24 de mayo de 2018

Dichoso el pueblo que el Señor escogió...


Salmo 32

Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

La palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.

La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos, porque él lo dijo, y existió, él lo mandó, y surgió.

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempos de hambre.

Nosotros aguardamos al Señor; él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti.

El pueblo de Israel forjó su conciencia nacional sobre una roca: la firme convicción de ser un pueblo amado, elegido y predilecto de Dios. Saberse respaldado por ese Dios leal, a la vez poderoso y compasivo, señor de la vida y amo de la creación, dio a Israel una fuerza insólita que le permitió superar las catástrofes y los avatares de la historia hasta el día de hoy.

Con Cristo, esa predilección de Dios se amplía. El pueblo escogido ya no es solo Israel, sino toda la humanidad. Todos estamos llamados a ser hijos amados, todos podemos invocar su protección y esperar su auxilio y su fuerza. Todos podemos exclamar, con el salmista, ¡dichosos nosotros, porque somos la heredad de Dios! Felices porque Dios nos escoge y nos ama. Alegrémonos porque somos la niña de sus ojos. Todos, sin excepción.

Más allá de una lectura nacionalista e histórica de estos versos, a la luz de Cristo podemos leer en ellos una vivencia mística: la experiencia del hombre que se siente profundamente amado y salvado por Dios. Salvado, ¿de qué? De la muerte, del hambre. Dios nos libra no solo de la muerte y el hambre física, sino de la muerte del espíritu, de una existencia gris y sin sentido, de la sed insaciable de plenitud que tiene el ser humano. Solo Dios puede colmarla. Lo único que necesita es nuestras manos y nuestra alma abierta para llenarnos.

Su misericordia llena la tierra, dice el salmo. Vemos cómo nuestro mundo sufre muchos males, incluso muchos acusan a un Dios que parece ausente o indiferente. Pero, en realidad, Dios está cerca, incluso en las realidades de mayor dolor y crueldad. Está allí, sufriendo con los que sufren, dando aliento con los que resisten y ayudan. De no ser por su amor, el mundo entero habría sucumbido hace mucho. 

El Papa Francisco dedicó todo un año litúrgico a la misericordia. Fue una ocasión magnífica para redescubrir este atributo de Dios que, en palabras del Papa, es más que una cualidad suya, es su forma de ser más genuina. Si hay algo que el Señor no puede resistir es nuestra súplica, nuestro llanto, nuestro corazón quebrantado. Nunca deja de mirarnos, como una madre tierna que contempla a sus retoños. Nunca se aleja de nosotros.  El que nos ha creado y nos sostiene en la existencia no dejará que perezcamos, ¡somos parte de su familia! En esta fiesta de la Trinidad estamos llamados a renovar nuestra confianza y nuestra intimidad con él.

3 de mayo de 2018

El Señor revela su salvación


Salmo 97

Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.

Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.

El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.

Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.


Los versos de este salmo desprenden un halo épico: se aclama a Dios como a un guerrero victorioso, un rey que ha triunfado. Pero… ¿en qué consiste su victoria? ¿Cuáles han sido sus hazañas?

Vemos que Dios triunfa, no porque haya vencido una guerra, sino porque “ha hecho maravillas”. Su victoria no es haber derrotado a un enemigo, sino “revelar a las naciones su justicia”. Y esta justicia no es castigo ni poder, sino “misericordia y fidelidad”.

La misericordia y fidelidad, que comienzan centrándose en “la casa de Israel”, en el pueblo elegido, terminan extendiéndose a todo el mundo. La tierra entera contemplará la justicia de Dios: no habrá pueblo que no reciba la bendición de su misericordia. En otras palabras, toda persona, hija de Israel o no, será receptora del amor de Dios.

Por eso el anuncio es alegre y se extiende: “Aclama al Señor, tierra entera”. Y la alegría es plena y desbordante. No se trata de mera conformidad, aquí hay pasión, hay verdadero gozo: “gritad, vitoread, tocad”. El amor de Dios no es cosa baladí, su justicia no es algo que nos deje indiferente. ¿Se queda fría la amada tras un abrazo fogoso del amante? No, rebosa felicidad, se estremece de alegría, su corazón canta.

Ojalá toda persona pudiera experimentar en sí misma el amor de Dios. Este tiempo de Pascua nos invita a la alegría. Dejémonos encontrar, como dice el Papa en su exhortación Evangelii Gaudium. Recobremos el júbilo del encuentro, el fuego del primer enamoramiento. Sí, enamorémonos de Dios. Él está loco de amor por nosotros… ¿tan duro tenemos el corazón, que no sabremos corresponderle?

Dejémonos atrapar por su amor. Busquemos un tiempo de silencio en soledad, cada día, para ponernos bajo su mirada y dejarnos bañar por su ternura fiel, constante, imperecedera. Colmarnos de ella será lo único que nos dé auténtica alegría y paz.

La piedra desechada