14 de diciembre de 2018

Gritad jubilosos


Salmo 12

Gritad jubilosos: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»
El Señor es mi Dios y salvador: Confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.
Dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es excelso.
Tañed para el Señor, que hizo proezas, anunciadlas a toda la tierra; gritad jubilosos, habitantes de Sión: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»

En el tercer domingo de Adviento, el llamado Gaudete, las lecturas nos invitan a la alegría. Es una alegría que no está causada por las circunstancias externas. El profeta Sofonías invita a su pueblo a cantar con júbilo al Señor en medio de una época de grandes dificultades. San Pablo escribe a los filipenses desde la cárcel, en peligro de condena. ¿Por qué, en esas situaciones, hablan de alegría?

Hoy vivimos tiempos difíciles y convulsos. Los cristianos podemos tener la tentación de pensar que la alegría exultante está fuera de lugar. ¡Muy al contrario! Es justamente cuando los problemas arrecian cuando hemos de estar más alegres. Y no por masoquismo o por ciega inconsciencia. No nos alegran los males que afligen el mundo, ni reímos ante nuestras propias debilidades y dolencias. Pero, como decía san Francisco, la verdadera alegría se encuentra en estos momentos de prueba. Cuando no hay ningún motivo para reír, es entonces cuando sólo nos queda una salida: agarrarnos bien fuerte al Dios que nos ama y jamás nos abandona.

Y Dios, como afirmaba un santo contemporáneo, “nunca pierde batallas”. Es fiel y permanece con nosotros. Nuestro motivo de alegría no reside en el mundo, sino en Él. Con Él a nuestro lado, nada hay que temer, ¡nada! Dicen los versos del salmo que “sacaremos aguas con gozo de las fuentes de la salvación”. Estas fuentes están en nuestro corazón, y el agua que las llena y las desborda viene de Dios.

En Adviento se nos recomienda acercarnos al sacramento de la penitencia y reconciliarnos con Dios, con nosotros mismos, con los demás. Esa reconciliación pasa por una apertura del alma. Es Dios mismo quien derrama su amor como cascada que nos limpia y nos renueva por dentro. Recibámosle y dejemos que su gozo nos inunde.

7 de diciembre de 2018

El Señor ha estado grande... ¡estamos alegres!


Salmo 125

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sion, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

Hoy nos encontramos con un salmo exultante, gozoso, agradecido. Es el cántico del pueblo —de la persona— que se siente amado por Dios y ve cómo Él ha intervenido en su vida.

Las imágenes del salmo son hermosas. Los torrentes del Negueb, como todo arroyo que corre por el desierto, pueden pasar meses de sequía, con sus  cauces arenosos y estériles. Y, cuando llegan las lluvias, en cambio, bajan caudalosos. Dios es esa lluvia que transforma nuestras vidas.

Otra imagen del salmo nos recuerda aquel evangelio del sembrador. Dice el salmista: “al ir, iba llorando, llevando la semilla”. Sembrar es trabajo duro e incierto. ¿Crecerá una buena cosecha? Esto mismo podemos preguntarnos nosotros, los cristianos de hoy, cuando nos afanamos en nuestras tareas pastorales, colaborando en parroquias o movimientos. ¿Dará fruto todo nuestro esfuerzo? Tal vez el panorama que vemos nos desanime y nos haga llorar. Pero pongamos todo nuestro afán, nuestro trabajo, nuestros anhelos, en manos de Dios. El labrador hace su trabajo, pero el cielo también hace su parte. Es Dios quien, finalmente, hará florecer nuestros esfuerzos. Y entonces, llegará el día en que alguien, quizás no la misma persona que sembró, recogerá las espigas con alborozo.

La persona que reconoce todo cuanto hace Dios en su vida se ve colmada de gratitud. Y del agradecimiento brota la alegría. Podríamos decir que una persona alegre es una persona agradecida. Se sabe pequeña y limitada, y sabe reconocer las cosas grandes que Dios ha hecho por ella. Por eso, se siente pobre y rica a la vez. Pobre en sus propias fuerzas; rica en dones recibidos. Esta humildad, lejos de encogerla y de oprimirla, ensancha el corazón, ilumina el rostro y abre la boca para entonar una alabanza.

La piedra desechada