18 de octubre de 2013

El auxilio me viene del Señor

Salmo 120

El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
Levanto mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá el auxilio?
El auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel.

El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.

El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas ahora y por siempre.


Cuando nos vemos envueltos en dificultades y problemas, cuando nos sentimos angustiados o vemos peligrar nuestra integridad, física o emocional, es cuando, muchas veces, nos acordamos de rezar.

Dios siempre está ahí, y es realmente un gran apoyo y consuelo. Qué lástima que lo olvidemos cuando las cosas van bien y, en cambio, nos acordemos de él cuando el miedo y el dolor nos acosan. Entonces creemos necesitarlo más que nunca y, si somos personas de fe, recurrimos a él, como reza el salmo: “levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá el auxilio?”

Ciertamente, cuando falta ayuda humana, o cuando todos nuestros esfuerzos fracasan, ya sólo nos queda mirar hacia lo alto y confiar en Dios.

Pero… ¿qué puede llegar a ser nuestra vida si siempre, cada día, en las alegrías o en las penas, confiamos en Dios?

Dios no es un guardián agobiante que nos asfixia con su presencia. Lejos de él cortar nuestras alas y nuestra iniciativa libre. Pero quien cuenta con Dios cada día, en sus empresas, en su trabajo, en su gozo, verá cómo su vida adquiere una profundidad, una belleza y un sentido muy especial.

Sí, Dios nos protege y nunca duerme. Siempre está cerca cuando le invocamos. En realidad, está dentro de nosotros, en lo más íntimo. Su aliento sostiene nuestra existencia entera. Afirman los teólogos que, si Dios dejara de amarnos un solo momento, dejaríamos de existir…

Si le llamamos con fe, siempre responde. Es hermoso levantarse cada mañana y pensar, recordando los versos del salmo, que Dios nos guarda a su sombra, nos acompaña cuando entramos y salimos, nos protege de todo mal. Especialmente del peor mal, el que pugna por anidar dentro nuestro, la tentación sibilina del egoísmo y el orgullo.


Llenémonos de Dios cada mañana: invoquémosle, llevémosle siempre presente, como compañero en todo momento. A Dios le necesitamos siempre, pues nuestra vida está en sus manos.

9 de octubre de 2013

El Señor revela su salvación

Salmo 97
El Señor revela a las naciones su salvación
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia, se acordó de su misericordia y su fidelidad a favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.



Hoy nos encontramos con este salmo que resuena con tonos épicos de himno triunfante. La forma del salmo expresa la grandeza de Dios, su belleza, su poder.
Pero hay un fondo que va más allá de la mera imagen del Dios victorioso, poderoso y favorecedor de un pueblo escogido.

¿Cuáles son las cualidades de este Dios? La misericordia y la fidelidad. No se habla de violencia, ni de poderío, ni de terror. Dios extiende su ley, que no es tiranía, sino amor entrañable —misericodia— y apoyo incansable y leal —fidelidad— al ser humano.

Dios no es nuestro enemigo, ni una fabulación para dominar las conciencias, como tantos pensadores han proclamado. Dios es nuestro mejor aliado, aquel que no sólo nos protege y nos cuida, sino que nos hace crecer y desplegar todas nuestras posibilidades. La justicia de Dios no consiste en condenar, separar y elegir, sino en perdonar y acoger a todos. La palabra salvación, en hebreo, es un concepto mucho más rico que el de mero rescate. Salvación significa salud, paz, prosperidad, felicidad, desarrollo. La salvación de Dios es la gloria y la plenitud del hombre.

Y, aunque este salmo sea un himno de Israel, ya en sus versos se atisba la universalidad de Dios. “Aclama al Señor, tierra entera”. No será un solo pueblo, ni una pequeña porción del planeta, la favorecida por Dios. Como nos recuerda el evangelio de hoy, la salvación es para todos. El amor de Dios llega hasta los confines de la tierra. Allá donde palpite un alma humana, Dios hará llegar la oferta generosa de su amor.

4 de octubre de 2013

No endurezcáis el corazón

Salmo 94

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis el corazón.
Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos.
Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”.

Qué fácil es creer en Dios cuando las cosas van bien, cuando la vida nos sonríe y todo parece marchar sobre ruedas. En cambio, cuando nos abruman los problemas y nos sentimos acosados por todas partes, la fe flaquea y es entonces cuando clamamos: ¿Dónde está Dios?

Este clamor es lo que el salmo llama “poner a prueba a Dios”. Parece que bajo el nubarrón de las dificultades olvidamos rápidamente que por encima luce siempre el sol; que una tempestad no puede borrar cientos de días de luz; que un bache no es todo el camino. Muchos dicen que “Dios nos pone a prueba”, como si fuera un amo autoritario que quiere castigar o jugar con la capacidad de resistencia de sus criaturas. ¡Qué lejos del Dios de Jesús, del Dios misericordioso que el Evangelio nos va desvelando!

La dureza del corazón va a menudo acompañada de la estrechez de mente. Si pusiéramos en una balanza lo que Dios nos da a un lado y las dificultades que sufrimos al otro, nos daríamos cuenta de que el fiel siempre se inclina del lado de Dios. Solamente la vida, el don de existir, pesa muchísimo más que todo el resto. Poder respirar, hablar, moverse; poder amar a alguien, poder recibir afecto, estos dones son tan inmensos que no deberíamos dejar que los golpes de la vida nos hicieran olvidarlos. O incluso despreciarlos. Lo mejor que tenemos lo hemos recibido gratis, sin merecerlo. Quizás por eso, porque estamos tan acostumbrados, ya no sabemos valorarlo. Hemos dejado de asombrarnos ante el milagro de estar vivos y despertarnos cada mañana. El universo creado ha dejado de maravillarnos. La otra persona, la que tengo ahí, cerca, ha dejado de conmovernos. Ahí está la dureza de corazón, que se enquista y se pertrecha en la rutina y el hastío.

Por eso el salmista clama: “No endurezcáis vuestro corazón”. El corazón tierno es siempre joven, vibra y se admira. Sabe leer en los acontecimientos de la historia y sabe descubrir, detrás de cada día, la mano amorosa del Dios – Roca que nos sostiene y nos salva. El corazón vivo palpita y se desborda en alabanzas.

28 de septiembre de 2013

El Señor da pan a los hambrientos

Salmo 145

Alaba, alma mía, al Señor.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Este cántico agradecido nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos. Y aborda un problema casi tan antiguo como la humanidad, desde que las sociedades se volvieron complejas: la pobreza.

Para muchos descreídos, estos versos no son más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El marxismo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la ilusión vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, “salva”.

¿De qué salva? En el fondo, todas estas esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. El hambre y la injusticia son consecuencias del egoísmo humano, a gran escala. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad de la egolatría, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Dios es el que realmente nos salva de nuestras miserias interiores. Sacia nuestra hambre de infinito, de justicia, de verdad. Y, saciándonos, nos hace valientes para correr a saciar esas otras hambres que afligen a otros. Dios nos llena y nos  abre, haciéndonos generosos y sensibles al sufrimiento. Nos da un corazón de carne, como el suyo. Y puede actuar en el mundo: nosotros somos sus manos.

20 de septiembre de 2013

Alabad al Señor, que alza al pobre

Alabad al Señor, que alza al pobre

Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. 

El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria sobre los cielos. ¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se eleva en su trono y se abaja para mirar al cielo y a la tierra? 

Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo.


En la religión del antiguo Israel y, después, en el Cristianismo, los pobres siempre han tenido un lugar especial. Podríamos decir que la atención al pobre, en nuestra fe, ya no sólo es un hecho ético y moral, sino un rasgo que nos acerca a Dios.

En otras culturas también se atendía a los pobres, pero en ninguna otra se oyó antes que los pobres fueran los favoritos, amados de Dios.

Israel fue un pueblo que sufrió continuas pruebas: persecución, conquistas, deportaciones, esclavitud y pobreza. Quizás por esto desarrolló un fuerte sentido de la solidaridad hacia los más desvalidos. El Dios en que confiaba era un Dios que no soportaba la miseria ni la injusticia.

Pero el pueblo israelita tampoco fue ajeno a los pecados propios de toda sociedad. Amós y otros profetas denunciaron con rotundidad la avaricia de los ricos y la opresión injusta sobre las gentes sencillas.

Con la fe de Israel también comienza otro concepto de la pobreza: el teológico. El pobre ya no es solo el desposeído, sino el que carece de arrogancia y autosuficiencia y se sabe desvalido ante Dios. En este sentido, todos somos pobres, lo reconozcamos o no. Y al que se siente pobre y miserable, despojado de todo orgullo, Dios lo elevará.

En el salmo hay un vivo contraste: Dios, que es todopoderoso y que está allá arriba, en su trono celeste, baja a la tierra, hasta hundirse en el barro. Y baja para mirarnos. Ese es el movimiento de nuestra fe, y motivo de confianza y alegría para todos: que no somos nosotros quienes tenemos que ascender, con esfuerzo, para alcanzar la plenitud. Es Dios quien desciende y viene a nosotros. Creamos, de verdad, que Dios no está lejos. A Dios le importamos. Somos especiales para él, hijos amados. Por muy desgraciados y rendidos que nos sintamos, él está a nuestro lado y nos ayuda a levantarnos: alza de la basura al pobre para sentarlo con los príncipes...

Cuando te invoqué me escuchaste