10 de enero de 2020

La voz del Señor sobre las aguas


Salmo 28


El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
La voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica.
El Dios de la gloria ha tronado. En su templo un grito unánime: «¡Gloria!» El Señor se sienta por encima del aguacero, el Señor se sienta como rey eterno.

El agua, engendradora de vida y de muerte, vasta, inmensa y transparente, es un elemento que aparece en multitud de ocasiones en la Biblia. El agua es símbolo de vida, de potencia, de destrucción y también de purificación. El agua, que lava y sacia la sed, es también signo de la fuerza de Dios.

No en vano el rito del bautismo se realiza con el gesto de verter agua sobre el bautizando; con ese baño se da un renacer a otra vida, nueva y trascendida.

Ya en el Génesis se nos dice que, al principio de la Creación, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Pero, más tarde, las aguas del diluvio inundaron el mundo y trajeron consigo la devastación. Sin embargo, no marcaron un final, sino el inicio de otra era de reconciliación con el Creador. En todo momento, las escrituras nos hablan de Dios con respeto, reconociendo en él un poder más grande que las fuerzas de la naturaleza. Por eso, este salmo de alabanza exalta la potencia de Dios por encima de las aguas. «El Señor de la gloria ha tronado», «se sienta por encima del aguacero, como rey eterno».

Sí, Dios es grande y su inmensidad nos puede resultar temible. Pero acabamos de salir de las fiestas de Navidad, donde hemos conocido otro rostro de Dios: el Dios pequeño, humilde, niño. El Dios que se deja tomar y acariciar. El Dios que no truena ni retumba, sino que susurra al oído. El que, como dice el estribillo del salmo, nos bendice con la paz. 

¿De dónde nos viene esta paz? No del miedo, pero tampoco del olvido inconsciente. Nuestra fe nos habla de un Dios que es más que el universo, pero que, a la vez, se introduce en los recovecos más pequeños y tiernos de nuestro mundo, arraigando en nuestro corazón. Este salmo nos habla de aquello que antiguamente se llamaba «el temor de Dios», y que tantas veces ha sido malinterpretado o confundido. Un teólogo lo explicó muy clara y bellamente: ese temor no es pánico ni reverencia sumisa, sino la otra cara de un deseo ardiente, el ansia de nunca perder a Dios, el anhelo de no apartarnos de su lado, el querer estar siempre, y para siempre, con él. De nuestra adhesión brota ese grito de alabanza: ¡Gloria a Él!

13 de diciembre de 2019

El Señor hace justicia a los oprimidos


Salmo 145


Ven, Señor, a salvarnos
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.

Salmo de súplica y alabanza a la vez, este cántico nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.
Para muchos descreídos, no es más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.
Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía, pues las razones no bastan. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias místicas de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, “salva”.
¿De qué salva? En el fondo, todas estas esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad del egoísmo, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a rescatarnos del mal.
Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué mies vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?
Adviento es una buena época para reflexionar sobre esto.

21 de noviembre de 2019

¡Qué alegría cuando me dijeron...!



Salmo 121


¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David.

Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares, pues son un cántico muy conocido que tradicionalmente ha resonado en nuestras iglesias.

Es un salmo de alegría y de triunfo, que nos habla de un lugar, Jerusalén, como casa del Señor. Nos habla de justicia y, en el resto del salmo que no se lee, se habla también de la paz deseada para que reine en la ciudad y entre las gentes.

Estamos celebrando la fiesta de Cristo Rey, que se nos revela como único templo, único sacerdote, la persona que une cielo y tierra y que nos muestra el rostro de Dios. El Nuevo Testamento recoge mucho del Antiguo: el deseo de paz, de justicia, de plenitud del pueblo judío. Recoge la tradición y la veneración del pueblo hacia el templo, hacia la ciudad santa —Jerusalén significa, literalmente, la ciudad de la paz—. Todos estos anhelos se ven respondidos con la llegada de Jesús, aunque no como muchos lo esperaban. Jesús supera la identificación de Dios con un lugar, un edificio o una ciudad. Sin dejar de encarnarse, Dios apunta hacia otra Jerusalén, la Jerusalén celestial, comunidad formada por todos los que creen.

Así, cuando entonamos este cántico, estamos cantando la grandeza de nuestro Dios, Amor que desciende al mundo y nos busca. Cantamos también su justicia. Una justicia que, recordémoslo siempre, nada tiene que ver con las leyes humanas ni con nuestra mentalidad retributiva. La justicia de Dios es magnanimidad, misericordia, plenitud, gozo, don gratuito. Dios nos otorga la paz y su abundancia de bienes, no porque lo merezcamos o nos hayamos esforzado mucho, sino porque él es así: generoso sin límites, amante de sus criaturas y bueno.
¿Cómo no cantar alegres y bendecir su nombre, habiendo recibido tanto?

14 de noviembre de 2019

El Señor juzgará a los pueblos con rectitud


Salmo 97



El Señor llega para regir los pueblos con rectitud

Tañed la cítara para el Señor, suenen los instrumentos; con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor.
Retumbe el mar y todo cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan; aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor, que llega para regir la tierra.
Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud.

Los versos de este salmo nos hablan de un Dios poderoso, glorioso, de un rey que gobierna el universo entero. Toda la Creación se rinde ante él y lo aclama. Con imágenes de vigorosa belleza, el salmista nos muestra un mar rugiente que con su oleaje también alaba al Creador, un monte que aclama a su Señor, un río que canta su majestad. Todo cuanto existe proclama a su autor.

La ciencia, en su avance, nos muestra que existen unas leyes físicas que rigen el mundo de la materia y la energía. Creer en la existencia de un ser superior que todo lo ha creado es una opción de fe, pero muchos pensadores son los que apuntan que, tras el orden y la asombrosa precisión de las leyes naturales, se atisba la inteligencia y el amor del Creador. De la misma manera que el genio de un artista se refleja en su obra, en la belleza prodigiosa del universo y en sus leyes también se manifiesta la grandeza de quien lo creó.

En su consagración del templo de la Sagrada Familia, el Papa Benedicto habló de cómo Gaudí había aunado la naturaleza y la revelación de Dios. Las piedras del templo recogen la maravilla del mundo creado y a la vez apuntan a una vida eterna que trasciende la materia, intentando plasmar la fuerza del espíritu. Naturaleza y divinidad se hermanan en este templo. Dios es la medida del hombre, nos dice el Papa. Un Dios cuya gloria es la plenitud de su criatura, un Dios cercano y amigo, Señor de la belleza y fuente de la belleza misma.

Sin embargo, vemos en el mundo de hoy muchas realidades que nos hacen dudar. ¿Realmente Dios gobierna el cosmos? Guerras, calamidades, desastres naturales… ¿Cómo podemos percibir la mano divina detrás de tanto mal aparente?

En el último verso leemos: «regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud». Con estas palabras, el pueblo judío reconoce la existencia de una ley previa a la misma existencia humana, que todo lo rige. Es una ley que nos trasciende a los humanos: la ley de Dios, que es amor y donación pura. Por encima de las catástrofes naturales y por encima de los errores humanos, fruto de una libertad mal utilizada, prevalece la ley divina, que no será abolida. La vida acabará venciendo a la muerte, y el amor será más poderoso que el odio. Esta es nuestra esperanza.

18 de octubre de 2019

Nuestro auxilio es el nombre del Señor



Salmo 120


El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
Levanto mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá el auxilio?
El auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel.
El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.
El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas ahora y por siempre.


Cuando nos vemos envueltos en dificultades y problemas, cuando nos sentimos angustiados o vemos peligrar nuestra integridad, física o emocional, es cuando, muchas veces, nos acordamos de rezar.
Dios siempre está ahí, y es realmente un gran apoyo y consuelo. Qué lástima que lo olvidemos cuando las cosas van bien y, en cambio, nos acordemos de él cuando el miedo y el dolor nos acosan. Entonces creemos necesitarlo más que nunca y, si somos personas de fe, recurrimos a él, como reza el salmo: “levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá el auxilio?”

Ciertamente, cuando falta ayuda humana, o cuando todos nuestros esfuerzos fracasan, ya sólo nos queda mirar hacia lo alto y confiar en Dios.

Pero ¿qué puede llegar a ser nuestra vida si siempre, cada día, en las alegrías o en las penas, confiamos en Dios?

Dios no es un guardián agobiante que nos asfixia con su presencia. Lejos de él cortar nuestras alas y nuestra iniciativa libre. Pero quien cuenta con Dios cada día, en sus empresas, en su trabajo, en su gozo, verá cómo su vida adquiere una profundidad, una belleza y un sentido muy especial.

Sí, Dios nos protege y nunca duerme. Siempre está cerca cuando le invocamos. En realidad, está dentro de nosotros, en lo más íntimo. Su aliento sostiene nuestra existencia entera. Afirman los teólogos que, si Dios dejara de amarnos un solo momento, dejaríamos de existir…

Si le llamamos con fe siempre responde. Es hermoso levantarse cada mañana y pensar, recordando los versos del salmo, que Dios nos guarda a su sombra, nos acompaña cuando entramos y salimos, nos protege de todo mal. Especialmente del peor mal, el que pugna por anidar dentro nuestro, la tentación sibilina del egoísmo y el orgullo.

Llenémonos de Dios cada mañana: invoquémosle, llevémosle siempre presente, como compañero en todo momento. A Dios le necesitamos siempre, pues nuestra vida está en sus manos.

Cuando te invoqué me escuchaste