Salmo 71
Que en sus días florezca la justicia, y
la paz abunde eternamente.
Dios mío, confía tu
juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con
justicia, a tus humildes con rectitud.
Que en sus días florezca
la justicia y la paz hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, del Gran
Río al confín de la tierra.
Él librará al pobre que
clama, al afligido que no tiene protector; él se apiadará del pobre y del
indigente, y salvará la vida de los pobres.
Que su nombre sea eterno,
y su fama dure como el sol; que él sea la bendición de todos los pueblos y lo
proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
Los salmos a menudo nos
presentan a Dios como defensor de los pobres y de los que sufren. Es esa imagen
del Dios padre y protector que fue creciendo en la mentalidad de los
israelitas, pueblo constantemente perseguido y sometido a la opresión de otros
imperios más poderosos. ¿Se trata de un simple consuelo? No faltan detractores
que tachan la fe cristiana de paliativo, de anestésico que sirve para soportar
los sufrimientos de quienes no son capaces de salir adelante por sí mismos.
Pero los versos del salmo
van más allá. Hablan de justicia, de rectitud, de paz, de libertad. Dios no es
un tirano que sojuzga a sus fieles: Dios viene a traer la liberación. Y la
justicia de Dios, recordemos siempre, no es juicio ni condena, sino abundancia
generosa, amor que se derrama sobre todos.
La concepción
judeocristiana de Dios como rey tiene sus consecuencias. El hombre que reconoce
sus límites y la grandeza de su Creador sabe que nadie mejor que Dios para
regir el mundo. El poder humano es arbitrario y, cuando se enorgullece, tiende
a esclavizar y a someter a los demás. En cambio, gobernar, administrar y
decidir contando con Dios lleva a la verdadera justicia, que jamás olvida ni
desatiende a nadie, que trae paz y abundancia para todos.
Por eso el Santo Padre
insiste con tanta fuerza en que no podemos prescindir de Dios. Ignorarle supone
endiosar al hombre y dejar el mundo en manos de sus caprichos megalómanos. El
abismo entre pobres y ricos, las guerras, el hambre y la desigualdad
escandalosa en el reparto de riquezas son algunas de las consecuencias de
barrer a Dios de nuestra vida pública. En cambio, tener a Dios presente y hacer
de su bondad y su piedad hacia los más pobres un criterio rector de todo cuanto
hacemos facilitaría unos gobiernos justos y responsables de las sociedades
humanas.
Muy oportuna esta oración en los momentos que vive la humanidad
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