17 de julio de 2020

Señor, eres bueno y clemente

Salmo 85


Tú, Señor, eres bueno y clemente.

Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia, con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende la voz de mi súplica. 


Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre: «Grande eres tú, y haces maravillas; tú eres el único Dios.»  


Pero tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí. 



Los creyentes estamos acostumbrados a considerar a Dios grande, poderoso, altísimo, justo, omnipresente… Nos es fácil verlo como creador, como juez, como rey. En cambio, ¡cuánto nos cuesta verlo como un padre misericordioso! ¡Cuánto nos cuesta imaginarlo como una madre comprensiva y compasiva! ¡Cuánto nos cuesta creer en su ternura, en su bondad, en su benevolencia!

Quizás porque todos proyectamos en Dios un poco nuestra propia personalidad. Si pudiéramos, si nosotros fuéramos dioses, seguramente nos gustaría mucho actuar como reyes poderosos y ejercer nuestras potestades al máximo. Nos encantaría exhibir esplendor, gloria, fuerza… y también nuestra violencia, si fuera necesario. Afortunadamente, Dios no es como nosotros.

El salmista se da cuenta de que Dios es más que todopoderoso. Dios es alguien cercano. Dios es bueno y cariñoso. Dios está cerca no sólo del hombre de éxito, del justo al que todo le va bien, del que recibe su premio. Dios también está cerca del pecador, del fracasado, del que intenta hacer las cosas más o menos bien y le salen torcidas. Dios está, también, con los pequeños, los últimos, los imperfectos y los marginados. En realidad, Dios está mucho más cerca de estos que de los triunfadores que se creen autosuficientes. No es que a Dios le gusta que fracasemos y vivamos mal; pero para aceptar su amor hace falta ser humildes y de corazón transparente y agradecido. Y, a veces, para alcanzar la humildad, no hay otra manera que pasar por el sufrimiento y la prueba. Somos tan arrogantes que no aprendemos sin dolor.

No es Dios quien nos castiga. Dios es compasivo y bueno. Son nuestras obras las que nos llevan, muchas veces, al desastre, a la enfermedad, al dolor o al conflicto. Es nuestra mala cabeza, o nuestro corazón un poco turbio, los que nos complican la vida. Pero Dios no nos falla. Él está ahí, al rescate. Como decía Isaías, no quiebra la caña rota ni apaga la candela vacilante. No está para darnos “el golpe de gracia” sino para levantarnos, sanarnos, aliviarnos y darnos su aliento. El salmista reza, grita y suplica. Porque sabe que Dios escucha. Cuando él llora, Dios recoge hasta la última de sus lágrimas. Y responde.

9 de julio de 2020

La semilla cayó en tierra buena y dio fruto


Salmo 64


La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.
Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; la acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales.
Riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes.
Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia; rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría.
Las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses, que aclaman y cantan.

En pleno verano, tiempo de cosecha, este salmo nos lleva a nuestros campos de labor, dorados y muchos de ellos ya segados. Nuestra civilización tan mecanizada ha perdido mucho de aquel sabor de la tierra, el sudor del trabajo manual, la fragancia de las mieses batidas a mano o con el trillo, la alegría del labrador por la cosecha recogida. El duro esfuerzo hacía mucho más valiosa la recompensa y los frutos de la tierra eran celebrados con fiestas.
El pueblo de Israel, que siempre vivía bajo la mirada de Dios, no se olvidaba de él en estos festejos. El labriego ara, siembra, cava y siega, pero quien hace crecer la semilla, quien trae la lluvia sobre los campos e insufla vida en todo ser viviente, animal y vegetal, es el Creador. Por eso en la alegría de la cosecha hay un tiempo de gratitud para Dios.
Hoy, aquellos que vivimos en ciudades nos dedicamos a menudo a trabajos administrativos, burocráticos o mecánicos, cuyo resultado muchas veces no vemos o no podemos apreciar. Bueno es tomar distancia y reflexionar en el fruto de nuestro esfuerzo. En algunas profesiones es más fácil verlo, en otras no tanto. Pero en todo, pensemos que podemos contribuir a hacer el mundo un poco mejor si trabajamos por amor y con amor. Y no dejemos de dar gracias a Dios. Porque, finalmente, el que nos da la inteligencia, las fuerzas, la  creatividad, nuestros talentos propios, es él.
De la misma manera que riega la tierra y cubre las colinas de pastos, también alimenta  nuestro corazón y riega nuestro espíritu. Y lo hace con la mejor comida y la mejor bebida: su cuerpo y sangre, que tomamos cada domingo en la eucaristía. Ojalá, al salir de misa, cada uno de nosotros, como esos páramos del salmo, rezumara abundancia de gozo y amor; ojalá saliéramos de nuestras iglesias con el rostro y el alma orlados de alegría.

3 de julio de 2020

Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey


Salmo 144


Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan.


Es asombroso comprobar cómo la sensibilidad de los salmistas nos dibuja la imagen de Dios que nos revela Jesús. En los evangelios encontramos eco de muchos salmos, que Jesús conocía y solía recitar; y en los salmos hallamos verdaderas joyas de sabiduría que nos muestran cómo es Dios.

La piedad, tantas veces mal entendida, es una cualidad de ese amor entrañable de Dios. Es la virtud del estar atento, velando, cuidando, apoyando y dando ánimo. Es la actitud de sostener al que va a caer, de enderezar al que se dobla. Dios no espera que nos equivoquemos y pequemos para castigarnos. Al contrario, nos sostiene y nos ayuda a caminar erguidos. La piedad jamás se ensaña contra el débil. Si la justicia de Dios tiene un nombre, ése es el de la bondad.

Estamos lejos de esa imagen tremenda, poderosa, lejana y aterradora, la imagen del Dios tirano del que hay que deshacerse para ser libre, según las filosofías de la sospecha. En cambio, este salmo nos muestra un Dios cariñoso, próximo, como un padre bueno. «Lento a la cólera y rico en piedad», ¡cómo deberíamos imitar los hombres esta cualidad de Dios! A veces queremos ser tan justicieros, nos sentimos tan indignados ante la realidad del mal, que olvidamos que Dios, antes que juez, es nuestro defensor. Defensor de todos, incluso de los más pecadores.

Como el Papa Benedicto recordaba a menudo, acercarse a Dios, fiarse de él, confiar nuestra vida en sus manos, no nos recorta, ni nos anula, ni coarta nuestra libertad. Al contrario, arrimarse a Dios nos hace crecer y alcanzar toda nuestra plenitud humana y espiritual. Caminar a su vera nos llevará mucho más lejos de lo que nuestras fuerzas podrían soportar. Y nos maravillaremos, día tras día, de su bondad espléndida y su exquisito cuidado hacia nosotros, sus criaturas. Sus hijos.

De la consciencia de sentirse tan amado, brotarán versos en los labios, como los de este salmo.

26 de junio de 2020

Cantaré eternamente las misericordias del Señor



Salmo 88


Cantaré eternamente las misericordias del Señor


Cantaré eternamente las misericordias del Señor,
anunciaré tu fidelidad por todas las edades.
Porque dije: «Tu misericordia es un edificio eterno,
más que el cielo has afianzado tu fidelidad. R/.

Dichoso el pueblo que sabe aclamarte:
camina, oh Señor, a la luz de tu rostro;
tu nombre es su gozo cada día,
tu justicia es su orgullo. R/.

Porque tú eres su honor y su fuerza,
y con tu favor realzas nuestro poder.
Porque el Señor es nuestro escudo,
y el Santo de Israel nuestro rey. R/.


Los cánticos heroicos de la antigüedad suelen ensalzar las proezas de hombres extraordinarios. La épica es una forma de inmortalizar a los héroes, y de perpetuar su memoria.

Este salmo que hoy leemos adopta las formas exultantes de un cantar épico, pero su protagonista no es un hombre destacado, sino Dios. Y el motivo del salmo no es alabar los logros humanos, sino la grandeza de Dios. El pueblo de Israel, en sus manifestaciones más brillantes, no se gloría de sí mismo. Su gloria es la misericordia de Dios, que ha mirado con amor a este pueblo pequeño entre los grandes del mundo.

Fidelidad y misericordia son dos grandes virtudes de Dios. ¿Cómo entenderlas, en lenguaje de hoy?

La fidelidad todos la entendemos. Ser fiel es no fallar nunca. Es no abandonar, es estar ahí cuando se nos necesita. ¿En qué es fiel Dios? En el amor. Nosotros podemos flaquear, ser infieles, olvidadizos e incluso traicionar su amor. Él no.

Misericordia, de la que tanto nos ha hablado nuestro papa Francisco, no es una compasión sentimental y dulzona. Misericordia es la capacidad de conmoverse, de apasionarse, de fundirse de amor por la persona amada. Misericordia es el amor de una madre por su retoño: esta es la comparación que más se acerca al amor de Dios.

Israel —y cada uno de nosotros— puede cantar con gozo exultante, porque caminamos «a la luz de su rostro». Esta es otra expresión bíblica preciosa y que aparece a menudo en los salmos y en otros pasajes bíblicos. El rostro de Dios desprende luz, su presencia ilumina nuestra vida. Caminar bajo su sol es gozar de una vida buena, plena, con sentido, con un rumbo. Caminar a la luz de su rostro es vivir cada momento sabiéndonos sostenidos y alimentados por un amor que sobrepasa todo afecto humano, y que nunca nos falta.

¡Tenemos mil motivos para cantar! Un canto agradecido es la mejor plegaria.

11 de junio de 2020

Glorifica al Señor, Jerusalén

Salmo 147

Glorifica al Señor, Jerusalén.

Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión: que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.

Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Envía su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz.

Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos.


En esta fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, recordamos que Jesús, Dios hecho hombre, se nos hace también pan. Él es la flor de harina que alimenta nuestra hambre de infinito y su palabra nos refuerza cada día.

La fe hebrea siempre se ha dirigido a un Dios cuyo rostro se vuelve hacia la humanidad. Un Dios que dialoga, que pide, que escucha, que actúa en favor de sus criaturas. Un Dios, en definitiva, que interviene, por amor, en los asuntos humanos. No es indiferente a cuanto sucede en el mundo.

¿Y de qué manera interviene Dios en la historia de la humanidad? El salmo lo expresa claramente.
Dice que Dios «ha reforzado los cerrojos de tus puertas», es decir, protege y defiende a quienes lo aman. 

Continua el salmo: «ha bendecido a tus hijos…» Bendecir es una constante en Dios. Colma nuestros deseos, llena nuestra vida. Los versos siguientes hablan de esta abundancia: «Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina». Dios es quien da la ansiada paz y quien nos proporciona cuanto necesitamos para vivir. No sólo lo justo, sino lo mejor de lo mejor: flor de harina. Lo más delicioso, lo más deseable, eso nos tiene reservado a quienes nos abrimos a su don.

Pero Dios no se limita a ayudar, proteger y conceder prosperidad. Hace algo aún más grande, porque con esto se pone a nuestra altura y nos eleva a la suya: Dios se comunica, habla con nosotros, nos transmite su palabra. «Él envía su mensaje a la tierra».

Con este verso, el salmo anticipa el evangelio de Juan con ese prólogo hermoso y profundo que nos habla del Dios que adopta un rostro y un cuerpo humano y viene a habitar entre nosotros. 

Cuando te invoqué me escuchaste