20 de marzo de 2010

El Señor ha estado grande con nosotros

Salmo 125
El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.»

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.

No debe ser en vano que la liturgia contempla la lectura de este salmo en más de una ocasión. Lo leemos durante el tiempo ordinario, como cántico agradecido por los dones de Dios. Lo volvemos a leer en tiempos de Adviento, como himno de espera regocijada. Y de nuevo lo cantamos ahora, en Cuaresma, cuando nuestra espera es aún más gozosa, si cabe. En Adviento esperábamos el nacimiento, el Dios hecho hombre que venía a acampar entre nosotros. En Cuaresma esperamos la Pascua: el Hijo de Dios resucitado que nos abre las puertas del cielo.

Son los dos momentos cumbre en esta larga historia de amor entre Dios y la humanidad: el tiempo en que Él desciende a la tierra y los días en que desciende más aún, hasta la muerte, y vuelve a ascender en la resurrección. En ambos momentos, la humanidad es elevada, dignificada y empapada del amor divino.

Los salmos, aún escritos en el Antiguo Testamento, ya nos hablan de esta humanidad transformada por el amor y la misericordia. De la misma manera que el agua hace fértil la tierra y la cosecha compensa con creces los esfuerzos del labrado y la siembra, también la generosidad de Dios premia a aquellos que confían en Él. Como dice el salmo 31, “Quien confía en el Señor jamás será confundido”.

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