Salmo 39
Señor, date prisa
en socorrerme.
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó
y escuchó mi grito.
Me levantó de la fosa fatal, de la charca
fangosa; afianzó mis pies sobre roca, y aseguró mis pasos.
Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno
a nuestro Dios. Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos y confiaron en el
Señor.
Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se
cuida de mí; tú eres mi auxilio y mi liberación: Dios mío, no tardes.
Entre los salmos de
súplica, los versos que hoy leemos son muy apropiados para aquellas situaciones
en las que parece que todo se hunde a nuestro alrededor y no hay salida
posible. Muchas personas, hoy, viven terribles angustias debido al paro, a la
pobreza, a los problemas familiares, a la enfermedad o a la ruptura con un ser
querido.
Es en esos momentos,
cuando parece que nos hundimos en una “charca fangosa”, cuando necesitamos
elevar la mirada al cielo y gritar. Sí, gritar, rezar, clamar y llamar a Dios,
aunque parezca que no escucha. Jesús nos recordó: «pedid y se os dará, llamad y
se os abrirá». Dios no está sordo y escucha nuestra voz. El hecho de dirigirnos
a él ya es un primer paso de confianza.
Pero a veces Dios tarda
un poco en responder, o lo hace de manera inesperada, o por medio de personas y
situaciones que debemos leer entre líneas. Lo importante es no rendirse,
avanzar, aunque sea a oscuras, y seguir confiando. Pues esto es la fe, que
brilla más cuando más negro parece el horizonte. Si no creemos en estos
momentos, que es cuando más falta hace, ya no hablaríamos de fe, sino de
seguridades y certezas.
La fe siempre encuentra
respuesta. Es como la llave que abre, misteriosamente, las puertas del cielo.
Cuando se espera contra toda esperanza, cuando se confía ante el silencio de
Dios, este responde. Y, como dice el salmo, afianza nuestros pies y nos llena
de fuerza, hasta el punto que, un día, podremos comprender el porqué de tantas
pruebas y entonar un cántico de alabanza.
Dicen que Dios reserva
sus peores batallas para sus mejores guerreros. La Biblia afirma que, como un
buen padre, corrige y exige a sus hijos más amados. Pero nunca nos pedirá más
de lo que podamos hacer. Confiemos, somos hijos suyos, con él ¡podemos mucho!
Caminemos con la certeza de que, en la peor de las tormentas, nunca estamos
solos. Confiemos porque, como dijo Jesús: «Yo he vencido al mundo».
Este domingo, cuando
vayamos a comulgar, pensemos en sus palabras. Nunca nos dejará huérfanos: está
siempre con nosotros. Y lo tomamos, hecho pequeño pan, en la eucaristía. ¡Está
dentro de nosotros! Dejémonos alimentar y fortalecer por él.
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