21 de septiembre de 2012

El Señor sostiene mi vida


Sal 53, 3‑4. 5. 6 y 8.

El Señor sostiene mi vida.
Oh Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras.
Porque unos insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios.
Pero Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno.

«El Señor sostiene mi vida.» En estas palabras descansa nuestra fe y una actitud vital y existencial de confianza, llena de sentido.

Dios en la Biblia es visto como Señor de la vida, siempre viviente, el «Dios de vivos, y no de muertos», como dice Jesús. Desde un punto de vista filosófico, Dios es el que es, la perfección del ser, porque siempre ha sido, es y será, más allá de las limitaciones del espacio y del tiempo. Dios es el Ser con mayúsculas.

Por eso nos sostiene a nosotros en la existencia. Somos, dicen algunos poetas, una llama de la gran hoguera que arde de vida y que da origen a todo cuanto existe. Somos un soplo del aliento de Dios, somos una gota de su mar, un eco de su voz creadora. Acercarnos a él y a su misterio es volver a nuestros orígenes, es alimentarnos de nuestras raíces y encontrarnos con lo más genuino de nuestro propio ser.

Por eso, cuando las dificultades y los peligros nos amenazan, necesitamos regresar a esa áncora, a esa raíz que nos sostiene y evita que caigamos en la desesperación. Es en tiempos de crisis, tanto personal como social, cuando necesitamos un tiempo para hacer silencio, reflexionar y orar. Aunque nuestra oración no sea más que una súplica: «Oh Dios, sálvame por tu nombre. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras».

Dios siempre escucha, no lo dudemos. Otra cosa es que sepamos oír su respuesta. A veces calla, a veces se toma un tiempo en responder, porque quizás necesitamos calmarnos y aprender a ver las cosas con más lucidez… Otras veces puede ser que nos responda, pero que nosotros no sepamos interpretar su lenguaje y sus señales.

El salmo reitera la expresión «tu nombre». El nombre de Dios, que aparece en el Decálogo y en el Padrenuestro, por citar dos lugares conocidos por todos, es algo más que un nombre. Explica el Papa en su libro sobre Jesús que nombrar a alguien significa que podemos dirigirnos a esa persona, podemos dialogar con ella, como un interlocutor. Podemos escucharla y amarla. «El nombre de Dios» nos remite a un Dios personal, un Dios cercano, amigo. No se trata de una energía cósmica o de un poder que podamos aplacar o dominar con ciertas artes o ensalmos. Dios siempre está más allá de nuestra dimensión limitada y temporal pero, al mismo tiempo, siempre está «más acá», en lo más íntimo de nosotros, sosteniendo nuestra vida, cuidándonos. Ni un solo cabello caerá, dice Jesús, sin que él lo sepa. Démosle gracias, con cariño, por su presencia amorosa.

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