26 de abril de 2024

El Señor es mi alabanza en la asamblea


Salmo 21


El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
Cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan: viva su corazón por siempre.
Lo recordarán y volverán al Señor desde los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos. Ante él se postrarán las cenizas de la tumba, ante él se inclinarán los que bajan al polvo.
Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer, todo lo que hizo el Señor.


Este salmo sorprende por el giro que da, desde su inicio hasta su final. Es el salmo que comienza con un clamor angustiado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Un salmo que asociamos con las lecturas de la Pasión y cuyos versos más conocidos son el retrato de un hombre desesperado, acosado, que suplica auxilio a Dios.

Pero el poema termina con estrofas luminosas y exultantes, que son las que leemos hoy. Termina con una promesa que el poeta narra en presente, como algo que se está cumpliendo.

Dios, finalmente, restablecerá la justicia. Ante el hombre humilde, que se postra ante él, Dios hará resplandecer su bondad y lo bendecirá con toda clase de bienes. Hay en este salmo una fe profunda en la justicia divina y en su victoria sobre el mal. Y, al mismo tiempo, hay una condición: el fiel debe cumplir sus votos. El hombre encontrará a Dios si antes lo busca con sinceridad. Se hace necesaria la humildad, reconocerse carente, desvalido, pobre. Hay un vaciamiento interior previo antes de poder llenarse de Dios. Es preciso morir antes de resucitar.

El salmo también describe una visión utópica, en la que todo el mundo alaba y rinde homenaje a Dios. Todo el mundo lo busca y ante él se postrarán las naciones. Dios reinará en el mundo de los vivos, pero también en el de los muertos: “Ante él se postrarán las cenizas de la tumba”. Esta frase es impresionante. Está anunciando que Dios, el viviente, el Señor de los vivos, no solo dominará el mundo físico, sino también la misma muerte. Está preludiando la resurrección y otra vida, eterna e imperecedera.

Nuestro mundo, ciertamente, busca a Dios. A veces esa búsqueda tiene otros nombres: afán de plenitud, de eternidad, de felicidad, de belleza… La humanidad está sedienta de trascendencia y la busca por mil caminos. El salmo afirma que quien busca y encuentra a Dios, será saciado de todas sus hambres. “Me hará vivir para él”, “vivirá su corazón por siempre”. La fe en Dios va acompañada, siempre, de la vida. Y no una vida cualquiera, sino “para siempre”. Una vida plena, que colma los anhelos más íntimos del ser humano.

19 de abril de 2024

La piedra desechada


Salmo 117


La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres, mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes.

Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo la hecho, ha sido un milagro patente.

Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor. Tu eres mi Dios, te doy gracias; Dios mío, yo te ensalzo. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.


La creencia en un Dios fundamentalmente bueno es un pilar de la fe de Israel. Y Jesús, que creció y bebió de esa fe, sabía en lo más hondo de su ser que esto era verdad. El mundo rueda, agitado por los avatares de la historia. La humanidad despliega su drama de glorias y oscuridades, siempre fluctuando entre la nobleza y la miseria. Pero en medio de ese mar agitado hay una roca firme y luminosa, un sostén que nunca falla, un amor sin condiciones, sin límites, sin vacilación. Un amor que todo lo sostiene porque todo lo ha hecho posible.

Dios como Señor de la historia se convierte también en el eterno apoyo y consuelo del ser humano. «Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres». Esta frase, que refleja una natural desconfianza, es cruda y realista: ¡los humanos somos tan poco de fiar! Pero, aún y así, Dios nos brinda su confianza. Se fía de nosotros, y quizás va a fijarse en los que aparentan mayor debilidad. Esa piedra que han desechado los constructores, ¿no serán todos los rechazados, los humildes, los que pasan por la vida sin pisar fuerte, discretos y con serenidad, sin arrogancia ni pretensiones?

Es justamente en ellos en quienes se fija Dios. ¿A quién elige para ser sus voceros, sus portadores de la buena noticia? No busca a reyes ni a héroes. Busca a seres humanos, tan humanos y falibles como los discípulos de Cristo. Tan humanos y cargados de defectos como nosotros, hoy.

¿Sabremos escuchar su voz? ¿Sabremos oír su llamada a ser piedras vivas de su Iglesia? ¿Sabremos ver, por encima de nuestras limitaciones, su inmenso amor, su comprensión y la fuerza que nos da? ¿Tendremos el coraje de reconocer nuestra pequeñez y, a la vez, la valentía de dejar que la obra de Dios florezca en nuestras manos? Somos tierra limpia, humilde, húmeda y abierta… la semilla está sembrada, y lleva en sí toda la potencia del cielo. Nosotros tan solo tenemos que alimentarla con nuestro amor y dejarla crecer.

12 de abril de 2024

Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro


Salmo 4


Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor.

Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor mío; tú que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi oración.

Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?»

En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo.


Este salmo es una preciosa oración para abrir el espíritu y dejar que la paz, la paz de Dios, la única que es auténtica, nos vaya invadiendo, poco a poco, y calme nuestras tormentas interiores.

El salmo habla de sentimientos y situaciones muy humanas: ese aprieto, que atenaza nuestro corazón cuando estamos en dificultades o sufrimos carencias; esa falta de luz, cuando parece que Dios está ausente y el mundo se nos cae encima. Los problemas nos abruman y podemos tener la sensación, muy a menudo, de que vivimos abandonados y aplastados bajo un peso enorme.

Dios da anchura, Dios alivia, Dios arroja luz al final del túnel. Dios calma las angustias y da paz. En la última cena, Jesús dice a los suyos que su paz no es como la de este mundo. ¿De qué paz estamos hablando?

Muchas veces buscamos la paz en cosas externas: en la seguridad económica, en una compañía que nos llena emocionalmente, en el bienestar, en la salud, en rodearnos de un ambiente favorable y positivo. O bien ensayamos prácticas físicas y mentales que nos lleven a la serenidad. Todo esto nos puede aportar alivio momentáneo, o una sensación placentera temporal. Pero la paz auténtica no vendrá de ahí. En el momento en que falle alguno de esos factores que nos da tranquilidad, ¿a dónde se fue la paz? Volverán la zozobra, la inquietud y la guerra interna.

La raíz de la paz está en Dios. Un Dios que, como dice el salmo, es «defensor mío». Lejos de la imagen del Dios justiciero, inquisidor, aquí encontramos a un Dios amante, bueno, consolador. El Dios a quien Jesús llamó, confiadamente, papá. Este Dios, que es amor incondicional e imperecedero, es la verdadera fuente de la paz. Quien se sabe amado sin medida y sin condiciones, siempre, tiene en su alma una roca sólida sobre la que construir toda una vida. Su alma, habitada por Dios, se convierte en santuario, en refugio, en ermita donde puede recogerse cada día, siempre que lo necesite, para encontrar la anhelada paz.

5 de abril de 2024

Este es el día en que actuó el Señor


Salmo 117


Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo. ¡Aleluya, Aleluya!
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Que lo diga la casa de Israel: eterna es su misericordia.
La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa.
No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.

Resulta asombroso ver cómo los salmos y las escrituras hebreas, aún escritas siglos antes de Cristo, parecen aludir directamente a su vida y a sus obras. Y es porque toda escritura viva, inspirada en una experiencia mística y religiosa, acaba siendo símbolo de vivencias universales que toda persona puede reconocer en su propia historia.

Este es el día en que actuó el Señor. El Dios de Jesús, nuestro Dios, no es un ser omnipotente alejado de la humanidad. No se limita a crear el mundo, no lo deja abandonado a su suerte: actúa, y actúa a favor de los hombres. Tiene la iniciativa, y es una iniciativa movida por su misericordia.

Misericordia es una palabra que vale la pena comprender. En su significado original, es la capacidad de conmoverse hasta las entrañas, con ese afecto profundo que sienten las madres por sus hijos. Dios se conmueve y, derrochando amor, actúa a favor nuestro.

Muchas personas asocian la idea de Dios a poder, a fuerza, a dominio, a creación. Pero los salmos, como el mismo Jesús, nos revelan un Dios que, por encima de todo, es amor y es Vida. Dios ama nuestra vida y la quiere plena, hermosa, intensa, llena de sentido. Quien se abre a su acción, recibe este regalo.

La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Se han hecho muchas interpretaciones de esta frase. Para muchos, expresa la preferencia de Dios por los pequeños, por los humildes, por los pobres de espíritu que son capaces de comprender y aceptar su amor. También se ha leído como símbolo de Pedro y los apóstoles: hombres sencillos y comunes, con defectos y pecados, son elegidos para fundar la Iglesia.

Existe aún otra lectura: esa piedra desechada es el mismo Cristo, rechazado por su pueblo, condenado a muerte, crucificado. Como simple personaje histórico, Jesús estaba condenado al olvido. Pero no fue así. Tras la resurrección, su presencia traspasa el mundo, su rostro será amado y su nombre jamás será olvidado.

Esta frase explica también el designio y el modo de hacer de Dios: el mundo rechaza a los profetas. Los poderosos condenan al hombre justo. El mal quiere enseñorearse de las gentes. Dios responde. El justo, condenado y muerto, resucita y funda una comunidad llamada a crecer y a desafiar al tiempo.

Como destaca el Papa emérito, Benedicto XVI, en su segundo libro sobre Jesús, la resurrección fue quizás una pequeña semilla, sembrada en el corazón de una comunidad insignificante. Pero el Reino de los cielos comienza así, como el grano de mostaza, diminuto y enterrado, que de pronto germina y hace brotar una planta hermosa que crece hasta convertirse en árbol. En lo pequeño está la grandeza. El que se humilla, será enaltecido. El pobre será rico y heredero de un reino. Estas son las paradojas de este reino, que ya se anuncia en las bienaventuranzas y que comienza a florecer al pie de la cruz.

Dios actúa en nuestra historia, y este es un mensaje que debemos guardar en el corazón. Cuando Él entra en el mundo, toda la realidad se transforma. Pero Dios no actúa como lo hacemos las personas, tan amigas de juzgar, condenar y segar cizaña. A merced del poder humano, el mundo parece que va a la deriva y prevalecen el mal y la destrucción. El mismo Dios, hecho hombre, aunque podría ejercer su poder, renuncia a él y se deja matar antes que profesar el más mínimo odio y la menor violencia hacia nadie. Muere, sí. Es desechado como inservible. ¡Cuántas veces oímos decir, en ciertos ambientes, que Dios es una invención innecesaria! ¡Cuántas veces Dios es rechazado como piedra inútil en nuestra civilización actual!

Pero en la dinámica de Dios, lo inservible pasa a ser piedra angular y fundamento. El amor auténtico, ¡tan despreciado y rehusado como inútil, impotente e innecesario!, resulta ser más fuerte que la misma muerte. La resurrección, que preludia este salmo, nos muestra cómo la victoria final es del amor.

15 de marzo de 2024

Piedad, oh Dios, hemos pecado


Salmo 50


Misericordia, Señor, hemos pecado.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado; contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza.

Hablar de pecado hoy está mal visto. Las filosofías ateas lo presentan como un invento moral para reprimir nuestros impulsos más genuinos y controlar nuestras mentes. Sin embargo, el sentimiento de culpa, de haber obrado mal, existe. Y permanece por mucho que se niegue el valor de la moral cristiana.

Toda persona, además de cuerpo y mente, tiene lo que llamamos conciencia. Es el sentido del bien y del mal, común a todas las culturas del mundo. Entre una y otra civilización puede haber valores y criterios diferentes. Pero hay ciertos aspectos en los que todas las culturas y religiones coinciden y están de acuerdo. El bien existe, y el mal también. Pecado es toda actitud deliberada que daña al hombre y sus relaciones, ya sea con los demás, consigo mismo, con el mundo y con Dios. El pecado, fruto perverso de la libertad, hiere la humanidad y mutila el alma. ¿Es innata la conciencia? Si no se desarrolla, queda latente en la persona y es entonces cuando decimos que alguien no tiene escrúpulos. Pero si se educa y se cultiva, con respeto, esta conciencia es la que nos permite andar por la vida con unos principios éticos, favoreciendo una convivencia armoniosa y madurando nuestra humanidad.

David compuso este salmo en un momento de dolor, cuando fue consciente del mal que había causado poseyendo a la mujer de Urías y enviando a éste a morir, al frente de sus tropas. Pasada la ofuscación del deseo, David comprendió el alcance de su pecado y lloró amargamente. Los versos del salmo son palabras de un hombre contrito y apenado, abrumado por el peso de la culpa. Y en ellos vemos un sincero anhelo de luz, de limpieza interior, de perdón.

Notemos que la Biblia identifica con frecuencia el perdón con la salvación. También actuaba así Jesús cuando curaba a los enfermos. El perdón es liberación, es hacer borrón y cuenta nueva, ¡y nadie como Dios para olvidar y animarnos a empezar de nuevo! El perdón es también fuerza espiritual. Vemos que David pide un espíritu firme, santo, renovado. El pecado muchas veces es consecuencia de un alma débil, frágil y víctima de mil tentaciones. Por eso, en la oración, bueno es pedir a Dios que nos dé vigor espiritual para vencerlas. En esta Cuaresma, leer su palabra es alimento que nos puede ayudar en esta lucha.

Finalmente, el perdón trae alegría. "Devuélveme la alegría de tu salvación", dice David. Saberse amado y perdonado por Dios no sólo nos sana por dentro, sino que nos llena de alborozo. Tanto, que nos impulsa a elevar un cántico de alabanza. De la pena por la culpa, los versos del salmo nos llevan a la alegría del perdón y la reconciliación con el Amor que nos sostiene siempre.

8 de marzo de 2024

Si no me acuerdo de ti...

Salmo 136


Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.

Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras.

Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar, nuestros opresores, a divertirlos: «Cantadnos un cantar de Sión.»

¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha.

Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías.

Este salmo recoge los tiempos en que los israelitas, destruido su reino, su ciudad y su templo, viven exiliados en Babilonia.

Sentados junto a los ríos de la opulenta ciudad extranjera, añoran y cantan la ciudad amada, sobre el monte Sión, y recuerdan los tiempos en que vivían allí y cantaban al Señor.

No deja de ser una ironía cruel que los señores babilonios, al oírlos, les pidan que canten: lo que para los israelitas es un lamento, para los opresores es una distracción, una música bonita para pasar el rato.

El salmista expresa la rabia y la tristeza del pueblo cautivo. ¿Cómo cantar una alabanza al Señor, lejos de su tierra, bajo la esclavitud? ¿No es absurdo? Pero otra reacción viene de inmediato: no, el pueblo no puede olvidar al Señor, no puede olvidar a su Dios. Pese a todo lo ocurrido, y pese a que, para muchos, quizás Dios los ha abandonado a su suerte, Él sigue ahí. Él sigue dando sentido a la vida que queda cuando se ha perdido todo lo demás.

Las imágenes son muy expresivas: que se me paralice la mano, que se me pegue la lengua al paladar, si me olvido de ti, Señor; si no abro la boca para cantar, si no enciendo esa esperanza en mi corazón, recordando que tú sigues ahí.

Durante los duros años del exilio babilónico, hubo grupos que lucharon por mantener viva la identidad de Israel y su fe. Lo consiguieron reavivando la devoción y renovando la esperanza en la justicia y en la bondad de Dios. Llegaron a ver la historia, con todas sus catástrofes, como parte de un designio mayor donde, finalmente, brilla la misericordia divina.

En tiempos de dificultades personales, podemos leer este salmo como una invitación a no desesperar, a seguir confiando. Quien canta su mal espanta, dice el refrán. Pero quien canta a Dios todavía consigue más: eleva al Señor una plegaria viva, vehemente, apasionada y sincera. Y, no nos quepa duda, Él escucha. 

1 de marzo de 2024

Señor, tú tienes palabras de vida eterna

Salmo 18


Señor, tú tienes palabras de vida eterna.

La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.

La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. 

Más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila.


Cuando oímos hablar de leyes y normas, en seguida nos viene a la mente la idea de restricción, de coacción, incluso de pérdida de libertad. En cambio, en este salmo leemos que la ley del Señor produce en sus fieles un efecto totalmente contrario a la represión.

Es una ley que proporciona alivio y paz: “descanso del alma”. Es educativa: “instruye al ignorante”. Causa alegría al corazón, otorga clarividencia y sabiduría. No es como tantas leyes humanas, que sirven para controlar a las gentes, a veces necesariamente pero otras veces de forma injusta, por muy legales que sean.

La ley de Dios tiene otras cualidades. Las leyes humanas cambian y lo que ayer era legal hoy incluso puede ser un crimen, y viceversa. Pero la ley divina es perfecta e inmutable. Así lo reza el salmo: es eternamente estable. ¿Por qué? Porque es pura, perfecta y verdadera. Porque no procede de la voluntad humana ni de intereses egoístas, sino del amor de Dios.

La ley de Dios, en realidad, es la ley del amor, como Jesús enseñó. Y el amor, efectivamente, tiene sus mandatos y opera un efecto en quienes se rigen por él. No hay que entender la palabra “mandato” como una obligación impuesta; Dios quiere nuestra fidelidad y no es posible ser fiel sin ser libre. El mandato significa una necesidad prioritaria, un imperativo básico, de la misma manera que para sobrevivir es imperativo respirar, comer y descansar lo suficiente.

¿Qué consecuencias tiene seguir esta ley? El autor de estos versos lo sabía muy bien. Seguir la ley del Señor otorga serenidad, alegría y sabiduría. Es una ley que nos libera de las peores opresiones: nuestro orgullo, nuestros prejuicios, nuestro egocentrismo, nuestros miedos. Es una ley que nos hace humildes e intrépidos a la vez, porque el amor no conoce temor ni se endiosa. Esta ley nos ayuda a vivir con plenitud. 

23 de febrero de 2024

Caminaré en presencia del Señor

Salmo 115



Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida.

Tenía fe, aun cuando dije: «Qué desgraciado soy.»
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles.

Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas.
—Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando tu nombre, Señor.

Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo;
en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén.


La primera frase de este salmo impacta: Tenía fe, aún cuando dije, «Qué desgraciado soy.» Qué fácil es tener fe cuando las cosas van bien y, en cambio, qué escasos andamos de esta virtud cuando las cosas se tuercen y nos sentimos desgraciados. Mantener la fe en circunstancias adversas es una muestra de heroísmo espiritual, de fortaleza, de coraje. En realidad, es la prueba de la verdadera fe, que se sostiene, no en certezas, sino en un querer y en un confiar.

La siguiente frase aún impresiona más: Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Casi podemos imaginar a Dios llorando y doliéndose cuando muere una persona buena, alguien que le fue fiel. El salmo nos muestra ese rostro del Dios compasivo, que ama a sus criaturas como una madre y le duele la muerte o el sufrimiento de cada una de ellas.

Podemos meditar y pensar cuál no debió ser el sufrimiento de Dios Padre ante la muerte de Jesús, su Hijo. Este hijo amado, predilecto, es el fiel por excelencia y muere a manos de los hombres. ¿Puede Dios sufrir? La respuesta está en la cruz, la de Cristo y la de todos los que cargan día a día sus dolorosas cruces ―enfermedad, pobreza, soledad, persecuciones… Sí, a Dios le duele no solo la muerte, sino el menor sufrimiento de sus hijos. Más aún cuando este sufrimiento es debido a su fidelidad. 

¿Cómo no confiar en un Dios así? A un Dios tonante, juez y terrible, podemos temerlo, aunque creamos en él, pero en ese miedo siempre habrá un resquicio de desconfianza y de sumisión. En cambio, el salmo continúa hablándonos de dos conceptos aparentemente opuestos: la servidumbre y la liberación. El poeta se confiesa siervo del Señor, alguien obediente a él, cumplidor de sus votos. Al mismo tiempo, declara que Dios ha roto sus cadenas. ¿No será que en la obediencia a Dios reside nuestra libertad?

¿Cómo entenderlo? Esta aparente paradoja puede comprenderse si profundizamos en qué significa obedecer a Dios, qué implica, y qué son esas cadenas.

Obedecer a Dios significa seguir su ley, una ley que, desde los orígenes de la cultura hebrea, nos muestra su bondad, su benevolencia, su atención a los más débiles, su magnanimidad. Jesús dirá que toda la ley se resume en amar, a Dios y a los demás. ¿Puede ser opresora una ley así, cuando los seres humanos estamos hechos para el amor?

Por otro lado, la noción de esclavitud, en la cultura hebrea, va a menudo vinculada a la de maldad y pecado. Jesús, cuando curaba, perdonaba los pecados. El concepto de pecado, además de ser una ofensa a Dios, es un daño que esclaviza a la persona, que le impide desarrollarse plenamente y ser libre, entera, feliz. Quien ama se realiza y se libera. Por tanto, quien cumple esta ley divina del amor, rompe sus cadenas y puede cantar la oración más bella. Y este es el sacrificio más agradable a Dios: la alabanza de un corazón gozoso que ha sintonizado con su amor.

16 de febrero de 2024

Tus sendas, Señor...

Salmo 24



Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, y todo el día te estoy esperando.

Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.


El camino como símbolo de la vida es una imagen muy frecuente en la literatura y en el lenguaje espiritual. Este camino tiene un inicio, nuestro nacimiento, y en él vamos con un equipaje que es nuestra herencia: genética, familiar, histórica, la educación que hemos recibido… Pero, aunque el inicio y el bagaje son algo que no elegimos, en el momento en que alcanzamos nuestro uso de razón somos muy libres para decidir hacia dónde debemos ir.

¿Hacia dónde voy? Es una pregunta filosófica que toda persona se hace en algún momento de su vida. Decidir nuestro destino se convierte en una cuestión crucial. Para muchos, esa meta, decidir hacia dónde dirigir sus pasos, es un dilema, un motivo de angustia, de interrogantes y dudas.

Durante mucho tiempo, en Occidente se ha fomentado una contraposición entre los conceptos de enseñanza y libertad. Tras siglos de obediencia a las autoridades civiles y religiosas —la Edad Media—, el Renacimiento y la Ilustración auparon la idea del hombre libre, autónomo e independiente. Obedecer, escuchar, ser aconsejado, han tendido a verse como sinónimos de esclavitud y control de la conciencia. Se pasó de un extremo a otro.

Es importante superar esta dialéctica estéril y comprender que la libertad humana no es un valor absoluto, desenraizado de la realidad de cada día y de las relaciones con los demás. Un hombre libre no es un hombre “suelto”, solo, sin raíces y sin referentes. La libertad también se forja, y esto implica dejarse enseñar, guiar y aconsejar. De hecho, todo lo que somos, sabemos y tenemos es algo que hemos recibido de otros. Nuestra vida misma, el don primero y más preciado, es algo que no hemos elegido. Con todo esto, y nuestra voluntad, podemos ir dilucidando, poco a poco, el camino que queremos seguir.

El salmista subraya la importancia que tiene para el hombre su referente divino. Su relación con Dios es fundamental para andar el camino. En estos versos del salmo se expresan dos necesidades fundamentales del ser humano y una actitud.

La primera es el hambre de verdad. El hombre ansía ser enseñado: “Instrúyeme en tus sendas”, y espera a Dios.

En segundo lugar, el hombre expresa su necesidad de un amor incondicional, que no tenga en cuenta sus fallos: “no te acuerdes de mis pecados […] Acuérdate de mí con misericordia”. Ya hemos comentado otras veces el significado de la palabra “misericordia”, ese atributo tan de Dios, como amor entrañable, maternal, que se conmueve ante su criatura. El hombre tiene verdadera necesidad de sentirse amado así. Y el amor de Dios es, efectivamente, como el de una madre. Todo lo perdona, su ternura lo supera todo.

Hambre de verdad, hambre de amor: el salmista expone así sus anhelos ante el Señor. Y Dios, cómo no, está dispuesto a dar generosamente. Pero aún falta algo, y es la actitud receptiva de la persona. ¿Quién recibirá esa enseñanza, quién podrá acoger tanto amor? El hombre humilde, el pecador, dice el salmo. Y en esto se aproxima mucho al mensaje de Jesús, tan cercano a los pecadores y a los rechazados por la sociedad. El hombre que no se cree grande, que no se cree dios, el que reconoce sus carencias y debilidades, está preparado para abrirse y recibir la sabiduría que solo Dios, con su Amor infinito, puede darle.

9 de febrero de 2024

Me rodeas de cánticos de liberación

Salmo 31

Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.

Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito.

Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: «Confesaré al Señor mi culpa» y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.

Alegraos, justos, y gozad con el Señor; aclamadlo, los de corazón sincero. 

Los versos de este salmo están sembrados de palabras que despiertan en nosotros impresiones bien distintas: refugio, liberación, culpa, delito, pecado, alegría. Son palabras que dibujan muy bien los claroscuros del alma humana. Sí, en nuestra historia personal conocemos muy bien qué significa sentirse pecador, conocemos el peso angustioso de la culpa, conocemos también la ráfaga de libertad y paz interior que trae consigo el perdón.

Los salmos, como plegaria, reflejan maravillosamente el drama psicológico y espiritual de cada persona. Todos, en algún momento de nuestra vida, fallamos. Los sentimientos de culpa nos abaten, se acumulan sobre nuestras espaldas y, si no podemos liberarnos de ellos, nos van asfixiando. Cuántas vidas están oprimidas, estranguladas, empequeñecidas bajo el peso de la culpa.

Y, sin embargo, un cierto sentimiento de culpa es necesario, pues demuestra que sabemos distinguir, en nuestra conciencia, lo que es bueno de lo malo; lo que nos hace crecer de lo que nos destruye; lo que da paz de lo que daña a los demás. La contrición es el primer paso para salir de ese pozo oscuro.

Muchos psicólogos y terapeutas aconsejan a las personas abrumadas por la culpa, propia y ajena, que deben descargarse de ella, arrojarla fuera de sí y perdonarse a sí mismas. Y es cierto: hay que descargarse de ese lastre que nos impide avanzar. Pero, ¡cuánto cuesta perdonarse a sí mismo! Alguien dijo que no es posible perdonarse del todo a uno mismo. El perdón es una relación y, como toda relación, pide dos partes y dos voluntades.

El único que nos puede liberar completamente de la culpa y sanar nuestra alma es Dios. De ahí el gran poder terapéutico de la confesión: lo reconocí, no encubrí mi delito, […] confesaré al Señor mi culpa. El solo hecho de expresar ese mal, la tristeza y el dolor, es ya sanador. Depositar en Dios esa carga onerosa es liberador. Porque Dios es más grande que todos los males que podamos cometer los seres humanos en el mundo. Y su amor es el fuego purificador, el agua vivificante, el viento que barre los escombros de nuestra alma desportillada. Confiar en él, reconocernos falibles, limitados y pecadores, reposar en él y ofrecerle los frutos, logrados o maltrechos, de nuestras manos, es sumergirse en ese océano de amor que engulle y supera toda culpa, todo delito, todo mal. Es nuestro refugio, sí. Es nuestra salud. Y más aún: nuestra liberación.

2 de febrero de 2024

El Señor sana los corazones destrozados

Salmo 146


Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.

Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. El Señor reconstruye Jerusalén, reúne a los deportados de Israel.   
 
Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre.

Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida. El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados.


Este salmo es un cántico de consolación. En sus versos leemos el momento histórico difícil que atravesaba el pueblo de Israel. Destruido su reino y su templo, sin tierra, deportado al exilio en Babilonia, un resto del pueblo resiste con fe y espera ver el día en que podrán regresar.

Es en medio de estas circunstancias tan penosas cuando la fe vacila. Hoy nos sucede lo mismo. Vivimos sacudidos por guerras, epidemias y catástrofes, una tras otra. Cuando el mundo parece derrumbarse ¿dónde está Dios? ¿Es realmente bueno, permitiendo que sucedan tantas desgracias? Y si lo es, ¿dónde está su poder, que no las evita?

La voz del salmista pone un acento en la bondad del Señor e invita a perseverar en la fe. Sí, Dios sigue siendo bueno, sana los corazones destrozados. Con imágenes tiernas, de protección y cuidado, el salmo recuerda que Dios tiene contadas hasta las estrellas y las conoce, a todas, por su nombre. ¿Cómo no va a cuidar de cada una de sus criaturas humanas? Cada alma es una estrella en sus manos.

Y también insiste en que Dios es grande y poderoso, que está junto a los humildes, junto a los que sufren y son aplastados, y que un día hará justicia. Los malvados morderán el polvo y los que fueron arrancados de su tierra volverán a ella.

¿Son simples palabras de consuelo? Dice el refrán popular que quien canta, su mal espanta. Los versos del salmo, como una oración poética, alivian el corazón herido y despiertan la esperanza. Pero la historia humana, y nuestra historia personal, nos muestran, una y otra vez, que cuando confiamos en Dios, siempre somos escuchados. Al cabo del tiempo aprendemos a descifrar el significado del dolor y de las pruebas, salimos fortalecidos y vemos que, aún en los tiempos más oscuros, Dios estuvo ahí, cercano y amante, sosteniéndonos en la flaqueza, sufriendo con nosotros en el dolor, alentándonos a mirar a lo alto y a seguir adelante.

En clave cristiana, podemos mirar a la Cruz. Jesús, crucificado, entregando hasta la última gota de sangre, es la respuesta de Dios ante el dolor y la injusticia del mundo. Una respuesta que no termina en el madero, sino en la mañana clara del domingo de resurrección.

26 de enero de 2024

No endurezcáis el corazón

Salmo 94



Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis el corazón.

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos.
Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”.


Qué fácil es creer en Dios cuando las cosas van bien, cuando la vida nos sonríe y todo parece marchar sobre ruedas. En cambio, cuando nos abruman los problemas y nos sentimos acosados por todas partes, la fe flaquea y es entonces cuando clamamos: ¿Dónde está Dios?

Este clamor es lo que el salmo llama poner a prueba a Dios. Parece que bajo el nubarrón de las dificultades olvidamos rápidamente que por encima luce siempre el sol; que una tempestad no puede borrar cientos de días de luz; que un bache no es todo el camino. Muchos dicen que Dios nos somete a prueba, como si fuera un amo autoritario que quiere castigar o jugar con la capacidad de resistencia de sus criaturas. ¡Qué lejos del Dios de Jesús, del Dios misericordioso que el Evangelio nos va desvelando!

La dureza del corazón va a menudo acompañada de la estrechez de mente. Si pusiéramos en una balanza lo que Dios nos da a un lado y las dificultades que sufrimos al otro, nos daríamos cuenta de que el fiel siempre se inclina del lado de Dios. Solamente la vida, el don de existir, pesa muchísimo más que todo el resto. Poder respirar, hablar, moverse; poder amar a alguien, poder recibir afecto, estos dones son tan inmensos que no deberíamos dejar que los golpes de la vida nos hicieran olvidarlos o incluso despreciarlos. Lo mejor que tenemos lo hemos recibido gratis, sin merecerlo. Quizás por eso, porque estamos tan acostumbrados, ya no sabemos valorarlo. Hemos dejado de asombrarnos ante el milagro de estar vivos y despertarnos cada mañana. El universo creado ha dejado de maravillarnos. La otra persona, la que tengo ahí, cerca, ha dejado de conmoverme. Aquí está la dureza de corazón, que se enquista y se pertrecha en la rutina y el hastío.

Por eso el salmista clama: ¡No endurezcáis vuestro corazón! El corazón tierno es siempre joven, vibra y se admira. Sabe leer en los acontecimientos de la historia y sabe descubrir, detrás de cada día, la mano amorosa del Dios que nos sostiene y nos salva. El corazón vivo palpita y se desborda en alabanzas.

19 de enero de 2024

Señor, enséñame tus caminos

Salmo 24


Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, y todo el día te estoy esperando.

Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.


El camino como símbolo de la vida es una imagen muy frecuente en la literatura y en el lenguaje espiritual. Este camino tiene un inicio, nuestro nacimiento, y en él vamos con un equipaje que es nuestra herencia: genética, familiar, histórica, la educación que hemos recibido… Pero, aunque el inicio y el bagaje son algo que no elegimos, en el momento en que alcanzamos nuestro uso de razón somos muy libres para decidir hacia dónde debemos ir.

¿Hacia dónde voy? Es una pregunta que toda persona se hace en algún momento de su vida. Decidir nuestro destino se convierte en una cuestión crucial. Para muchos, esa meta, decidir hacia dónde dirigir sus pasos, es un dilema, un motivo de angustia, de interrogantes y dudas.

Encontrar nuestro propósito vital, saber para qué estamos en este mundo, se convierte para muchos en un largo trayecto, a veces lleno de giros, desvíos e incluso retrocesos. El camino puede dar muchas vueltas, pero lo importante es tener la meta clara.

Muchas personas tienen su vocación definida. Algunas saben muy bien lo que quieren desde jóvenes. A otras les cuesta más y otras se pasan la vida buscando y probando. En Occidente se estila mucho la noción del hombre hecho a sí mismo, que se va modelando como quiere y puede sacar todas las fuerzas de su interior.

Pero, ¿de dónde procede esta fuerza, ese potencial inmenso que tenemos adentro? ¿De dónde surgen nuestros talentos? Todo cuanto tenemos es un don que hemos recibido. Tener la humildad de reconocerlo, de admitir que no nos hemos dado la vida ni lo más valioso que tenemos, nos dará luz. Si sabemos hacer silencio y ahondar en nuestro yo profundo encontraremos la fuente de nuestro ser y de nuestro potencial. Y la misma fuente nos indicará el camino.

Dios es el gran maestro interior que nos muestra cómo es nuestra naturaleza profunda. Dios nos señala nuestra misión en la vida. Y esta misión no será un capricho suyo, sino aquello que, en el fondo, deseamos de corazón. ¿Quién nos conoce mejor que Aquel que nos ha creado?

Escuchar la llamada de Dios nos hará crecer a cada cual según como somos. Por eso el salmista suplica: ¡muéstrame tus caminos! Porque tus caminos son mis caminos, y mi plenitud es tu gloria, Señor. Pero para vislumbrar esta senda, como subraya el salmista, es necesaria mucha humildad. Solo el humilde abre sus oídos y su alma. Solo el humilde se deja enseñar y guiar. Solo el humilde confía. Y la confianza no lo defraudará. Dios es leal, ¡no falla!

12 de enero de 2024

Aquí estoy para hacer tu voluntad

Salmo 39


Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad

Yo esperaba con ansia al Señor; 
él se inclinó y escuchó mi grito; 
me puso en la boca un cántico nuevo, 
un himno a nuestro Dios. R.

Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, 
y, en cambio, me abriste el oído; 
no pides sacrificio expiatorio. R.

Entonces yo digo: «Aquí estoy 
–como está escrito en mi libro– 
para hacer tu voluntad.» 
Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas. R.

He proclamado tu salvación 
ante la gran asamblea; 
no he cerrado los labios; 
Señor, tú lo sabes. R.

Dios nos ama y nos llama. Es él quien, al crearnos poseedores de un alma, imprime en nosotros una sed de infinito. Por eso quien crece espiritualmente ve cómo en él aumenta un hambre, un ansia del Señor, que llega al grito: Yo esperaba con ansia en el Señor… él se inclinó y escuchó mi grito.

Y Dios no nos deja morir de hambre: ¡en seguida responde! Quizás es al contrario, él nos está llamando suavemente desde siempre, y cuando respondemos y se entabla el diálogo, nuestro corazón estalla de gozo.  De ahí surgen ese cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. La alegría no puede expresarse sólo en palabras, sino cantando, bailando, exultando. Lo que nos llena el corazón debemos comunicarlo, no podemos retenerlo.

Los versos siguientes son cruciales: Tú no pides sacrificios ni ofrendas. Con esto, los israelitas se alejan de todas las religiones antiguas, basadas en los rituales y los sacrificios a los dioses. Es decir, renuncian al mercadeo espiritual: yo te doy para que tú me des tu favor. Se terminó. Dios no necesita ningún sacrificio, ninguna ofrenda. Ni siquiera necesita templos, rezos y devociones… Dios sólo quiere nuestro amor. Por eso nos abre el oído para que podamos responder a su llamada. El mejor regalo, la mejor ofrenda que podemos hacer, es responderle: Aquí estoy para hacer tu voluntad. En esta simple frase, tan breve como el Hágase en mí de María ante el ángel, se resume la vocación cristiana.

¡Quiero hacer tu voluntad! Y ¿cuál es la voluntad de Dios? No pensemos en grandes sacrificios, grandes heroicidades, grandes obras… Dios sólo quiere que le amemos, y que seamos felices. Dios quiere nuestra plenitud. Dios nos ha formado, y quiere que florezcamos, siendo todo aquello que podemos llegar a ser. Nuestra libertad, nuestra felicidad, no son ajenas al plan de Dios, ¡son parte de su plan! Dios quiere lo que nosotros queremos, en el fondo de nuestro corazón. No nuestros caprichos e intereses egoístas, sino el deseo más genuino de amor que todos llevamos dentro. Y Dios sabe cómo llenarnos, por eso es importante escuchar su llamada. Recordemos la homilía del papa Benedicto XVI en su investidura: Dios no nos quita nada, ¡nada! de lo que hace la vida libre, bella y grande. Al contrario, Dios nos lo da todo.

5 de enero de 2024

El Señor bendice a su pueblo con la paz

Salmo 28


El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
La voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica.
El Dios de la gloria ha tronado. En su templo un grito unánime: «¡Gloria!» El Señor se sienta por encima del aguacero, el Señor se sienta como rey eterno.

El agua, en las mitologías antiguas de Oriente Medio, era el elemento primordial a partir del cual nacían los dioses y se originaba el mundo. También el Génesis recoge estas tradiciones cuando habla del viento de Dios aleteando sobre las aguas, antes de la creación.

Quizás por eso el agua forma parte de tantos rituales que implican purificación o renovación. Entre ellos, el más importante para nosotros, cristianos, es el bautismo.

Pero Dios es mucho más que el agua engendradora de vida. Dios está por encima de todas las criaturas del universo, ya sean estrellas, océanos o seres vivos. Cuando el salmista canta la voz tronante de Dios sobre las aguas está proclamando su superioridad y su gloria. De él, de su mano, surge todo cuanto existe. Él es el rey, el que crea y sostiene en la existencia todo cuanto podemos ver y estudiar.

Las cosas creadas son bellas, pero ¿son conscientes de su maravilla? Solo el ser humano reflexiona, se pregunta y se admira ante la belleza del cosmos. La sensibilidad de su alma lo lleva a reconocer el aliento creador que anima el universo y hace brotar de sus labios un himno de alabanza. Es hermoso el mundo, pero ¡cuánto más hermoso será su artífice creador!

Y ¿qué tiene que ver esto con el estribillo del salmo? El Señor bendice a su pueblo con la paz. Paz, shalom en hebreo, es una palabra muy rica que significa mucho más que tranquilidad o calma interior. Paz es abundancia, es prosperidad, es alegría, es gozo, es salud y plenitud. ¿Cómo alcanzar esta paz?

El salmo de hoy nos da una pista: reconocer la grandeza de Dios y expresar nuestra gratitud nos trae paz. Nos hace conscientes de cuántos dones recibimos, además de la propia existencia. ¡Tenemos tanto, sin hacer nada por merecerlo! ¿Qué Padre da tantos regalos a sus hijos, si no es por un inmenso, inabarcable amor?

Olvidemos las quejas y las carencias. Centremos nuestra atención en todo aquello de bueno que hemos recibido. Somos profundamente amados desde el primer momento en que existimos. ¡Seamos conscientes de ello! De esta experiencia brota la paz.

El Señor es mi alabanza en la asamblea