Salmo 31
Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado.
¡Feliz el que está
absuelto de su culpa, a quien se le ha sepultado su pecado; dichoso el hombre a
quien el Señor no le apunta el delito.
Pero yo reconocí mi
pecado, no te escondí mi culpa, pensando: "Confesaré mis faltas al
Señor". ¡Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado!
Tú eres mi refugio, tú
me libras del peligro y me rodeas de cánticos de liberación.
¡Alegraos, justos, y
gozad con el Señor, aclamadlo los de corazón sincero!
Las lecturas de este domingo nos hablan de la bondad de Dios
y de la liberación inmensa que supone el perdón.
El perdón, solo en un plano psicológico, tiene una tremenda
fuerza sanadora. El perdón limpia, libera, deshace los nudos interiores, desata
la alegría y devuelve las ganas de vivir. Pero, para vivir una experiencia
verdaderamente liberadora y gozosa del perdón son necesarias al menos dos
cosas.
La primera es la conciencia de pecado. Hoy día se tiende a
eliminar todo trazo moral de nuestra cultura; por tanto, dicen muchos, no hay
pecado, sólo hay ignorancia. O bien: el pecado es una forma de atadura que nos
impone la Iglesia
para dominarnos. Quienes así hablan olvidan que la naturaleza humana es
consciente, es sensible y posee un sentido natural de lo moral, de lo que es
bueno, verdadero y bello. Y por eso una mente despierta en seguida sabe si ha
obrado bien o mal y siente el peso de la culpa cuando es responsable de algún
daño.
«Yo reconocí mi pecado, no escondí mi culpa», reza el salmo.
La persona que reconoce sus males, la que no tiene doblez, está ya en camino de
poder recibir el perdón y liberarse. El problema es cuando queremos tapar
nuestros fallos y pretendemos engañarnos a nosotros mismos y a los demás con excusas
o con máscaras de bondad y conveniencia. Tal vez podremos ocultar nuestros
pecados, pero nunca podremos liberarnos de la culpa, y ésta nos devorará por
dentro.
Y la segunda cosa es aceptar la bondad de quien nos perdona.
Quizás aún conservamos el miedo a un Dios severo y juez. Pero la Biblia nos recuerda una y
otra vez que Dios no es así. Nuestro Dios es compasivo, siempre tiene la mano
tendida para perdonar. Y a quien está sinceramente arrepentido jamás le tiene
en cuenta sus males y lo vuelve a amar. La imagen del padre del hijo pródigo es
su vivo retrato. Decía un gran teólogo que Dios es tremendamente olvidadizo. No
recuerda nuestros pecados para echárnoslos en cara. No conserva una memoria de
agravios, no los apunta en una lista. Para Él, lo que importa es el corazón
abierto, dispuesto a dar y recibir amor.
El salmo sigue desgranando en sus versos el gozo desbordante
de quien se siente perdonado. «Me rodeas de cánticos de liberación». Es
liberado quien se sabe y se siente amado. Es libre quien acepta el amor y
quiere amar. Y quien es amado exulta y se regocija. El arrepentimiento sincero
es el primer paso: el perdón es una fiesta.
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