4 de junio de 2010

Tú eres un sacerdote para siempre

Salmo 109
El Eterno le dijo a mi señor: “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies”.
Enviará el Eterno desde Sión la vara de tu poder: “Gobierna en medio de tus enemigos”.

Tu pueblo se ofrece voluntariamente en el día de tu poder, en adornos de santidad, desde el seno del alba.
Tuyo es el rocío de tu juventud. El Eterno ha jurado y no se arrepentirá: “Tú eres un sacerdote para siempre, como lo fue Melquisedec”.


El tono épico y hasta beligerante de este salmo nos puede sorprender. ¿Cómo leerlo hoy? ¿Qué sentido espiritual podemos encontrar en esas frases, más propias de un cantar de gesta que de una plegaria íntima? Cuando David escribió los salmos, sabía bien quiénes eran sus enemigos; las guerras y victorias a las que alude eran muy reales. Pero un himno contenido en un libro sagrado va mucho más allá que la historia que relatan sus versos.

¿Quiénes son, hoy, nuestros enemigos? ¿Qué batallas hemos de luchar? ¿Dónde y a quién hemos de gobernar? ¿Qué significa esa frase: “tú eres un sacerdote para siempre…”?

Si trasladamos el sentido más hondo del salmo a nuestra realidad de hoy, seguramente encontraremos respuestas y una analogía muy profunda.

Nuestro gran enemigo, siempre, ha sido el mal. El mal que se traduce, muchas veces, en la tentación de abandonar, en el cansancio, en la desesperanza; quizás en la desidia o en la indiferencia ante los problemas ajenos; o en el resentimiento, en las envidias o las iras incubadas y mal reprimidas; en la pereza mortal o en el egoísmo que nos enroca y nos hiela por dentro. Vencer a todos estos enemigos del alma supone una gran batalla interior. Una batalla que estamos llamados a vencer.

Siéntate a mi diestra”, nos dice Dios. Sentaos a mi lado, refugiaros junto a mí. Amparaos en mi fuerza, bebed de mi amor. Nosotros somos soldados muy débiles y cobardes ante las batallas del alma que se nos presentan. Pero, con Dios, lo tenemos todo. La victoria es nuestra si luchamos a su lado. Él nos dará el poder de gobernar nuestras tentaciones y flaquezas, de dominarlas y transformarlas en virtud. Él nos otorgará la fuerza para vencer el egoísmo y para remontar el abismo de la tristeza y la falta de entusiasmo. Él nos dará la sabiduría, la paciencia, el valor, la constancia. Nosotros sólo tenemos que poner una cosa: nuestro corazón, a todas, abierto y decidido, en sus manos.

Y en manos de Dios nos sentiremos rejuvenecer. “Tuyo es el rocío de tu juventud”. Sí: el que se atreve a combatir el mal contando con Dios crece y mantiene su alma siempre joven, siempre tierna, siempre abierta a la luz.

Y Él le hará “sacerdote”. ¿A qué se refiere? A ese sacerdocio de Cristo que compartimos todos los cristianos bautizados, por el hecho de formar parte de su cuerpo místico, la Iglesia. No el del orden sacerdotal, sino el sacerdocio común de todos aquellos que nos sabemos amados, bendecidos y enviados por Dios a una misión en este mundo. San Pedro en su carta habla de los cristianos como “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa…” haciendo alusión al Éxodo: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”. Nuestro sacerdocio consiste en hacer de nuestra vida diaria una ofrenda.

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