Salmo 68
Mi oración sube hasta ti, Señor, en el momento
favorable:
respóndeme, Dios mío, por tu gran amor, sálvame, por tu fidelidad.
Respóndeme, Señor, por tu bondad y tu amor, por tu
gran compasión vuélvete a mí.
Yo soy un pobre desdichado, Dios mío, que tu ayuda
me proteja:
así alabaré con cantos el nombre de Dios, y proclamaré su grandeza dando
gracias.
Que lo vean los humildes y se alegren, que vivan
los que buscan al Señor:
porque el Señor escucha a los pobres y no desprecia a sus cautivos.
El Señor salvará a Sión y volverá a edificar las
ciudades de Judá.
El linaje de sus servidores la tendrá como herencia,
y los
que aman su nombre morarán en ella.
Somos pequeños y Dios es
grande. ¡Otra afirmación que va tan en contra de la filosofía imperante hoy en
el mundo! Con el pretexto de sacudirse de encima los yugos que imponían la Iglesia , la moral, la
religión, el hombre moderno se ha agigantado y ha derribado de su pedestal
algunos de los principios que sostenían la fe. Entre ellos, ese tan mal
entendido y peor explicado: el “temor de Dios”.
Afirman algunos teólogos
hoy que el temor de Dios no es pánico ante un Señor terrible y vengador, ni
sumisión servil ante un Dios autoritario. Quien teme así, es porque en el fondo
se siente esclavo, sometido, y también rebelde. Cuando pueda, intentará escapar
de esa dominación y alejarse. Su relación con Dios está basada en el miedo y
los intereses, y esto jamás podrá ser la relación de padre-hijo, el vínculo de
amor, libre y apasionado, que Dios desea establecer con nosotros.
El temor de Dios es
justamente lo contrario: es amarle tanto, que el único miedo es alejarse de él
y dejar que otros ídolos ocupen nuestro corazón. El temor de Dios es reconocer
su grandeza y también su amor, tal como es, infinito y desbordante, y dejarse
amar por él.
Para llegar a esta
actitud hace falta ser humilde. Humilde que no es otra cosa que reconocer lo
que uno es, con sus miserias y sus anhelos; con sus enormes potenciales y sus
dolorosos límites. El salmo canta que los humildes se alegrarán y revivirán.
Lejos de arrastrar una existencia gris y triste, su vida será plena y llena de
gozo. ¿Quién dijo que la humildad llevaba a la esclavitud y a una vida anodina?
La humildad lleva a la auténtica alegría. Y esto, que puede sonar a paradoja, a
contradicción, incluso a absurdo para nuestro mundo de hoy, es una verdad que
han vivido y transmitido miles de personas a lo largo de la historia.
Salmistas, profetas, santos celebrados en los altares y santos desconocidos;
santos de la vida ordinaria que han demostrado, con su existencia, que quien se
arrodilla ante Dios se levanta como ser humano, fortalecido, libre, valiente,
rebosante de vida y de un gozo interior que nada ni nadie puede apagar.
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