7 de agosto de 2010

Dichoso el pueblo que el Señor escogió como heredad

Salmo 32

Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos.
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se escogió como heredad.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempos de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor; él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti.

El pueblo de Israel se forjó con una fuerte conciencia de comunidad amparada por Dios. La fe en su Señor fue el distintivo y la piedra angular de su identidad como nación, en medio de otros pueblos de la antigüedad. Y este Dios mira con especial amor a su pueblo escogido, “su heredad”. Saberse nación elegida dio una gran fuerza a la comunidad israelita.

Con Cristo, este pueblo escogido ya no se limita a las tribus de Israel. El pueblo escogido por Dios, en realidad, es toda la humanidad. Todo ser humano es hijo predilecto y amado, llamado a vivir en plenitud ante la presencia amorosa de su Creador. La misma fe de los judíos, su misma convicción de ser protegido y querido por Dios, es compartida por todos los creyentes.

Es fácil interpretar los escritos del Antiguo Testamento bajo un tinte nacionalista y político. También es fácil tachar estos versos de exclusivistas, de elitistas y soberbios. ¿Por qué Dios va a preferir a un pueblo sobre los otros? Pero si leemos la Biblia como lo que es: no como un mero libro de historia o un documento de identidad nacional, sino como un testimonio místico y espiritual, encontraremos un sentido mucho más hondo y vivo en sus frases. Y este salmo es más que una proclamación de pueblo elegido.

Es una plegaria agradecida del hombre que se siente salvado por Dios. Es una profesión de fe, una súplica y al mismo tiempo una alabanza. Hay en el salmo un doble movimiento, una reciprocidad: Dios protege a sus fieles; pero el hombre fiel también elige confiar en Dios. Solo quien ha conocido el hambre —física y moral— y quien ha padecido hasta el punto de sentirse impotente y pequeño puede dar ese paso: despojarse de prejuicios y falsas seguridades y ponerse en manos de Dios. Más tarde, podrá reír y elevar un cántico al experimentar la alegría de haber sido salvado.

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