29 de septiembre de 2023

Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna

Salmo 24


Señor, enséñame tus caminos, 
instrúyeme en tus sendas: 
haz que camine con lealtad; 
enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, 
y todo el día te estoy esperando. R/.

Recuerda, Señor, 
que tu ternura y tu misericordia son eternas; 
no te acuerdes de los pecados 
ni de las maldades de mi juventud; 
acuérdate de mí con misericordia, 
por tu bondad, Señor. R/.

El Señor es bueno y es recto, 
y enseña el camino a los pecadores; 
hace caminar a los humildes con rectitud, 
enseña su camino a los humildes. R/.

En esta oración podemos distinguir tres partes. Son como los tres movimientos de una sinfonía, o las tres etapas de un diálogo confiado con Dios.

En la primera hay una petición: Señor, enséñame. Enséñame porque la vida es complicada y en el mundo hay tantos mensajes, tanta información, tantos caminos por donde perderse… Vivimos inmersos en la confusión y necesitamos luz para conocer qué camino nos conduce a una vida llena, con sentido. Una vida íntegra donde seamos auténticamente nosotros y nos podamos sentir unidos a los demás. A veces necesitamos ayuda, nadie es buen maestro de sí mismo. Para aprender hay que ser humilde y tener paciencia. «Todo el día te estoy esperando». Quien ama, espera. Y quien espera demuestra su perseverancia.

La segunda parte es una toma de consciencia de nuestro pecado. Reconocemos que nos hemos alejado de Dios. Vemos claramente nuestros fallos y errores. La palabra pecado, en hebreo antiguo, significa desviación, el fallo de una flecha que no alcanza su diana. ¿Cuándo nos apartamos de Dios? ¿En qué momentos lo olvidamos e intentamos hacerlo todo por nuestra cuenta, creyéndonos dioses de nosotros mismos? Cuando somos conscientes de esto, llega el arrepentimiento y el deseo de reconciliación. Necesitamos volver a los brazos del Padre, necesitamos su cercanía, su ternura, su perdón.

Y la tercera parte es de alegría: ¡claro que Dios nos perdona! Claro que se acerca a nosotros. Más aún: viene corriendo en nuestro auxilio, como el padre del hijo pródigo. Nos abraza, nos acoge, hace fiesta para nosotros. Perdona y olvida. Con él no hay deudas que saldar. Si regresamos a su lado, quedamos limpios de culpas y no hay cargas pendientes… Pero, para aceptar este amor y este perdón incondicional hace falta ser humilde. Si somos orgullosos y creemos que todo lo que recibimos es por mérito nuestro, ¿cómo vamos a aceptar un perdón incondicional? Si vivimos instalados en una ética del premio y del castigo, ¿cómo entenderemos la gracia de Dios, que se da sin medida? Dios no nos perdona por otra cosa que por su amor. Porque quiere. Se necesita un corazón muy sencillo, muy humilde, abierto como los de los niños, para aceptar esto.

Pero una vez se acepta, ¡qué alegría tan grande! La alegría que pone versos en el corazón y en los labios, que se convierte en danza y en cántico de alabanza. Qué bueno es Dios, que nunca nos deja por el camino y convierte en enseñanza todo cuanto nos sucede.  

22 de septiembre de 2023

El Señor está cerca...

Salmo 144

Cerca está el Señor de los que le invocan.

Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás. Grande es el Señor, merece toda alabanza, es incalculable su grandeza.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de todos los que le invocan, de los que lo invocan sinceramente.


De nuevo los versos del salmo 144 nos recuerdan algo que muchas veces olvidamos. Y es que ese Dios en el que creemos, ese Dios grande, todopoderoso, inalcanzable en su misterio, es también un ser cercano.

Nuestro Dios no es una energía temible y grandiosa, una fuerza cósmica o una imagen ficticia para expresar lo inefable. Es eso y mucho más. Pero, al mismo tiempo, Dios es alguien. Alguien a quien podemos hablar. Incluso podemos discutir, quejarnos, pelearnos con él. Es alguien que, no lo dudemos, nos ama y está esperando, como un amante mendigo, nuestro amor.

Ese Dios inabarcable y a la vez próximo es nuestro Dios: el que nos reveló Jesús. Ya los antiguos hebreos intuían que la misericordia y la bondad eran más propias de él que la cólera y la arrogancia, atributos muy corrientes en los dioses de otras religiones.

El salmo repite e insiste en tres verbos, que marcan el diálogo del poeta con el Señor: invocar, bendecir, alabar. Llama a Dios, porque necesita de su apoyo. Y, cuando percibe su cercanía, lleno de paz, de alegría, prorrumpe en alabanzas y bendiciones.

Qué importante es cuidar las palabras que salen de nuestra boca. Los psicólogos y los estudiosos de la conducta humana nos dicen, y está demostrado, que lo que decimos modela nuestro pensamiento y, a la larga, también nuestra vida. ¿Cuántas palabras de alabanza, de bien-decir, salen de nuestros labios? ¿Qué clase de palabras dirigimos a Dios? ¿Perdemos demasiado tiempo en hablar mal, en criticar, o en maltratarnos a nosotros mismos y a los demás con nuestra lengua viperina? No nos extrañe, si es así, que nuestras vidas se arrastren entre la mediocridad, la frustración y el resentimiento. ¡Y estamos llamados a caminar, erguidos, con los pies en la tierra, pero con la vista puesta muy alto!

Aprendamos a usar palabras buenas: palabras de elogio, de benevolencia, de vida. Si nos cuesta, guardemos al menos silencio y aprendamos a escuchar. Una buena manera es comenzar dirigiéndonos a Dios con el corazón sincero. Quizás, abrumados por nuestros problemas, nuestra primera plegaria sea quejumbrosa y amarga. Pero a medida que experimentemos su cercanía y nuestros ojos vayan viendo con mayor claridad —con la claridad del alma— nos percataremos de su enorme ternura y amor, de su escucha, de su presencia. Y, poco a poco, las bendiciones llenarán nuestra boca. Ojalá aprendamos a vivir una vida marcada por esas palabras de bendición y a alabanza.  

15 de septiembre de 2023

Salmo 102


El Señor es compasivo y misericordioso.

Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.

Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.

El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas.

Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles.


El primer gran tema que salta a la vista en este salmo es el perdón. ¡Qué difícil nos resulta perdonar, y cuán olvidado lo tenemos!  Incluso hay personas que se precian de perdonar a quienes les han causado un mal, “pero jamás de olvidar”, como si mantener esa revancha viva en el corazón fuera motivo de orgullo o de reafirmación.

El salmo, en primer lugar, nos habla del perdón de Dios. Un perdón sin límites, capaz de lavar y sanar toda culpa, toda herida emocional; capaz de borrar y saldar toda deuda. No sólo eso, sino que Dios, cuando perdona, lo hace con alegría y delicadeza: “te colma de gracia y ternura”. Quien experimenta el perdón de Dios y su compasión, siente esa calidez inmensa del abrazo comprensivo, amante, generoso. Quienes tienen una idea represiva de Dios, bien podrían leer y meditar estos versos. Lejos de ser un opresor, Él nos libera con su perdón y nos desata del peso de las culpas, que muchas veces cargamos nosotros mismos a nuestras espaldas.

En segundo lugar, nos habla de la justicia de Dios, que tan alejada está de nuestra mentalidad retributiva. “No nos trata como merecen nuestros pecados”. En nuestra cultura está muy arraigado el concepto de mérito, de “merecer”. Nos parece que, si alguien actúa mal, se merece una desgracia. Nos alegra que alguien se tope con la horma de su zapato, que las desgracias caigan sobre él. Le está bien, solemos decir, sin caer en la cuenta de que, al hablar así, nos estamos erigiendo en jueces y condenadores, como si fuéramos dioses y pudiéramos disponer del destino de las personas.

Y tal vez nuestros idolillos, nuestras falsas imágenes de Dios, sean así: vemos en ellas a una divinidad justiciera, vengadora, implacable. Pero nuestro Dios, el Dios de Israel y el Dios de Jesús, no es así. Nos puede sorprender y hasta indignar su gran bondad. Nos puede parecer excesiva y derrochona. ¿Por qué Dios no castiga a los malos? ¿Por qué tiene que perdonar tanto, por qué es “demasiado” bueno? ¿No es eso injusto?

El salmo, tan cercano al espíritu de Jesús, nos recuerda que Dios es como un padre tierno. Aún más, podríamos decir que es como una madre llena de amor por sus hijos. ¿Cómo va a rechazar a uno solo? ¿Dejará una madre de querer a un hijo, por malo que éste sea? Sufrirá por él, intentará ayudarle, rezará… pero nunca dejará de amarlo.

Si una madre humana puede amar así, ¿debería extrañarnos que Dios rebase la medida pequeña, mezquina y limitada de nuestro amor?

¡Menos mal que Dios es así! Ojalá podamos experimentar su amor y esto nos mueva a imitarle. 

8 de septiembre de 2023

No endurezcáis el corazón

Salmo 94


Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis el corazón.

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos.

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.

Ojalá escuchéis su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”.


Podríamos leer el salmo de hoy al revés, como un camino que nos lleva desde la oscuridad de la duda y el miedo hasta la luz radiante de la presencia de Dios. 

Endurecemos el corazón como el pueblo de Israel en el desierto, sufriendo hambre y sed. ¡Cuántas personas reniegan de Dios cuando las cosas no van bien en su vida! Se enfadan con él, o dejan de creer, como si Dios fuera el culpable de que sus asuntos no funcionan, o les sobrevienen desgracias y estrecheces. Muchas personas no soportan el dolor de la pérdida y entonces, olvidando que la muerte es algo natural, claman contra el cielo porque han perdido a algún ser querido.

Este enojo contra Dios revela una falta de visión. Sólo vemos lo que nos falta y somos incapaces de ver lo que sí tenemos, empezando por la propia vida, por nuestra salud y nuestras fuerzas, porque aún hay personas amigas o cercanas que nos quieren. Si lo contáramos, ¡tendríamos tantas cosas que agradecer! Dios también nos da la inteligencia, la fuerza y la voluntad como para afrontar nuestros problemas de manera más sabia. Y si necesitamos más virtud, ¡podemos pedírsela! No nos la negará.

No endurezcáis el corazón: el salmista nos invita a reconocer cuántas cosas ha hecho Dios en nuestra vida, a abrir nuestra mente y dejarnos guiar por él. Dios es buen pastor, no permitirá que nos perdamos, nos protegerá y cuidará. Las pruebas no son más que un entrenamiento espiritual para hacernos madurar y crecer, para hacernos más comprensivos con el dolor ajeno. Somos sus ovejitas, sus niños queridos. No lo dudemos. Jesús quizás se inspiró en este salmo, y en otros, como el salmo 23, para proclamar ante sus gentes que él era el buen pastor.

Una vez reconocemos lo que Dios ha hecho por nosotros, llega un sentimiento exultante: la gratitud. El agradecimiento pone la música y la alabanza en nuestros labios, llena nuestro corazón. Vivir agradecidos nos cambia, por dentro y por fuera. Cada vez que nos acercamos a nuestra iglesia a celebrar el encuentro dominical, deberíamos rebosar de gratitud: por la vida, por la comunidad, por la presencia de Jesús, que siempre está allí, invitándonos. Y porque tenemos un Dios que es Padre, que es amor, y que nunca se aleja de nosotros.

1 de septiembre de 2023

Mi alma está sedienta

Salmo 62


Mi alma está sedienta de ti, Señor Dios mío.

Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.

¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.

Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. 
Me saciaré como de enjundia y manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.

En el lecho me acuerdo de ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo.


Sólo quien ama intensamente y se sabe amado puede pronunciar con sinceridad las palabras de este salmo. “Mi alma está sedienta de ti” expresa una necesidad profunda, acuciante, tan honda como la sed física, tan dolorosa, incluso, como el hambre. El salmista aún añade: “mi carne tiene ansia de ti”. El deseo de Dios, de plenitud, de trascendencia, es tan ferviente como el deseo amoroso.

Este cántico nos habla de un amor que quizás nos parece muy alejado de los parámetros de nuestro mundo moderno. Hoy escuchamos que el amor va y viene, que nada dura para siempre; pero también oímos decir que la gente tiene hambre de afecto, de cariño, de reconocimiento. Y vemos cuántas enfermedades del alma nos aquejan e intentamos vanamente paliar con medicinas, frenesí, ruido, compras y divertimentos que, al final, sólo consiguen dejarnos exhaustos y más vacíos. La falta de amor nos enferma.

El salmista habla de una sed que siempre aquejará al ser humano porque estamos hechos así. Tenemos un pozo interior que sólo puede llenarse de algo inmenso y eterno. Ojalá todos sintiéramos ese deseo dentro y lo reconociéramos. Porque el hombre sediento que está vivo busca la fuente que lo sacie y no duda en emprender el camino. Es cierto que el mundo le ofrecerá muchas falsas bebidas, falsos alimentos y bálsamos engañosos para satisfacer su hambre infinita. Pero si el alma está despierta, la sed persistirá y le empujará a continuar buscando. Hasta que, en algún momento, la misma fuente que persigue le saldrá al camino.

Cuando Dios entra en nuestra vida el alma, árida como tierra reseca, renace. Dios nos sacia, y nos vuelve a saciar, y jamás se cansa de regalarnos sus dones. La vida penetrada por Dios experimenta tal cambio, que la respuesta estalla forma de alabanzas: “Toda mi vida te bendeciré”, “a la sombra de tus alas canto con júbilo”. Si realmente estamos saciados de Dios, eso ha de notarse en una vida llena, activa, pacífica y profundamente alegre.

La unión con Dios no es algo reservado a “los santos y los místicos”. Todos los cristianos —en realidad, todos los seres humanos— estamos llamados a vivir esta experiencia de amor íntimo que nos arraiga en la tierra y nos permite crecer hacia el cielo.

El Señor es mi alabanza en la asamblea