17 de septiembre de 2020

Cerca está el Señor de los que le invocan

Salmo 144


Cerca está el Señor de los que le invocan.
Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás. Grande es el Señor, merece toda alabanza, es incalculable su grandeza.
El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.
El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de todos los que le invocan, de los que lo invocan sinceramente.


De nuevo los versos del salmo 144 nos recuerdan algo que muchas veces olvidamos. Y es que ese Dios en el que creemos, ese Dios grande, todopoderoso, inalcanzable en su misterio, es también un ser cercano.

Nuestro Dios no es una energía temible y grandiosa, una fuerza cósmica o una imagen ficticia para expresar lo inefable. Es eso y mucho más. Pero, al mismo tiempo, Dios es alguien. Alguien a quien podemos hablar. Incluso podemos discutir, quejarnos, pelearnos con él. Es alguien que, no lo dudemos, nos ama y está esperando, como un amante mendigo, nuestro amor.

Ese Dios inabarcable y a la vez próximo es nuestro Dios: el que nos reveló Jesús. Ya los antiguos hebreos intuían que la misericordia y la bondad eran más propias de él que la cólera y la arrogancia, atributos muy corrientes en los dioses de otras religiones.

El salmo repite e insiste en tres verbos, que marcan el diálogo del poeta con el Señor: invocar, bendecir, alabar. Llama a Dios porque necesita de su apoyo. Y cuando percibe su cercanía, lleno de paz y de alegría, prorrumpe en alabanzas y bendiciones.

Qué importante es cuidar las palabras que salen de nuestra boca. Los psicólogos y los estudiosos de la conducta humana nos dicen, y está demostrado, que lo que decimos modela nuestro pensamiento y, a la larga, también nuestra vida. ¿Cuántas palabras de alabanza, de bien-decir, salen de nuestros labios? ¿Qué clase de palabras dirigimos a Dios? ¿Perdemos demasiado tiempo en hablar mal, en criticar, o en maltratarnos a nosotros mismos y a los demás con nuestra lengua viperina? No nos extrañe, si es así, que nuestras vidas se arrastren entre la mediocridad, la frustración y el resentimiento. ¡Y estamos llamados a caminar, erguidos, con los pies en la tierra, pero con la vista puesta muy alto!

Aprendamos a usar palabras buenas: palabras de elogio, de benevolencia, de vida. Si nos cuesta, guardemos silencio y aprendamos a escuchar. Una buena manera es comenzar dirigiéndonos a Dios con el corazón sincero. Quizás, abrumados por nuestros problemas, nuestra primera plegaria sea quejumbrosa y amarga. Pero a medida que experimentemos su cercanía y nuestros ojos vayan viendo con mayor claridad —con la claridad del alma— nos percataremos de su enorme ternura y amor, de su escucha, de su presencia. Y, poco a poco, las bendiciones llenarán nuestra boca. Ojalá aprendamos a vivir una vida marcada por palabras de bendición y alabanza.  

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