28 de marzo de 2014

El Señor es mi pastor

Salmo 22

El Señor es mi pastor, nada me falta.

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas, repara mis fuerzas.

Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan.

Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.


Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares. Es, quizás, el más recitado y cantado de todos. Lo solemos escuchar en funerales, pero también en ocasiones más alegres y festivas. Es una oración de confianza total en Dios.

El salmo toma imágenes del antiguo testamento propias de los reyes, y las asocia a Dios. Así, en Israel un rey era considerado pastor del pueblo, guía y protector. El rey era ungido. La vara y el cayado son a la vez símbolo de realeza y de defensa, de protección.

Nos fortalece saber que Dios está ahí, cercano, como presencia amorosa que vela por nosotros. Sin embargo, buena parte de nuestra sociedad moderna, descreída, ha visto en esta fe un consuelo para mentes simples, o una invención para sentirse amparado por una seguridad ficticia. Además, la idea de que alguien nos “pastoree” es rechazada. El hombre maduro debe ser libre y autónomo, nadie tiene por qué guiarlo a ningún sitio: él mismo es su propio guía y director.

Sólo quien se deja guiar y confía en Aquel que le ama sabe cuán ciertas son las palabras del salmo. También hay que tener valor para confiar. Y confiar en Dios supone confiar en las personas que pone en tu camino, aquellas que sin interés alguno solo desean tu bien.


A veces los caminos de Dios parecen arriesgados; no son rectas fáciles que atraviesan llanuras, sino veredas que ascienden montañas escarpadas. La vida, para quien quiere vivirla con autenticidad, no es siempre un mar plácido. Pero cuando se escucha y se cuenta con Dios, todo se puede superar. Con él, somos capaces de todo. “Todo lo puedo en Aquel en quien confío”, decía San Pablo. Y no sólo nos hacemos fuertes, sino que Dios, que nos ama, nos guía hacia lo que verdaderamente nos hace crecer, desplegar nuestro potencial, hacia lo que nos hace felices. A veces hemos de reconocer que él sabe mejor a dónde llevarnos. ¡Tan sólo necesitamos fiarnos!

21 de marzo de 2014

No endurezcáis el corazón

Salmo 94

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis el corazón.

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos.

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.

Ojalá escuchéis su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”.

Qué fácil es creer en Dios cuando las cosas van bien, cuando la vida nos sonríe y todo parece marchar sobre ruedas. En cambio, cuando nos abruman los problemas y nos sentimos acosados por todas partes, la fe flaquea y es entonces cuando clamamos: ¿Dónde está Dios?

Este clamor es lo que el salmo llama poner a prueba a Dios. Parece que bajo el nubarrón de las dificultades olvidamos rápidamente que por encima luce siempre el sol; que una tempestad no puede borrar cientos de días de luz; que un bache no es todo el camino. Muchos dicen que Dios nos pone a prueba, como si fuera un amo autoritario que quiere castigar o jugar con la capacidad de resistencia de sus criaturas. ¡Qué lejos del Dios de Jesús, del Dios misericordioso que el Evangelio nos va desvelando!

La dureza del corazón va a menudo acompañada de la estrechez de mente. Si pusiéramos en una balanza lo que Dios nos da a un lado y las dificultades que sufrimos al otro, nos daríamos cuenta de que el fiel siempre se inclina del lado de Dios. Solamente la vida, el don de existir, pesa muchísimo más que todo el resto. Poder respirar, hablar, moverse; poder amar a alguien, poder recibir afecto, estos dones son tan inmensos que no deberíamos dejar que los golpes de la vida nos hicieran olvidarlos o incluso despreciarlos. Lo mejor que tenemos lo hemos recibido gratis, sin merecerlo. Quizás por eso, porque estamos tan acostumbrados, ya no sabemos valorarlo. Hemos dejado de asombrarnos ante el milagro de estar vivos y despertarnos cada mañana. El universo creado ha dejado de maravillarnos. La otra persona, la que tengo ahí, cerca, ha dejado de conmoverme. Ahí está la dureza de corazón, que se enquista y se pertrecha en la rutina y el hastío.


Por eso el salmista clama: ¡No endurezcáis vuestro corazón! El corazón tierno es siempre joven, vibra y se admira. Sabe leer en los acontecimientos de la historia y sabe descubrir, detrás de cada día, la mano amorosa del Dios-Roca que nos sostiene y nos salva. El corazón vivo palpita y se desborda en alabanzas.

14 de marzo de 2014

Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros

Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22

Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
Que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.


Este domingo nos encontramos con otro salmo de súplica esperanzada. Al tiempo que rogamos a Dios que tenga misericordia, cantamos las bondades que disfrutan aquellos que confían en el Señor: sus vidas serán libradas de la muerte, serán reanimados en tiempos de hambre; Dios será su auxilio y su escudo.

Podemos leer literalmente el salmo y reconocer que, realmente, Dios cuida de nosotros, nos protege y no deja que nunca nos falte lo más necesario. Pero además de defendernos de todo mal, como rezamos en el Padrenuestro, Dios nos da algo más.

Nos da la vida, y no una vida cualquiera, sino una vida eterna, que ya en la tierra comienza a ser plena e intensa, llena de sentido.

Sacia nuestra hambre, no de comida, sino de infinito, de amor sin límites, de aquello que nada humano puede satisfacer. Dios es el único que puede cubrir ese abismo sediento que es nuestra alma.

Cuando flaqueamos, abrumados por dificultades materiales o por problemas que afectan nuestro estado anímico, él también nos reconforta. No hay mejor psiquiatra que Dios, que nos cura con su amor y nos da la paz de su regazo.

Y con esta imagen el salmista concluye: Dios es nuestro auxilio y nuestro escudo. Agarrándonos a él, no nos hundiremos, y nadie podrá hacernos daño. Al menos, no podrá matar lo más valioso que tenemos: nuestro espíritu y nuestra libertad, confiadas en Sus manos.


Esta frase tan recurrente en los salmos también deberíamos meditarla: «la misericordia del Señor llena toda la tierra». Esto quiere decir que nunca confiaremos lo bastante en Él: siempre nos da más. Su amor es inagotable, no se acaba, no se cansa, no se restringe. Jamás nos faltará, si se lo pedimos. Misericordia es una palabra latina que traduce una expresión hebrea muy tierna: se refiere al amor entrañable que siente una madre contemplando a sus retoños. Significa que el corazón de Dios se conmueve: nada de lo que nos sucede le es indiferente. ¡Hablémosle con sinceridad!

7 de marzo de 2014

Misericordia, Señor, hemos pecado

Salmo 50
Misericordia, Señor, hemos pecado.

Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado; contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza.


Hablar de pecado hoy está mal visto. Las filosofías ateas lo presentan como un invento moral para reprimir nuestros impulsos más genuinos y controlar nuestras mentes. Sin embargo, el sentimiento de culpa, de haber obrado mal, existe. Y permanece por mucho que se niegue el valor de la moral cristiana.

Toda persona, además de cuerpo y mente, tiene lo que llamamos conciencia. Es el sentido del bien y del mal, común a todas las culturas del mundo. Entre una y otra civilización puede haber valores y criterios diferentes. Pero hay ciertos aspectos en los que todas las culturas y religiones coinciden y están de acuerdo. El bien existe, y el mal también. Pecado es toda actitud deliberada que daña al hombre y sus relaciones, ya sea con los demás, consigo mismo, con el mundo y con Dios. El pecado, fruto perverso de la libertad, hiere la humanidad y mutila el alma. ¿Es innata la conciencia? Si no se desarrolla, queda latente en la persona y es entonces cuando decimos que alguien no tiene escrúpulos. Pero si se educa y se cultiva, con respeto, esta conciencia es la que nos permite andar por la vida con unos principios éticos, favoreciendo una convivencia armoniosa y madurando nuestra humanidad.

David compuso este salmo en un momento de dolor, cuando fue consciente del mal que había causado poseyendo a la mujer de Urías y enviando a éste a morir, al frente de sus tropas. Pasada la ofuscación del deseo, David comprendió el alcance de su pecado y lloró amargamente. Los versos del salmo son palabras de un hombre contrito y apenado, abrumado por el peso de la culpa. Y en ellos vemos un sincero anhelo de luz, de limpieza interior, de perdón.

Notemos que la Biblia identifica con frecuencia el perdón con la salvación. También actuaba así Jesús cuando curaba a los enfermos. El perdón es liberación, es hacer borrón y cuenta nueva, ¡y nadie como Dios para olvidar y animarnos a empezar de nuevo! El perdón es también fuerza espiritual. Vemos que David pide un espíritu firme, santo, renovado. El pecado muchas veces es consecuencia de un alma débil, frágil y víctima de mil tentaciones. Por eso, en la oración, bueno es pedir a Dios que nos dé vigor espiritual para vencerlas. En esta Cuaresma, leer su palabra es alimento que nos puede ayudar en esta lucha.


Finalmente, el perdón trae alegría. "Devuélveme la alegría de tu salvación", dice David. Saberse amado y perdonado por Dios no sólo nos sana por dentro, sino que nos llena de alborozo. Tanto, que nos impulsa a elevar un cántico de alabanza. De la pena por la culpa, los versos del salmo nos llevan a la alegría del perdón y la reconciliación con el Amor que nos sostiene siempre.

La piedra desechada