22 de junio de 2011

Te sacia con flor de harina

Salmo 147
Glorifica al Señor, Jerusalén.
Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión: que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.
Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz.
Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos.

En esta fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, recordamos que Jesús, Dios hecho hombre, se nos hace también pan. Él es la flor de harina que alimenta nuestra hambre de infinito y su palabra nos refuerza cada día.
La fe hebrea siempre se ha dirigido a un Dios cuyo rostro se vuelve hacia la humanidad. Un Dios que dialoga, que pide, que escucha, que actúa en favor de sus criaturas. Un Dios, en definitiva, que interviene, por amor, en los asuntos humanos. No es indiferente a cuanto sucede en el mundo.
¿Y de qué manera interviene Dios en la historia de la humanidad? El salmo lo expresa claramente.
Dice que Dios  “ha reforzado los cerrojos de tus puertas”, es decir, protege y defiende a quienes lo aman. 
Continua el salmo: “ha bendecido a tus hijos…” Bendecir es una constante en Dios. Colma nuestros deseos, llena nuestra vida. Los versos siguientes hablan de esta abundancia: “Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina”. Dios es quien da la ansiada paz y quien nos proporciona cuanto necesitamos para vivir. No sólo lo justo, sino lo mejor de lo mejor: “flor de harina”. Lo más delicioso, lo más deseable, eso nos tiene reservado a quienes nos abrimos a su don.
Pero Dios no se limita a ayudar, proteger y conceder prosperidad. Hace algo aún más grande, porque con esto se pone a nuestra altura y nos eleva a la suya: Dios se comunica, habla con nosotros, nos transmite su palabra. “Él envía su mensaje a la tierra”.
Con este verso, el salmo anticipa el evangelio de Juan, con ese prólogo hermoso y profundo que nos habla del Dios que adopta un rostro y un cuerpo humano y viene a habitar entre nosotros.

9 de junio de 2011

Envía tu Espíritu, Señor...

Salmo 103
Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza  y majestad, la luz te envuelve como un manto.
Cuántas son tus obras, Señor; y todas las hiciste con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas.
Todas ellas aguardan a que les eches comida a su tiempo; se la echas, y la atrapan; abres tu mano y se sacian de bienes.
Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.

En esta fiesta de Pentecostés, la fiesta del fuego y el aliento de Dios, el salmo 103 nos recrea con versos exultantes. Si dicen que del asombro ante el mundo nació la filosofía, es muy posible que también de la admiración brotara ese impulso íntimo del alma humana que llamamos sentimiento religioso, fe, o espiritualidad.
El salmo habla de tres rasgos que definen a Dios, a quien no vemos y que el pueblo hebreo describió de diversas formas. Pero sí se puede percibir su presencia en estas características.
La primera es la belleza. El grandioso espectáculo del mundo natural habla de Dios. La luz lo envuelve; no solo la luz del sol y las estrellas, sino también la lucidez interior, esa claridad de mente y espíritu que permite adivinar su presencia.
La segunda es la sabiduría. El Génesis remarca, ante cada gesto creador, que Dios hace bien todas las cosas. El universo se rige por unas leyes, el mundo se nos hace inteligible y hermoso como una sinfonía bien orquestada.
La tercera, es la capacidad de Dios de dar vida y mantenerla. Infundir el soplo de vida es propio de Dios, y alimentar a sus criaturas con generosidad también forma parte de su manera de ser. En la naturaleza, toda criatura encuentra su camino y su sustento. Ojalá en las sociedades humanas, con tantos medios y conocimiento como tenemos, supiéramos seguir esa ley natural que nos llama a la armonía, a la mesura y al reparto de bienes para que a nadie le falte nada, no sólo lo necesario, sino la abundancia justa para poder disfrutar de la vida. Dios no sólo quiere que sobrevivamos; quiere que nos saciemos y vivamos gozosamente.
Dios es vida, y vida en plenitud, como nos recuerda san Juan en su evangelio. Su aliento sostiene nuestra existencia. Y aún más. Muchos estamos hambrientos de esa vida hermosa y plena, que nos saque de una existencia anodina y gris. El Espíritu Santo, cuya fiesta hoy celebramos, es fuerza y es gozo, fuego que arde en nosotros a poco que le dejemos penetrar en nuestro corazón. No sólo nos hará vivir, sino renacer a una vida que sobrepasa la dimensión terrena: la vida del amor de Dios, la vida infinita, la vida que los evangelistas han llamado eterna. Por eso el salmo de hoy es también súplica y llamada: ¡Envía tu Espíritu, Señor! Y haz renacer la faz de nuestro mundo interior, para que vivamos de verdad y podamos llevar tu vida a otros sedientos que la esperan.

4 de junio de 2011

Dios asciende...

Salmo 46
Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.
Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo; tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

El salmo de hoy acompaña las lecturas de la Ascensión de Jesús como una sinfonía triunfal y exultante. Es un salmo con tintes épicos, teñido también de gozo. Sus versos desprenden luz y alegría: la exaltación de ánimo de aquel que “ve”, reconoce y aclama la grandeza de Dios.
Qué fácil es admirarse ante la belleza del mundo, ante la grandiosidad de un paisaje o ante las maravillas del universo. Para muchos, agnósticos o escépticos, todo es fruto del azar. La realidad puede ser hermosa o terrible, pero siempre es desconcertante y desborda la capacidad de comprensión. Los interrogantes no hallan respuesta. Ante la falta de una explicación que dé sentido a todo cuanto existe, el corazón enmudece.
Pero quien sabe ver detrás de toda esta belleza la mano de un Dios Creador, prorrumpe en exclamaciones como las de este salmo. La música es el mejor vehículo para transmitir lo que parece inefable: “batid palmas, tocad, tocad para nuestro rey”. La admiración y la alabanza impulsan la creatividad humana. El hombre se anima a imitar a Dios entonando un cántico, plasmando una imagen, modelando una  escultura o danzando con su cuerpo. Toda manifestación de arte, en cierto modo, es un destello de la divinidad que alienta en cada ser humano.
Aún hay más. El salmo llama a Dios “rey”. El pueblo judío vivió muchos años sin monarquía, y sus profetas —Samuel— se resistieron a vivir bajo el yugo de un rey. En su fe, únicamente Dios merece el título y el honor de un soberano. Así ha sido también para los santos, que no han postrado su rodilla ante ningún poder temporal, solo ante Dios. Esta convicción tiene consecuencias profundas. Adorar solo a Dios, que es amor y que desea nuestra plenitud, significa liberarse de muchos temores, condicionantes y “respetos humanos”, que a menudo nos esclavizan y empequeñecen nuestro espíritu. Las monarquías y los poderes terrenales suelen someter a las personas; debemos “amoldarnos” para encajar en una sociedad y ser aceptados y aplaudidos. O bien hemos de someternos a sus leyes, más o menos justas, porque así lo han decretado quienes detentan el poder. Quizás para algunos, que adoptan el pensamiento freudiano, “matar a Dios” significa la liberación del hombre. Tal vez se han forjado una imagen muy errada de Dios, u olvidan que cuando Dios es apartado del mundo y el ser humano ocupa su lugar comienza una esclavitud terrible y a menudo arbitraria.  El gran tirano del hombre es el mismo hombre. En cambio, cuando Dios es rey, el hombre alcanza su libertad.