7 de julio de 2018

Esperando misericordia

Salmo 122


R/. Nuestros ojos están en el Señor,
esperando su misericordia


A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.
Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores. R/.

Como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia. R/.

Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos. R/.



Este salmo de súplica es muy conocido. Lo hemos cantado, seguramente, muchas veces, y quizás hemos rezado con estas palabras: ¡Misericordia, Señor, misericordia! Cuando uno se siente abatido y abrumado por los problemas, cuando nos parece que ya no podemos más, gritamos al cielo. ¡Dios mío, ten compasión! ¡Ayúdanos!
Somos como el niño, llorando y aterido de frío, que corre a buscar el regazo cálido de su madre.
E igual que el niño, que necesita sentir la presencia materna cerca, cuando nos encontramos desamparados buscamos la mirada de Dios. Necesitamos sentirle cerca, necesitamos que nos mire. Necesitamos como el aire que respiramos su mirada amorosa, llena de compasión y comprensión. Una mirada que nos renueva y nos fortalece por dentro.
Quisiera centrarme ahora en la última estrofa. «Estamos saciados de desprecios… del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos». Todos hemos vivido algún momento, en nuestra vida, en que nos hemos sentido así. Nos duele el sarcasmo y la burla. Nos hiere el desprecio de quienes se sienten superiores a nosotros. Nos sentimos pisoteados, aplastados, reducidos a polvo cuando alguien nos atropella y nos falta al respeto. Cuando nos hace sentirnos poca cosa, o miserables. La moderna palabra ninguneados lo expresa muy bien. Para algunas personas, somos nadie.
Las heridas al yo son profundas. Porque nuestro yo, nuestra identidad, es el núcleo de nuestro ser. Y todos necesitamos sentirnos aceptados y respetados tal como somos, por ser así. Por desgracia, en nuestro mundo, muchas veces recibimos golpes. Comenzando por la familia, la escuela y nuestro entorno más cercano, y acabando en el mundo, en la sociedad, donde muchas personas ven ignorados o pisoteados sus derechos. Parados, desahuciados, sin techo, inmigrantes, refugiados, mujeres maltratadas o niños abandonados en su propio hogar… Todos ellos podrían entonar las palabras de este salmo. Quizás nosotros nos encontramos en alguna de estas situaciones.
El salmo nos invita a no desesperar. A mirar al cielo, aunque nos parezca desierto y vacío. A buscar la mirada de Dios. Él nos mira, no desde arriba. No desde su superioridad infinita, ni desde los cielos inabarcables. Él nos mira desde las profundidades, desde lo más hondo de nuestro ser. Él nos ve y nos sostiene, porque si no fuera por él, no existiríamos siquiera. En lo más oculto de nuestro corazón hay una fuerza inimaginable, una vida que viene de Dios. Y esa vida es amor puro, es aceptación, es misericordia, es gozo y es deseo de existir. Dentro de nosotros, en esa «morada», como diría santa Teresa, encontraremos la fuerza y la compasión que necesitamos. Y el empuje para salir adelante. Dentro de nosotros, en esa alma tan ignorada y desconocida que todos tenemos, encontraremos la mirada de Dios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La piedra desechada