Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su
rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu
salvación.
Que canten de alegría las naciones, porque riges
el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones
de la tierra.
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los
pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del
orbe.
En un mundo
hipercomunicado, como este en que vivimos, parece que una de las formas
preferidas de diálogo es la crítica, el comadreo y sacar a relucir las miserias
y “trapos sucios” de los demás. En las calles, en las comunidades vecinales y
parroquiales, entre amigos, en los platós de televisión… en todas partes reinan
los murmullos y las acusaciones. El mal-decir se ha convertido en un hábito
fuertemente arraigado.
Y el salmo de hoy,
justamente, nos habla de todo lo contrario. El salmo nos habla del bien-decir:
de la alabanza, la bendición. Y muy especialmente de la bendición de Dios.
Mal hablar de alguien
implica sospecha, desconfianza, incluso celos y odio. ¡Actitudes demasiado
frecuentes! En cambio, la bendición presupone un proceso interior de despertar
y agradecimiento. Podemos alabar algo o a alguien cuando somos conscientes de
su belleza y su bondad, del bien que nos proporciona, de la verdad que nos
transmite. Muchas veces nuestra alma está embotada y nuestra mente aturdida bajo
montañas de basura informativa y sentimientos mezquinos. Necesitamos hacer
limpieza interior. Bendecir nos puede ayudar. Quizás nos cueste “sentir” esa
gratitud, ese gozo que empujó al poeta a escribir salmos tan bellos. Pero las
mismas palabras de loanza, en nuestros labios, podrán operar un cambio en
nuestro corazón. Una bendición también puede limpiarnos el espíritu.
Y, ¡qué poco se bendice
hoy a Dios! Son tantas las personas que lo niegan, o lo desafían, lanzando
hacia él las culpas de las responsabilidades humanas… Cuántas veces los seres
humanos nos comportamos como niños inmaduros y no queremos asumir el peso de
nuestras decisiones. Nos aferramos a nuestros éxitos y sacudimos los fracasos
encima de los otros, o encima de Dios. El salmista nos recuerda que Dios es
justo y bueno, y que seguir su ley comporta salvación: es decir, paz y
concordia para los pueblos.
Por eso, recitemos
despacio y siendo muy conscientes los versos de este salmo, que nos habla de la
alegría y la belleza de Dios. Su amor se derrama sobre el mundo y palpita en
nuestra misma existencia. Vivamos estas palabras y convirtamos nuestra vida en
otro himno de alabanza.
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