31 de marzo de 2012

Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Salmo 21
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere.»
Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.
Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.
Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel.

Pocos salmos hay tan dramáticos como este, que expresa con vivas imágenes la angustia del hombre que se siente acosado. Fueron estos los versos que Jesús, en su agonía, pronunció clavado en la cruz.
El salmo refleja sentimientos que todos podemos reconocer: la soledad y el abandono frente al mal y el peligro. Conocemos el asedio de los enemigos, que a veces son personas, pero otras veces son calamidades y circunstancias que se nos vienen encima y nos abruman con su peso. Hemos experimentado el dolor íntimo y lacerante, que puede ser físico, por alguna enfermedad, o moral: la sensación de vivir descarnados —“puedo contar mis huesos”—. Este dolor moral se puede ver agravado por la actitud de quienes nos rodean: la burla, el escarnio, la indiferencia, o el expolio. ¿Nos hemos sentido alguna vez despojados, depredados, blanco de mofas y de desprecio?
Es en estos momentos de la vida cuando la fe, incluso la fe de los que nos decimos creyentes, se tambalea y nos preguntamos el por qué de tanto mal. ¿Qué sentido tiene todo? Si Dios existe, ¿por qué calla? ¿Por qué no actúa? Confiamos en él, ¿por qué permite que nos suceda todo esto?
Y, sin embargo, después de desahogar su dolor, vemos cómo el salmista da un giro radical en los últimos versos: “Contaré tu fama a mis hermanos”, “Te alabaré”. El que antes se lamentaba, ahora alaba a Dios. Y no sólo esto, sino que invita a los demás a hacer lo mismo. “Glorificadlo, temedlo…” Esta es una auténtica proclamación de fe. Porque la fe es auténtica cuando cree sin tener evidencia alguna, o contra toda evidencia. Es en medio de las tormentas cuando la fe brilla más, porque es justamente una bandera de esperanza contra toda esperanza.
Este salmo es una invitación a no dejarnos derrotar por el mal ni por las dificultades. Es un grito que nos exhorta a no rendirnos, a no sucumbir. No solo ante el dolor, sino ante el desánimo. Es tan fácil caer en posturas cínicas o nihilistas, pensar que Dios no existe y que nada tiene sentido… La actitud valerosa es ir a contracorriente, no dejarnos arrastrar por la tristeza, por el victimismo, por la desidia espiritual. Jesús, en la cruz, se confía a las manos de Dios Padre. Tras el grito de dolor, ¡tan humano!, hay un abandono confiado en Aquel que sabemos que nos ama. Que sufre con nosotros. Que muere con nosotros. Esta es la imagen de Jesús clavado en cruz: la de un Dios paciente y cercano que comparte con nosotros la máxima fragilidad, el máximo dolor, el máximo límite: la muerte.
Pero, como sugieren las últimas palabras del salmo, Dios responderá a nuestra fe y dará un giro a nuestra existencia. La muerte no es el fin definitivo.

24 de marzo de 2012

Crea en mí un corazón puro

Salmo 50
Oh Dios, crea en mí un corazón puro
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti.
Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias.

Hablar de pecado hoy está mal visto. Las filosofías ateas lo presentan como un invento moral para reprimir nuestros impulsos más genuinos y controlar nuestras mentes. Sin embargo, el sentimiento de culpa, de haber obrado mal, existe. Y permanece, por mucho que se niegue el valor de la moral cristiana.
Toda persona, además de cuerpo y mente, tiene lo que llamamos conciencia. Ella nos da el sentido del bien y del mal, común a todas las culturas del mundo. Entre una y otra civilización puede haber valores y criterios diferentes. Pero hay ciertos aspectos en los que todas las culturas y religiones coinciden y están de acuerdo. El bien existe, y el mal también. Pecado es toda actitud deliberada que daña al hombre y sus relaciones, ya sea con los demás, consigo mismo, con el mundo y con Dios. El pecado, fruto perverso de la libertad, hiere la humanidad y mutila el alma. ¿Es innata la conciencia? Si no se desarrolla, queda latente en la persona y es entonces cuando decimos que alguien no tiene escrúpulos. Pero si se educa y se cultiva, con respeto, esta conciencia es la que nos permite andar por la vida con unos principios éticos, favoreciendo una convivencia armoniosa y madurando nuestra humanidad.
David compuso este salmo en un momento de dolor, cuando fue consciente del mal que había causado seduciendo a la mujer de Urías y enviando a éste a morir, al frente de sus tropas. Pasada la ofuscación del deseo, David comprendió el alcance de su pecado y lloró amargamente. Los versos del salmo son palabras de un hombre contrito y apenado, abrumado por el peso de la culpa. En ellos vemos un anhelo de luz, de limpieza interior, de perdón.
¿Cuál es la mejor penitencia? El salmista afirma que el mejor sacrificio es ese “espíritu quebrantado”, ese corazón humilde que se reconoce pecador y se abre a la misericordia. Dios nunca lo desprecia. Al contrario, lo recoge del barro y, con su amor, lo limpia.
El perdón va asociado con la idea de pureza interior. El perdón es también liberación, hacer borrón y cuenta nueva, ¡y nadie como Dios para olvidar y animarnos a empezar de nuevo! El perdón es también fuerza espiritual. David pide un espíritu firme, santo, renovado. El pecado muchas veces es consecuencia de un alma débil, frágil y víctima de mil tentaciones. Por eso, en la oración, bueno es pedir a Dios que nos dé vigor espiritual para vencerlas. En esta Cuaresma, leer su palabra es alimento que nos puede ayudar en esta lucha.
Finalmente, el perdón trae alegría. "Devuélveme la alegría de tu salvación", dice David. Saberse amado y perdonado por Dios no sólo nos sana por dentro, sino que nos llena de alborozo. Tanto, que nos impulsa a elevar un cántico de alabanza. De la pena por la culpa, los versos del salmo nos llevan a la alegría del perdón y la reconciliación con el Amor que nos sostiene siempre.

10 de marzo de 2012

Señor, tú tienes palabras de vida eterna

Salmo 18
Señor, tú tienes palabras de vida eterna.
La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.
Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.
Más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila.

Cuando oímos hablar de leyes y normas, en seguida nos viene a la mente la idea de restricción, de coacción, incluso de pérdida de libertad. En cambio, en este salmo leemos que la ley del Señor produce en sus fieles un efecto totalmente contrario a la represión.
Es una ley que proporciona alivio y paz: “descanso del alma”. Es educativa: “instruye al ignorante”. Causa alegría al corazón, otorga clarividencia y sabiduría. No es como tantas leyes humanas, que sirven para controlar a las gentes, a veces necesariamente pero otras veces de forma injusta, por muy legales que sean.
La ley de Dios tiene otras cualidades. Las leyes humanas cambian y lo que antes era ley hoy incluso puede ser un crimen, pero la ley divina es perfecta e inmutable. Así lo reza el salmo: es eternamente estable. ¿Por qué? Porque es pura, perfecta y verdadera. Porque no procede de la voluntad humana ni de sus intereses, sino del amor de Dios.
La ley de Dios, en realidad, es la ley del amor, como Jesús enseñó. Y el amor, efectivamente, tiene sus mandatos y opera un efecto en quienes se rigen por él. No hay que entender la palabra “mandato” como una obligación impuesta; Dios quiere nuestra fidelidad, y no es posible ser fiel sin ser libre. El mandato significa una necesidad prioritaria, un imperativo básico, de la misma manera que para sobrevivir son imperativos respirar, comer y descansar lo suficiente.
¿Qué consecuencias tiene seguir esta ley? El autor de estos versos lo sabía muy bien. Seguir la ley del Señor otorga serenidad, alegría y sabiduría. Es una ley que nos libera de las peores opresiones: nuestro orgullo, nuestros prejuicios, nuestro egocentrismo, nuestros miedos. Es una ley que nos hace humildes e intrépidos a la vez, porque el amor no conoce temor ni se endiosa. Esta ley nos ayuda a vivir con plenitud.

Piedad, oh Dios, hemos pecado