15 de marzo de 2024

Piedad, oh Dios, hemos pecado


Salmo 50


Misericordia, Señor, hemos pecado.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado; contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza.

Hablar de pecado hoy está mal visto. Las filosofías ateas lo presentan como un invento moral para reprimir nuestros impulsos más genuinos y controlar nuestras mentes. Sin embargo, el sentimiento de culpa, de haber obrado mal, existe. Y permanece por mucho que se niegue el valor de la moral cristiana.

Toda persona, además de cuerpo y mente, tiene lo que llamamos conciencia. Es el sentido del bien y del mal, común a todas las culturas del mundo. Entre una y otra civilización puede haber valores y criterios diferentes. Pero hay ciertos aspectos en los que todas las culturas y religiones coinciden y están de acuerdo. El bien existe, y el mal también. Pecado es toda actitud deliberada que daña al hombre y sus relaciones, ya sea con los demás, consigo mismo, con el mundo y con Dios. El pecado, fruto perverso de la libertad, hiere la humanidad y mutila el alma. ¿Es innata la conciencia? Si no se desarrolla, queda latente en la persona y es entonces cuando decimos que alguien no tiene escrúpulos. Pero si se educa y se cultiva, con respeto, esta conciencia es la que nos permite andar por la vida con unos principios éticos, favoreciendo una convivencia armoniosa y madurando nuestra humanidad.

David compuso este salmo en un momento de dolor, cuando fue consciente del mal que había causado poseyendo a la mujer de Urías y enviando a éste a morir, al frente de sus tropas. Pasada la ofuscación del deseo, David comprendió el alcance de su pecado y lloró amargamente. Los versos del salmo son palabras de un hombre contrito y apenado, abrumado por el peso de la culpa. Y en ellos vemos un sincero anhelo de luz, de limpieza interior, de perdón.

Notemos que la Biblia identifica con frecuencia el perdón con la salvación. También actuaba así Jesús cuando curaba a los enfermos. El perdón es liberación, es hacer borrón y cuenta nueva, ¡y nadie como Dios para olvidar y animarnos a empezar de nuevo! El perdón es también fuerza espiritual. Vemos que David pide un espíritu firme, santo, renovado. El pecado muchas veces es consecuencia de un alma débil, frágil y víctima de mil tentaciones. Por eso, en la oración, bueno es pedir a Dios que nos dé vigor espiritual para vencerlas. En esta Cuaresma, leer su palabra es alimento que nos puede ayudar en esta lucha.

Finalmente, el perdón trae alegría. "Devuélveme la alegría de tu salvación", dice David. Saberse amado y perdonado por Dios no sólo nos sana por dentro, sino que nos llena de alborozo. Tanto, que nos impulsa a elevar un cántico de alabanza. De la pena por la culpa, los versos del salmo nos llevan a la alegría del perdón y la reconciliación con el Amor que nos sostiene siempre.

8 de marzo de 2024

Si no me acuerdo de ti...

Salmo 136


Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.

Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras.

Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar, nuestros opresores, a divertirlos: «Cantadnos un cantar de Sión.»

¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha.

Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías.

Este salmo recoge los tiempos en que los israelitas, destruido su reino, su ciudad y su templo, viven exiliados en Babilonia.

Sentados junto a los ríos de la opulenta ciudad extranjera, añoran y cantan la ciudad amada, sobre el monte Sión, y recuerdan los tiempos en que vivían allí y cantaban al Señor.

No deja de ser una ironía cruel que los señores babilonios, al oírlos, les pidan que canten: lo que para los israelitas es un lamento, para los opresores es una distracción, una música bonita para pasar el rato.

El salmista expresa la rabia y la tristeza del pueblo cautivo. ¿Cómo cantar una alabanza al Señor, lejos de su tierra, bajo la esclavitud? ¿No es absurdo? Pero otra reacción viene de inmediato: no, el pueblo no puede olvidar al Señor, no puede olvidar a su Dios. Pese a todo lo ocurrido, y pese a que, para muchos, quizás Dios los ha abandonado a su suerte, Él sigue ahí. Él sigue dando sentido a la vida que queda cuando se ha perdido todo lo demás.

Las imágenes son muy expresivas: que se me paralice la mano, que se me pegue la lengua al paladar, si me olvido de ti, Señor; si no abro la boca para cantar, si no enciendo esa esperanza en mi corazón, recordando que tú sigues ahí.

Durante los duros años del exilio babilónico, hubo grupos que lucharon por mantener viva la identidad de Israel y su fe. Lo consiguieron reavivando la devoción y renovando la esperanza en la justicia y en la bondad de Dios. Llegaron a ver la historia, con todas sus catástrofes, como parte de un designio mayor donde, finalmente, brilla la misericordia divina.

En tiempos de dificultades personales, podemos leer este salmo como una invitación a no desesperar, a seguir confiando. Quien canta su mal espanta, dice el refrán. Pero quien canta a Dios todavía consigue más: eleva al Señor una plegaria viva, vehemente, apasionada y sincera. Y, no nos quepa duda, Él escucha. 

1 de marzo de 2024

Señor, tú tienes palabras de vida eterna

Salmo 18


Señor, tú tienes palabras de vida eterna.

La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.

La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. 

Más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila.


Cuando oímos hablar de leyes y normas, en seguida nos viene a la mente la idea de restricción, de coacción, incluso de pérdida de libertad. En cambio, en este salmo leemos que la ley del Señor produce en sus fieles un efecto totalmente contrario a la represión.

Es una ley que proporciona alivio y paz: “descanso del alma”. Es educativa: “instruye al ignorante”. Causa alegría al corazón, otorga clarividencia y sabiduría. No es como tantas leyes humanas, que sirven para controlar a las gentes, a veces necesariamente pero otras veces de forma injusta, por muy legales que sean.

La ley de Dios tiene otras cualidades. Las leyes humanas cambian y lo que ayer era legal hoy incluso puede ser un crimen, y viceversa. Pero la ley divina es perfecta e inmutable. Así lo reza el salmo: es eternamente estable. ¿Por qué? Porque es pura, perfecta y verdadera. Porque no procede de la voluntad humana ni de intereses egoístas, sino del amor de Dios.

La ley de Dios, en realidad, es la ley del amor, como Jesús enseñó. Y el amor, efectivamente, tiene sus mandatos y opera un efecto en quienes se rigen por él. No hay que entender la palabra “mandato” como una obligación impuesta; Dios quiere nuestra fidelidad y no es posible ser fiel sin ser libre. El mandato significa una necesidad prioritaria, un imperativo básico, de la misma manera que para sobrevivir es imperativo respirar, comer y descansar lo suficiente.

¿Qué consecuencias tiene seguir esta ley? El autor de estos versos lo sabía muy bien. Seguir la ley del Señor otorga serenidad, alegría y sabiduría. Es una ley que nos libera de las peores opresiones: nuestro orgullo, nuestros prejuicios, nuestro egocentrismo, nuestros miedos. Es una ley que nos hace humildes e intrépidos a la vez, porque el amor no conoce temor ni se endiosa. Esta ley nos ayuda a vivir con plenitud. 

El Señor es mi alabanza en la asamblea