrando la fiesta de Cristo Rey, que se nos revela como único templo, único sacerdote, la persona que une cielo y tierra y que nos muestra el rostro de Dios. El Nuevo Testamento recoge mucho del Antiguo: el deseo de paz, de justicia, de plenitud del pueblo judío. Recoge la tradición y la veneración del pueblo hacia el templo, hacia la ciudad santa —Jerusalén significa la ciudad de la paz y es bien triste que en estos días la Tierra Santa sea escenario de tanta guerra y violencia—. 

¿Quién puede traer la paz? El anhelo humano se ve respondido con la llegada de Jesús, aunque no como muchos lo esperaban. Jesús supera la identificación de Dios con un lugar, un edificio o una ciudad. Sin dejar de encarnarse, Dios apunta hacia otra Jerusalén, la Jerusalén celestial, comunidad formada por todos los que creen.

Así, cuando entonamos este cántico, estamos cantando la grandeza de nuestro Dios, Amor que desciende al mundo y nos busca. Cantamos también su justicia. Una justicia que, recordémoslo siempre, nada tiene que ver con las leyes humanas ni con nuestra mentalidad retributiva. La justicia de Dios es magnanimidad, misericordia, plenitud, gozo, don gratuito. No se impone por la fuerza sino por el amor. Dios nos otorga la paz y su abundancia de bienes, no porque lo merezcamos o nos hayamos esforzado mucho, sino porque él es así: generoso sin límites, amante de sus criaturas y bueno.

¿Cómo no cantar alegres y bendecir su nombre, habiendo recibido tanto?

31 de octubre de 2025

Desde lo hondo a ti grito, Señor

Salmo 129, 1-8

Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz: estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.

Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto.

 Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora.

Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos.


Para muchas personas, religión es sinónimo de sentimiento de culpa. Se acusa al judaísmo y al cristianismo de fomentar un miedo y un desprecio de sí mismo que provoca neurosis y una caída de la autoestima.

Decía un padre jesuita que la consciencia del pecado es un don, pero de nada sirve reconocerse pecador si no es en oración, ante Dios. Por un lado, se necesita humildad y claridad interior para admitir que no somos perfectos y no solo eso, sino que a veces, deliberadamente, elegimos el camino equivocado. Hay una tendencia que nos inclina a ser egoístas y a buscar el reconocimiento, el aplauso, el engrandecimiento personal. Entre una autoestima equilibrada y la vanidad la línea es muy delgada…

El sentimiento que expresa este salmo no es neurótico ni amargado. El pecador no está desesperado porque sabe que, a la hora del juicio, Dios no será un castigador inclemente, sino el mejor abogado defensor. Tanto, que buscará mil y una formas para librarnos de las culpas. La esperanza en esa redención acrecienta la confianza y un sentido de liberación. Hay esclavitudes mucho peores que las materiales, y reconocerlas es el primer paso para liberarse.

Nuestra fuerza de voluntad es importante, pero no basta. ¡Cuántas veces nos hacemos buenos propósitos para volver a caer, una y otra vez, en el mismo defecto, en el mismo error! Hacemos el mal que no queremos y no hacemos el bien que querríamos, como bien dijo San Pablo. ¿Cómo superar esta limitación?

No funciona redoblar nuestro esfuerzo, sino aflojar la tensión interior y abrirnos al amor de Dios. Su ternura es el mejor jabón, el mejor trapo y el mejor bálsamo para sanar nuestra alma sucia y herida.  Confiemos, ansiemos, pidamos este amor. Dios lo dispensa generosamente y solo espera nuestra súplica para dárnoslo en abundancia. No hay delito que no pueda borrar su amor. Con él, llegarán la alegría y la liberación.

Ven a salvarnos, Señor