22 de agosto de 2015

El Señor redime a sus siervos

Salmo 33

Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.

Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria.

Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos.

Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará.

La maldad da muerte al malvado, y los que odian al justo serán castigados. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él.


Los versos de este salmo, que nos habla de la bondad de Dios, transmiten una idea de justicia que empapó la cultura de los antiguos hebreos y que llega hasta nosotros, los cristianos de hoy. Es la convicción de que el justo siempre termina siendo escuchado y recompensado, y el que obra mal acaba encontrando su ruina.

Sin embargo, vemos que en la historia de la humanidad y en nuestra vida esto no es siempre así. ¿Nos habla el salmo de una utopía irrealizable? ¿Son bellas palabras que solo sirven para consolarnos?

Vano sería el consuelo si, después de recitar esta oración, regresáramos a la vida real y encontráramos que todo cuanto hemos creído y cantado fuera mentira. Y las escrituras sagradas no son falsas, sino que esconden profundas verdades que, a veces, nos cuesta ver con nuestra mirada un tanto superficial y empañada.

Necesitamos tiempo, calma y silencio para mirar el mundo, las personas y a nosotros mismos con paz, con esa mirada limpia que nos hará sabios, porque penetraremos más allá de la superficie de las cosas y comprenderemos lo que quizás en el trajín diario nos cuesta entender.

Con esa mirada profunda nos daremos cuenta de que Dios siempre está ahí, a nuestro lado. Que jamás nos abandona porque, como afirman los teólogos, si Dios dejara un solo instante de mirarnos, desapareceríamos en la nada. Dios nos sostiene en la existencia, y no solo eso: nos mira como madre amorosa, dispuesta a ayudarnos y a llenarnos la vida de plenitud siempre que le permitamos actuar en nosotros. Para esto hace falta humildad, y es por eso que el salmo dice “que los humildes escuchen y se alegren”. Sin humildad jamás podremos sentir y creer que Dios nos ama y nos cuida, de tal manera que es imposible no estar alegres y agradecidos. “Él cuida de todos sus huesos”. Jesús dirá que hasta el menor de nuestros cabellos no cae sin que Él lo sepa. 

Sí, Dios está cerca de nosotros. Y aunque a veces parece que en este mundo el mal prevalece y los malhechores triunfan, en realidad no es así. Los hombres sangrientos y sus guerras jalonan nuestra historia, es cierto. Pero son los hombres de paz quienes han dejado una huella más honda.  La historia de la humanidad está cruzada de cicatrices muy dolorosas, pero sigue viva, sigue adelante, porque muchas personas han pasado haciendo el bien, amando, entregándose, a menudo silenciosamente, sin dejar nombres ni hazañas, pero tejiendo un tramo más de esta historia.

Y, finalmente, siempre, siempre, queda la misericordia de Dios. Cuando todo parece perdido, aún podemos refugiarnos en sus brazos. Unos brazos de madre, no de juez, que acogen y perdonan olvidando de la primera a la última de nuestras faltas: “El Señor redime a sus siervos; no será castigado quien se acoge a él”. 

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