15 de octubre de 2011

Aclamad la gloria y el poder del Señor

Salmo 95

Aclamad la gloria y el poder del Señor.

Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones.
Porque es grande el Señor, y muy digno en alabanza, más temible que todos los dioses, pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: «El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente.»

Las lecturas de este domingo nos llevan a una reflexión sobre la realeza, el poder y la grandeza humana y divina. En el evangelio, Jesús pronuncia esa frase rotunda, vigente en el paso del tiempo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
En este salmo se ve reflejada una honda convicción de los antiguos israelitas: el único rey, el único digno de alabanza, de gloria y adoración, es Dios. Él está por encima de reyes y de otros dioses —que son sólo “apariencia”—. Él es el único señor ante quien el hombre debe hincar su rodilla.
Muchos autores advierten una veta subversiva en el judaísmo, que se trasladó al cristianismo. Ambas religiones cuestionan el poder humano y su alcance, relativizan la autoridad de los reyes y los dirigentes terrenales y se remiten a un último poder: el de Dios.
En realidad, esto nos lleva a una visión realista y profunda de la condición humana: el salmista ataca la deificación, la apoteosis, el auto engrandecimiento de aquellos gobernantes y líderes que se divinizan a sí mismos y creen que el ser humano no tiene límites. 
Sin desatender nuestros deberes civiles, el salmo y el evangelio de hoy nos exhortan a no olvidar que, por encima de todo, está Dios. Y él “gobierna a los pueblos rectamente”. Desde la visión cristiana, podríamos decir que cuando las sociedades se rigen por la ley de Dios, que es el amor, entonces se pueden dar unas condiciones de justicia y de paz que favorecen el desarrollo de la persona. No se trata de que las instituciones religiosas interfieran en el gobierno, sino de que éste tenga en cuenta sus límites, respete la libertad sagrada de cada cual y fomente aquellos valores que contribuyen a la dignidad y a la plenitud de toda persona, sin distinción.

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