13 de septiembre de 2014

No olvidéis las acciones del Señor

Salmo 77, 1-2. 34-35. 36-37. 38 (R.: cf. 7b)

R. No olvidéis las acciones del Señor.

Escucha, pueblo mío, mi enseñanza, inclina el oído a las palabras de mi boca: que voy a abrir mi boca a las sentencias, para que broten los enigmas del pasado. 

Cuando los hacía morir, lo buscaban, y madrugaban para volverse hacia Dios; se acordaban de que Dios era su roca, el Dios Altísimo su redentor. 

Lo adulaban con sus bocas, pero sus lenguas mentían: su corazón no era sincero con él, ni eran fieles a su alianza.

Él, en cambio, sentía lástima, perdonaba la culpa y no los destruía: una y otra vez reprimió su cólera, y no despertaba todo su furor. 


El Antiguo Testamento, a veces, nos da una imagen de Dios terrible y majestuoso, que provoca respeto y pavor. Pero otras veces nos revela el rostro de un Dios lleno de misericordia, maternal y entrañable, que ama sin condiciones y se conmueve ante sus hijos. Este Dios compasivo y tierno, el que Jesús también nos reveló, es el que asoma entre los versos de este salmo.

Por un lado, el salmo invita a escuchar, la gran actitud del santo, la primera y la esencial: escucha, pueblo mío, mi enseñanza. El hombre tiene necesidad de saber y en él se despiertan muchos interrogantes. Hallará respuestas si sabe hacer silencio y escuchar. Entonces los enigmas del pasado y del futuro, y también los de la vida presente, serán aclarados. El sentido de la vida se encuentra cuando se abandona el orgullo y el ruido interior y se adopta una actitud humilde, abierta, de atención y escucha.

El salmo también habla de los que claman al cielo con palabras vanas: lo adulaban con sus bocas, pero sus lenguas mentían. Los autores bíblicos no callan ante la hipocresía ni la falsedad. No basta creer y alabar a Dios de boquilla, la fidelidad se muestra en la intención, en el corazón y en las obras reales de las personas.

Frente a la falsedad y la hipocresía humana, el salmista contrasta la actitud de Dios. Él sabe que los hombres pecan, fallan, son infieles y mienten. Él conoce nuestras debilidades y nuestros errores. Podemos engañarnos a nosotros mismos y pensar que aún engañaremos a los demás. Pero a Dios no es posible engañarlo. Y, sin embargo, él siente lástima y perdona. No se encoleriza ni castiga, sino que espera, paciente, nuestra conversión. Perdonaba la culpa y no los destruía, dice el salmo.

Cuántas veces nosotros nos convertimos en jueces de los demás, los condenamos y, si pudiéramos, los destruiríamos, o los inhabilitaríamos del todo. Dios no es así. Dios ama a todos, todos somos criaturas amadas salidas de su seno y a todos nos espera con amor, deseando que nuestro corazón responda a tanto don.


Hoy, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, recordamos la muestra más palpable y tremenda de este amor divino. Dios no solo no condena; es condenado por los hombres y acepta su muerte injusta y cruel. Clavado en la cruz, Jesús podría lanzar una última maldición ante aquellos que lo matan. Y no: lo único que hace es perdonarlos. Con ese amor tan inmenso Jesús ha derrotado a los dos grandes enemigos del hombre: el mal y la muerte.

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