21 de julio de 2018

El Señor es mi pastor, nada me falta

Salmo 22


El Señor es mi Pastor, nada me falta. 

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas.

Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.

Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.

Las lecturas de este domingo nos presentan a Jesús como imagen del buen pastor. Esta imagen está profundamente arraigada en la cultura de Israel, desde muy antiguo. El pueblo que nació nómada no pierde la memoria. El pastor que guía y cuida al rebaño se convierte en espejo del buen guía, del líder que ha venido para servir y dar la vida, no para mandar ni arrebatar.

Cuando Jesús explica que él es el buen pastor, seguramente tiene en su mente los versos de este salmo. La comparación es precisa y define cómo debe ser aquel que tiene a su cargo otras personas. Estas frases apelan a padres, maestros, consejeros, directores de escuelas, de empresas u organizaciones; a consultores, médicos, políticos, terapeutas… Todos los que ocupamos algún puesto de responsabilidad deberíamos situarnos ante este espejo del buen pastor: ¿somos buenos guías? ¿Trabajamos al servicio de los demás, pensando ante todo y solo en su bien? ¿O escondemos, a veces inconscientemente, intereses personales, un afán de autorrealización, de suplir nuestras propias carencias, alguna vanidad, ganancia económica, o prestigio social?

Las señales del buen guía son estas: primero, conducen a las personas a buenos pastos. Atienden a sus necesidades, buscan su bien aunque el camino hacia esas praderas no sea el más fácil ―a menudo es cuesta arriba―. Las llevan a fuentes tranquilas para reparar sus fuerzas: el buen guía no absorbe energías, no inquieta las mentes ni las domina. No “come el tarro”, como se dice coloquialmente. Da paz, da alimento bueno para el cuerpo y el alma. Hace crecer a los demás. Está lleno de humanidad.
Unge la cabeza de perfume y llena la copa: son imágenes propias de reyes. El rey es ungido y un copero lo sirve. El buen guía no tiraniza ni se sirve de la gente, sino que está a su servicio, como Jesús mostró con su gesto de lavar los pies a sus discípulos. El hijo del hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida…

Y es fiel. Tu bondad y tu misericordia me acompañarán todos los días de mi vida. El buen líder no tira la toalla, no se cansa, no abandona a los suyos. Permanece, leal, firme, siempre amante, siempre comprensivo, siempre generoso.

Servir, hacer crecer, ser fiel: estas son características del buen pastor. Jesús reúne en sí todas ellas. Dejémonos guiar por él. Agradezcamos su compañía e imitémosle en nuestra vida diaria.

7 de julio de 2018

Esperando misericordia

Salmo 122


R/. Nuestros ojos están en el Señor,
esperando su misericordia


A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.
Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores. R/.

Como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia. R/.

Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos. R/.



Este salmo de súplica es muy conocido. Lo hemos cantado, seguramente, muchas veces, y quizás hemos rezado con estas palabras: ¡Misericordia, Señor, misericordia! Cuando uno se siente abatido y abrumado por los problemas, cuando nos parece que ya no podemos más, gritamos al cielo. ¡Dios mío, ten compasión! ¡Ayúdanos!
Somos como el niño, llorando y aterido de frío, que corre a buscar el regazo cálido de su madre.
E igual que el niño, que necesita sentir la presencia materna cerca, cuando nos encontramos desamparados buscamos la mirada de Dios. Necesitamos sentirle cerca, necesitamos que nos mire. Necesitamos como el aire que respiramos su mirada amorosa, llena de compasión y comprensión. Una mirada que nos renueva y nos fortalece por dentro.
Quisiera centrarme ahora en la última estrofa. «Estamos saciados de desprecios… del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos». Todos hemos vivido algún momento, en nuestra vida, en que nos hemos sentido así. Nos duele el sarcasmo y la burla. Nos hiere el desprecio de quienes se sienten superiores a nosotros. Nos sentimos pisoteados, aplastados, reducidos a polvo cuando alguien nos atropella y nos falta al respeto. Cuando nos hace sentirnos poca cosa, o miserables. La moderna palabra ninguneados lo expresa muy bien. Para algunas personas, somos nadie.
Las heridas al yo son profundas. Porque nuestro yo, nuestra identidad, es el núcleo de nuestro ser. Y todos necesitamos sentirnos aceptados y respetados tal como somos, por ser así. Por desgracia, en nuestro mundo, muchas veces recibimos golpes. Comenzando por la familia, la escuela y nuestro entorno más cercano, y acabando en el mundo, en la sociedad, donde muchas personas ven ignorados o pisoteados sus derechos. Parados, desahuciados, sin techo, inmigrantes, refugiados, mujeres maltratadas o niños abandonados en su propio hogar… Todos ellos podrían entonar las palabras de este salmo. Quizás nosotros nos encontramos en alguna de estas situaciones.
El salmo nos invita a no desesperar. A mirar al cielo, aunque nos parezca desierto y vacío. A buscar la mirada de Dios. Él nos mira, no desde arriba. No desde su superioridad infinita, ni desde los cielos inabarcables. Él nos mira desde las profundidades, desde lo más hondo de nuestro ser. Él nos ve y nos sostiene, porque si no fuera por él, no existiríamos siquiera. En lo más oculto de nuestro corazón hay una fuerza inimaginable, una vida que viene de Dios. Y esa vida es amor puro, es aceptación, es misericordia, es gozo y es deseo de existir. Dentro de nosotros, en esa «morada», como diría santa Teresa, encontraremos la fuerza y la compasión que necesitamos. Y el empuje para salir adelante. Dentro de nosotros, en esa alma tan ignorada y desconocida que todos tenemos, encontraremos la mirada de Dios.

La piedra desechada