14 de junio de 2018

En mi Roca no existe la maldad


Salmo 91

Es bueno darte gracias, Señor.

Es bueno dar gracias al Señor y tocar para tu nombre, oh Altísimo, proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad.

El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano; plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios.

En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es justo, que en mi Roca no existe la maldad.


La bondad es un atributo de Dios que la literatura bíblica, especialmente en los salmos, quiere resaltar. Así mismo, Dios es justo y recompensa con paz, prosperidad y abundancia al hombre que sigue su justicia.

Bondad, justicia. Son dos valores que hoy echamos de menos y que a menudo están ausentes de la sociedad. El pueblo hebreo también ansiaba estos valores y clamaba al cielo por ellos. Su azarosa historia está marcada, como la historia de tantos otros pueblos, por periodos de violencia, de abusos de poder, de explotación del pobre.

Para el israelita devoto, la creencia en un Dios justo y bueno, que premia y defiende al hombre justo, era un puntal existencial. En la incerteza de la vida, al menos tenía una certeza, una seguridad, puesta en el Dios todopoderoso y magnánimo. Quien está con Dios posee todo su amor, toda su fuerza, toda su bondad, y prospera “como una palmera”, “como un cedro del Líbano”. “En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso”.

Para el cristiano de hoy también es motivo de esperanza la fe en un Dios bueno, que siempre acaba haciendo justicia. Pero la experiencia nos muestra que muchas veces parece que la maldad es más poderosa, que la injusticia triunfa y que la bondad es impotente ante el poder del mal. Miramos a nuestro alrededor, escuchamos un noticiario o leemos la prensa y se nos cae el alma a los pies. ¿Cómo encontrar la paz y la esperanza, cuando nos faltan evidencias de que el bien triunfa?

Este verso del salmo es impresionante en su sencillez: “En mi Roca no existe la maldad”. Y debería hacernos pensar. Dios, que todo lo puede, que es más grande que el universo, que es más que todo aquello que podamos concebir… carece de maldad. Si Dios, que es el Todo, es bondad pura, ¿cómo no va a triunfar? En nuestra visión pequeñita y humana, limitada a nuestra vida y a nuestro entorno, quizás no sabemos verlo. Pero si elevamos la mirada, si sabemos ver la realidad desde la altura y en profundidad, con ojos de cielo, quizás nos daremos cuenta de que es cierto: la misericordia de Dios baña el mundo, aunque sea un mundo herido, llagado y gimiente bajo los dolores de un sangriento parto. Su bondad lo cubre y lo envuelve todo, incluso el mal.

Descansar en él nos apacigua y nos refuerza. Nos hace capaces de lo que creemos imposible. Nos revive. Y nos hace cantar, con gratitud: “¡Es bueno darte gracias, Señor!”

7 de junio de 2018

Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa


Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.

 Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz: estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.

Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto.

 Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora.

Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos.


Para muchas personas, religión es sinónimo de sentimiento de culpa. Se acusa al judaísmo y al cristianismo de fomentar un miedo y un desprecio de sí mismo que provoca neurosis y una caída de la autoestima.

Decía un padre jesuita que la consciencia del pecado es un don, pero de nada sirve reconocerse pecador si no es en oración, ante Dios. Por un lado, se necesita humildad y claridad interior para admitir que no somos perfectos y no solo eso, sino que a veces, deliberadamente, elegimos el camino equivocado. Hay una tendencia que nos inclina a ser egoístas y a buscar el reconocimiento, el aplauso, el engrandecimiento personal. Entre una autoestima equilibrada y la vanidad la línea es muy delgada…

El sentimiento que expresa este salmo no es neurótico ni amargado. El pecador no está desesperado porque sabe que, a la hora del juicio, Dios no será un castigador inclemente, sino el mejor abogado defensor. Tanto, que buscará mil y una formas para librarnos de las culpas. La esperanza en esa redención acrecienta la confianza y un sentido de liberación. Hay esclavitudes mucho peores que las materiales, y reconocerlas es el primer paso para liberarse.

Nuestra fuerza de voluntad es importante, pero no basta. ¡Cuántas veces nos hacemos buenos propósitos para volver a caer, una y otra vez, en el mismo defecto, en el mismo error! Hacemos el mal que no queremos y no hacemos el bien que querríamos, como bien dijo san Pablo. ¿Cómo superar esta limitación?

No funciona redoblar nuestro esfuerzo, sino aflojar la tensión interior y abrirnos al amor de Dios. ¿Qué nos salva? No será nuestra fuerza de voluntad, sino la compasión, la delicadeza, el amor desbordante de Dios. Su ternura es el mejor jabón, el mejor trapo y el mejor bálsamo para sanar nuestra alma sucia y herida. Él nos limpia y nos sana. Confiemos, ansiemos, pidamos este amor. Dios lo dispensa generosamente y solo espera nuestra súplica para dárnoslo en abundancia. No hay delito que no pueda borrar su amor. Con él, llegarán la alegría y la liberación.

1 de junio de 2018

Alzaré la copa de la salvación


Salmo 115

Alzaré la copa de la salvación invocando el nombre del Señor.
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre.
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando tu nombre, Señor.
Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo.

Cuando experimentamos que somos profundamente amados, quizás hay una reacción previa incluso a la alegría y a la reciprocidad: la admiración. Y más aún cuando somos receptores de un amor grande e inmerecido como el de Dios. El salmista se asombra ante tanto don y se pregunta: ¿Cómo le pagaré al Señor todo lo que me ha hecho?

También nosotros podemos preguntarnos hoy: ¿cómo pagar a Dios lo que nos ha dado? Podemos sufrir, tener problemas o enfermedades. Pero el solo hecho de existir y de tener alguien a quien amar ya es tan grande que no se puede igualar a ningún regalo humano. ¿Cómo devolverlo?

La siguiente frase impresiona: Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Casi podemos imaginar a Dios llorando y doliéndose cuando muere una persona buena, alguien que le fue fiel. El salmo nos muestra ese rostro del Dios compasivo que ama a sus criaturas como una madre; le duele el sufrimiento y la muerte de cada una de ellas.

¿Cómo no confiar en un Dios así? A un Dios tonante, juez y terrible, podemos temerlo, aunque creamos en él, pero en ese miedo siempre habrá un resquicio de desconfianza y de sumisión. En cambio, el salmo continúa hablándonos de dos conceptos aparentemente opuestos: la servidumbre y la liberación. El poeta se confiesa siervo del Señor, alguien obediente a él, cumplidor de sus votos. Al mismo tiempo, declara que Dios ha roto sus cadenas. ¿No será que en la obediencia a Dios reside nuestra libertad?

¿Cómo entenderlo? Esta aparente paradoja puede comprenderse si profundizamos en qué significa obedecer a Dios, qué implica, y qué son esas cadenas.

El plan de Dios para nosotros es una vida en plenitud, una vida libre, que nos permita florecer y desarrollar todos nuestros talentos y aspiraciones. Obedecerle no es otra cosa que dejar que ese hermoso plan se cumpla, confiando en su ley. Una ley que, desde los orígenes de la cultura hebrea, nos muestra bondad, benevolencia, atención a los más débiles, magnanimidad. Jesús dirá que toda la ley se resume en amar, a Dios y a los demás. ¿Puede ser opresora una ley así, cuando los seres humanos estamos hechos para el amor?

La noción de esclavitud, en la Biblia, está vinculada a la de maldad y pecado. Jesús, cuando curaba, perdonaba los pecados. El concepto de pecado, además de ser una ofensa a Dios, es el de un daño que esclaviza a la persona, que la impide desarrollarse plenamente y ser libre, entera, feliz. Quien ama se realiza y se libera. Por tanto, quien cumple esta ley divina del amor, rompe sus cadenas y puede cantar la oración más bella. Y este es el sacrificio más agradable a Dios: la alabanza de un corazón gozoso que ha sintonizado con su amor.

Piedad, oh Dios, hemos pecado