28 de febrero de 2014

Descansa solo en Dios, alma mía

Salmo 61

Descansa sólo en Dios, alma mía.
Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación; sólo él es mi roca y mi salvación; mi alcázar, no vacilaré.
Descansa sólo en Dios, alma mía, porque él es mi esperanza; sólo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré.
De Dios viene mi salvación y mi gloria, él es mi roca firme, Dios es mi refugio. Pueblo suyo, confiad en él, desahogad ante él vuestro corazón.

Decía un gran teólogo que cuando oramos a solas, lo mejor que podemos hacer es dejar a un lado nuestras preocupaciones, nuestras angustias, y… reposar en Dios como en una butaca.

Descansar en Dios. Sólo en sus brazos encontramos la verdadera paz, la que no se acaba y no puede ser barrida por las mil y una preocupaciones de la vorágine diaria. Sólo en Él nuestro espíritu puede reposar verdaderamente.

El salmo describe el amparo divino como roca, como refugio, como tabla de salvación, como castillo. En el mundo, hoy, todos buscamos seguridad. Fijémonos en cuántos recursos destinamos a “asegurarnos”: en el trabajo, en nuestra vejez, cuando viajamos… Queremos seguros para nuestro coche, para nuestra casa, para nuestros ahorros y para nuestros hijos. El miedo a perderlo todo, a la carencia, al dolor, es un poderoso motivador. El miedo a la pobreza también. De ahí nuestra obsesión, a veces enfermiza, por el trabajo y el dinero.

Nuestro buen hacer, por supuesto, nos puede proporcionar una situación económica desahogada o, al menos, digna. Y nos aporta satisfacciones y bienestar. Pero, como nos recuerda Jesús en el evangelio, nada de lo que hagamos podrá alargar una sola hora el tiempo de nuestra vida. Lo más importante no está en nuestras manos.

“De Dios viene mi salvación y mi gloria”, dice el salmo. Lo mejor que tenemos no es nuestro, sino suyo. Son sus regalos: la vida, el tiempo, el universo, las personas que nos rodean; la capacidad de ser creativos y de amar. Todo lo que realmente nos hace felices es suyo. Por eso, cuando buscamos tan persistentemente la paz, la seguridad y la alegría vital, no deberíamos despistarnos. La economía está bien. El trabajo está bien. Pero la única fuente de todo cuanto realmente anhelamos es Dios. ¡Nunca lo olvidemos!

14 de febrero de 2014

Dichoso el que camina en la voluntad del Señor

Salmo 18

Dichoso el que camina en la voluntad del Señor.
Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que guardando sus preceptos lo busca de todo corazón.
Tú promulgas tus decretos para que se observen exactamente. Ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas.
Haz bien a tu siervo; viviré y cumpliré tus palabras; ábreme los ojos y contemplaré las maravillas de tu voluntad.
Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente. Enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón.

En este salmo afloran conceptos que nuestra cultura de hoy tiende a contraponer e incluso a enfrentar: la ley y el corazón; la norma y la libre voluntad; la obediencia y la libertad. ¿Es posible reconciliarlos?

Para el hombre que compuso este salmo no había contradicción ni dilema. El salmista muestra su deseo vehemente y profundo de cumplir la ley del Señor, que alaba y reconoce como buena: “contemplaré las maravillas de tu voluntad”. ¿Cuál es la bisagra, la amalgama que logra unir la voluntad de Dios y la humana? El secreto es simple y grande: el amor.

Una experiencia de amor logra conciliar el deber y el corazón. Aúna voluntades —la mía y la de Dios― de la misma manera que el querer y el sueño de dos que se aman y miran hacia el mismo horizonte.

Quien se sabe intensamente amado por Dios, logra penetrar con lucidez en su auténtica ley —el amor— y hace suya, con total libertad y con pasión, la voluntad de Dios. Entra en una dinámica amorosa, en la que “cumplir” no es algo forzado ni superficial, sino un verdadero impulso del corazón.

A partir de una experiencia amorosa, mística, se pueden derivar “mandamientos” o prescripciones que pueden orientar a la hora de llevar a la vida cotidiana las consecuencias de ese amor. Si todos experimentáramos en propia carne este amor, no serían necesarias las normas ni las leyes. “Ama y haz lo que quieras”, dijo Agustín, en su ferviente radicalidad. “La ley es el amor”, afirmó Pablo, en repetidas ocasiones. Porque, como Jesús, sabía bien que es muy fácil convertir la religión en un conjunto de normas a cumplir. Y qué fácil es reducir la fe a un cumplimiento formal, muchas veces incluso hipócrita, de los mandamientos que hemos aprendido de memoria. El gran enfrentamiento de Jesús con los fariseos fue justamente por este motivo. 


Jesús aceptó la ley, pero aclaró que ésta tuvo que ser establecida “por la dureza de corazón” de las gentes. Efectivamente, cuando el amor desaparece, la ley es necesaria para regular la convivencia y evitar el caos, las injusticias y el crimen. Pero cuando se alcanza la madurez humana y espiritual, cuando se vibra con una experiencia íntima de entrega y comunión, la ley humana sobra, es letra muerta, como decía san Pablo. Y pasa a ser sustituida por la libertad auténtica, una libertad responsable, consecuente, apasionada, movida por el soplo del amor.

7 de febrero de 2014

El justo brilla en las tinieblas

Salmo 111

El justo brilla en las tinieblas como una luz

En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo. Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos.

El justo jamás vacilará, su recuerdo será perpetuo. No temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor.

Su corazón está seguro, sin temor. Reparte limosna a los pobres: su caridad es constante, sin falta, y alzará la frente con dignidad.


En los versos de este salmo leemos, por un lado un auténtico código moral y guía para la conducta humana. Se nos habla de la persona justa, que se compadece de los pobres, que reparte su riqueza y jamás se cansa de ayudar. El sentido de la solidaridad es fortísimo en la cultura hebrea y una constante en su devenir histórico.

El justo es elogiado y valorado pero, además, el salmista recalca todas las bendiciones que recibirá. El mundo le recordará —“su recuerdo será perpetuo”—. No morirá en la memoria de las gentes. Sin pretenderlo, conseguirá permanecer vivo en el recuerdo, mucho más que quien solo busca su gloria.

“No temerá las malas noticias, su corazón está firme”. Será una persona que pueda resistir los embates de la vida, las tristezas, dolores y pérdidas que todos tenemos que afrontar. Y lo hará con ánimo firme, porque se apoya en Dios. No serán el poder ni la violencia los que le harán fuerte, sino esa confianza en Dios y su misma bondad.

“Alzará la frente con dignidad”: quien da amor sin reservas, quien no esconde egoísmos ni intereses, puede caminar por la vida con toda libertad y dignidad. No necesita aparentar lo que no es, ni esforzarse por ocultar sus egoísmos, ni disfrazar sus intenciones, porque es limpio y da generosamente lo que ha recibido.


Y estas personas —lo podemos ver, hoy y siempre, en nuestra propia vida— son personas luminosas, que irradian bondad, calidez, presencia de Dios.  No necesitan ser especiales. Quizás son pobres, o quizás no; pueden tener tantos problemas o más que cualquiera; tal vez estén enfermas, o incluso puede ser que sufran rechazo por parte de algunos… Pero la felicidad que desprenden ilumina su entorno. Porque nada puede tapar la bondad de un corazón sencillo, abierto y confiado, que transparenta la luz de Dios.

24 de enero de 2014

El Señor es mi luz

Salmo 26

El Señor es mi luz y mi salvación.

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?

Escúchame, Señor, que te llamo. Ten piedad, respóndeme. Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro".

Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio.

Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.



Luz, fuerza, auxilio, defensa... Son atributos que las sagradas escrituras otorgan a Dios. En ellos se hace patente ese instante de clarividencia profunda en el que el hombre se conoce a sí mismo y se sabe pequeño e indigente, al tiempo que reconoce y admira la grandeza de Dios.

Son momentos que iluminan el alma y la vida, como aquel día en que los discípulos amados de Jesús lo acompanaron en su ascensión al Tabor y vieron en él la gloria de Dios.

Pero Dios no sólo es grande y luminoso: también es Padre, y nos ama y protege. El hombre sediento de amor busca su rostro, es decir, ansía sentir sobre él su mirada, su presencia, su calor. Toda persona necesita saberse y sentirse amada, escuchada, sostenida por el amor. Detrás de muchas búsquedas humanas, a veces desesperadas, late esa búsqueda del rostro de Dios.

El Señor es mi luz y mi salvación. Caminar en tinieblas trae consigo el miedo. Y el miedo, la incertidumbre, el vacío, son los grandes enemigos que acechan nuestra vida sobre la tierra. Cuántas personas caminan desorientadas o incluso dejan de caminar, paralizadas por el temor. Vemos a nuestro alrededor mucho movimiento, trabajo, agitación frenética. Pero dentro de los corazones, ¿hay movimiento? ¿Hay cambio, hay pasión, hay crecimiento? Muchas veces el trajín exterior oculta una terrible inmovilidad interior. Se nos petrifica el alma y, por mucho que hagamos cosas, en realidad hemos comenzado a morir. Necesitamos que el sol entre dentro de nosotros: el sol, que es ese rostro amoroso de Dios que nos alumbra y nos transforma.

Alguien dijo que el espíritu humano es como los girasoles. Siempre se vuelve hacia el sol. ¡Ojalá siempre fuera así, y buscáramos la presencia de Dios en cada momento de nuestra vida! Que los nubarrones y las capas de miedo, frialdad y mentira no nos alejen de él. Porque la flor que deja de recibir la luz, tarde o temprano agoniza.

En los momentos de tiniebla, no perdamos el coraje. Porque toda persona ha de conocer noches oscuras. Es en esos momentos cuando las palabras del salmo nos recuerdan: "sé valiente, ten ánimo. Espera en el Señor".

10 de enero de 2014

El Señor bendice a su pueblo con la paz

Salmo 28

El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
La voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica.
El Dios de la gloria ha tronado. En su templo un grito unánime: «¡Gloria!» El Señor se sienta por encima del aguacero, el Señor se sienta como rey eterno.


El agua, engendradora de vida y de muerte, vasta, inmensa y transparente, es un elemento que aparece en multitud de ocasiones en la Biblia. El agua es símbolo de vida, de potencia, de destrucción y también de purificación. El agua, que lava y sacia la sed, es también signo de la fuerza de Dios.
No en vano el rito del bautismo se realiza con el gesto de verter agua sobre el bautizando; con ese baño se da un renacer a otra vida, nueva y trascendida.

Ya en el Génesis se nos dice que, al principio de la Creación, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Pero, más tarde, las aguas del diluvio inundaron el mundo y trajeron consigo la devastación. Sin embargo, no marcaron un final, sino el inicio de otra era de reconciliación con el Creador.  En todo momento, las escrituras nos hablan de Dios con respeto, reconociendo en él un poder más grande que las fuerzas de la naturaleza. Por eso, este salmo de alabanza exalta la potencia de Dios por encima de las aguas. «El Señor de la gloria ha tronado», «se sienta por encima del aguacero, como rey eterno».
Sí, Dios es grande y su inmensidad nos puede resultar temible. Pero acabamos de salir de las fiestas de Navidad, donde hemos conocido otro rostro de Dios: el Dios pequeño, humilde, niño. El Dios que se deja tomar y acariciar. El Dios que no truena ni retumba, sino que susurra al oído. El que, como dice el estribillo del salmo, nos bendice con la paz.

¿De dónde nos viene esta paz? No del miedo, pero tampoco del olvido inconsciente. Nuestra fe nos habla de un Dios que es más que el universo, pero que, a la vez, se introduce en los recovecos más pequeños y tiernos de nuestro mundo, arraigando en nuestro corazón. Este salmo nos habla de aquello que antiguamente se llamaba “el temor de Dios”, y que tantas veces ha sido malinterpretado o confundido. Un teólogo lo explicó muy clara y bellamente: ese temor no es pánico ni reverencia sumisa, sino la otra cara de un deseo ardiente, el ansia de nunca perder a Dios, el anhelo de no apartarnos de su lado, el querer estar siempre, y para siempre, con él. De nuestra adhesión brota ese grito de alabanza: ¡Gloria a Él!

Cuando te invoqué me escuchaste