15 de agosto de 2014

Que todos los pueblos te alaben

Salmo 66

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.



En nuestro mundo, donde la crítica y la maledicencia tienen gran protagonismo, parece que alabar es algo extraño, fuera de lugar o propio de una beatería desfasada.

Los salmos nos hablan continuamente de alabanza. Muchos de ellos son justamente esto: bendecir —decir bien—, cantar, ensalzar a Dios. Cuán poco valoramos la alabanza hoy. O la confundimos con la lisonja, o pensamos que es propia de mentes simples e ingenuas.

Santa Teresa recordaba a sus monjas: “hermanas, una de dos; o no hablar, o hablar de Dios”. Sabía, como mujer sabia y con una larga experiencia, que en toda comunidad humana no hay vicio más tentador que el cotilleo, la crítica, el “sacar los trapos sucios” del vecino para hacerlos correr. Hoy, vemos programas televisivos y revistas dedicados enteramente a este pasatiempo.

¡Y nuestro tiempo es demasiado valioso para perderlo así! Midamos nuestras palabras. Ojalá cada una de las que pronunciamos estuviera llena de vida y fuera pensada, consciente, bien intencionada.

Pero, ¿a quién alabar? En el plano humano, nos cuesta alabar los méritos de los demás y muy fácilmente caemos en la envidia, en el servilismo o en la adulación. El salmo de hoy nos invita a alabar a Dios. ¡Hemos recibido tanto de él! Es un Dios generoso y benévolo que nos da lo que nadie más puede darnos: la vida, el tiempo, el alma, la energía y todos nuestros talentos. Pero, además, nuestro Dios se da a sí mismo. Y a quienes se abren a Él, les llueven las bendiciones. Dios es como el sol: podemos cerrar las puertas y dejar que nuestra morada interior permanezca a oscuras. Pero si abrimos las puertas y ventanas del alma, ¡cuánta luz entrará! 


Ojalá toda la humanidad dejara entrar a Dios en su interior. Porque entonces, como dice el salmo, él regiría todas las naciones con justicia. Allí donde realmente está Dios, no hay guerras, ni odio, ni hambre. En otras palabras, donde se deja entrar a Dios, reina su única e imperecedera ley: la del amor.

8 de agosto de 2014

Muéstranos, Señor, tu misericordia

Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.

Voy a escuchar lo que dice el Señor; “Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos”.
La salvación está cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra.
La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo.
El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos.

Las palabras justicia y misericordia, junto con salvación y fidelidad, son cuatro conceptos que se repiten, una y otra vez, en los salmos. Podríamos decir que son valores fundamentales del pueblo judío. Pero podemos hacerlos extensivos a toda la humanidad.

Para el hombre autosuficiente que entiende la libertad como independencia y autonomía total, de lo divino y lo humano, quizás estas palabras resulten incómodas y le chirríen. Misericordia suena a compasión. ¿De qué tiene Dios que compadecernos? ¿No es una forma de hacernos sentir inferiores y desvalidos para, subliminalmente, dominarnos? La justicia es una palabra talismán, hoy y en todos los tiempos, pero su significado varía según las épocas y contextos, y uno se pregunta si no estará en boca de todos porque precisamente es algo que falta, y mucho, en el mundo. Salvación: otro concepto del que queremos desprendernos. El hombre ya puede salvarse a sí mismo, ¿por qué necesita ser salvado por Dios, o por alguien que venga en su nombre? Y salvado, ¿de qué? En cuanto a la fidelidad… ¡qué mal se entiende! Si hasta parece que hoy lo que se valora y se aplaude es justamente lo contrario. Aunque, en el fondo de nuestro corazón, todos ansiamos que nuestros amigos y seres queridos nos sean fieles… y quizás no lo sabemos, pero tenemos verdadera hambre de ser fieles nosotros también.

Es importante que entendamos en profundidad estos cuatro conceptos para evitar caer en malinterpretaciones desconfiadas o en distorsiones de la fe.

Los salmos, como tantos otros escritos sagrados, se pueden entender si se leen en su contexto, conociendo y penetrando en la intención del que escribía. La clave para interpretarlos es simple y grande: el amor de Dios. Dios nos ama. Dios es cercano y se enternece mirándonos: esta es la misericordia, afecto entrañable de madre. Fidelidad es una cualidad inseparable del amor: el auténtico amor es para siempre, no falla. Cuando la misericordia y la fidelidad se encuentran, dice el salmo, brotan la paz y la justicia. ¡Y no al revés! Qué lección para tantas personas e instituciones que nos inquietamos por la paz en el mundo y la justicia social. Pensamos que una vez se instauren unas estructuras sociales justas y se legisle la paz, entonces la gente podrá crecer, amar y desarrollarse. Y es justamente lo contrario: sin amor, sin misericordia, sin una pasión profunda y firme por el ser humano, ni la paz ni la justicia, ni una economía solidaria, ni unos gobiernos responsables, nada de esto será posible. El amor siempre es primero.

Salvación es una palabra muy rica que no quiere decir mero rescate. Salvación, en hebreo shalom, abarca muchas ideas: paz, alegría, salud, prosperidad. Un mundo salvado será, entonces, aquel donde las gentes vivan pacíficamente, prosperen, dispongan de todos los recursos que necesitan para tener una vida digna y abundante, donde haya alegría y creatividad, donde las personas se amen y se busque el bien de los demás. ¿Utópico? Tal vez, pero también posible. Allí donde la gente se ama, esta utopía ya es una realidad. Miles de pequeños cielos se esparcen por el mundo, quizás de forma muy discreta, escondidos, poco conocidos… Pero ahí están. Donde se deja que Dios reine, donde el hombre es “amigo de Dios”, allí hay paz y alegría. Allí la humanidad está salvada.

1 de agosto de 2014

Abres tu mano y nos sacias

Salmo 144

Abres tú la mano, Señor, y nos sacias de favores.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo; abres tú la mano y sacias de favores a todo viviente.

El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de todos los que le invocan, de los que lo invocan sinceramente.


Este salmo es quizás uno de los que más se leen durante el año litúrgico. Sus versos nos revelan el rostro de un Dios clemente, cariñoso, como un padre bueno y generoso, hasta la esplendidez, con todas sus criaturas.

Lejos está la imagen de este Dios de las divinidades de otros pueblos, poderosas, sí, pero alejadas de sus criaturas. Incluso en el pensamiento cristiano se ha infiltrado a menudo esa idea del Dios remoto, grande y poderoso, que, o bien es indiferente a los avatares de sus criaturas, o bien las somete a su capricho y voluntad.

El pueblo hebreo intuyó que Dios, creador, también era alguien cercano a su criatura. No sólo era poderoso, sino bueno. No sólo era sabio, sino justo en el sentido que ellos entendían: leal, generoso, capaz de amar incondicionalmente a todos, aún sin merecerlo.

Las lecturas de hoy nos hablan del pan, del hambre, de la sed. Se pueden leer desde un punto de vista material: el ser humano necesita alimento y bienes para sostenerse y vivir con dignidad. Y Dios provee de todo lo necesario: en la naturaleza, encontramos cuanto necesitamos, hay suficiente para todos.

Es el afán de poder humano el que dificulta las cosas, provoca conflictos y genera pobreza y desigualdad. Jesús, multiplicando los panes, hará un signo con un gran significado: somos responsables de una repartición de bienes justa que llegue a todos. Pero también aludirá a otra hambre, a otro pan. ¿Por qué tantas personas lo seguían? Porque estaban sedientas de otro alimento: el sentido, la trascendencia, el amor. Y Jesús no sólo dará pan de harina, sino que se dará a sí mismo como alimento para saciar el alma hambrienta.

Nosotros, a imitación de Jesús, y a imitación del Padre, ese Dios magnánimo del salmo, estamos invitados a la generosidad. Estamos llamados a estar atentos a las necesidades de los demás, a escucharles, a abrir las manos y darles lo que tenemos, compartiendo nuestros bienes.  Estamos llamados a no hacer oídos sordos ni a esquivar los problemas de los demás.

Cuando algunas personas nos echan en cara a los creyentes por qué Dios permite tanta hambre y tantas injusticias en el mundo, deberíamos pensar muy a fondo en esas protestas. Es cierto que Dios nos hace a todos libres y responsables para que nos organicemos en sociedades regidas por la justicia. Y es muy fácil echar la culpa a otros —a los gobernantes, a los banqueros, a…— de todos los males que ocurren. Pero los cristianos, ¿estamos dando testimonio del Dios bueno en que creemos? ¡Nosotros somos la mano de Dios! Podremos responder que Dios está al lado de los que sufren, luchando por alimentarlos de pan y de amor, si nosotros estamos comprometidos, haciendo algo por remediar sus necesidades.


Dios está cerca de todos. Pero en su delicadeza y respeto, no nos invade ni quiere arrollarnos con su poder. Sentiremos su cercanía si damos un primer paso, sencillo, quizás muy pequeño: «cerca está el Señor de los que le invocan sinceramente». Si le llamamos, con sinceridad y auténtico deseo de su presencia, Él acudirá. Porque nosotros podemos ser duros de oído, pero Dios está  siempre atento a la súplica de nuestro corazón.

19 de julio de 2014

Eres bueno y compasivo

Tú, Señor, eres bueno y clemente
Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan.
Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica.
Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre: “Grande eres tú, y haces maravillas; tú eres el único Dios.”
Pero tú, Señor, dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí.

La historia del pueblo de Israel narrada en la Biblia es un camino de progresivo acercamiento a Dios. Del Dios grandioso y liberador, el primero y el más terrible entre todos los dioses, los hebreos pasaron a darse cuenta de que, en realidad, aquel era el único Dios. Y de aquella imagen del único Dios todopoderoso y justiciero el pueblo judío va pasando a ver, cada vez con mayor claridad, otra imagen. A medida que el hombre se acerca a Dios, descubre que su rostro no es colérico y temible, sino tierno, comprensivo y lleno de amor.

Este es el camino que podemos seguir en los salmos. Algunos nos presentan a Dios como un guerrero invicto, incluso vengador. Pero otros, como éste, nos descubren el retrato de un padre amoroso y benevolente. Su poder sigue ahí: todos los pueblos se postran ante su grandeza, porque sólo alguien como él ha sido capaz de obrar las maravillas de la creación. Pero mayor aún que su poderío es su bondad y su capacidad de comprender el corazón humano. Qué lejos del Dios vengador quedan estas palabras: “lento a la cólera, rico en piedad y leal”.

Sí, Dios es paciente y leal. No se cansa de comprendernos, de soportar nuestras faltas, nuestras desconfianzas y miedos, incluso nuestra incredulidad. Y él, en cambio, permanece fiel. No nos falla. Esta es nuestra esperanza.


Los seres humanos, que aspiramos a tanto, pero nos topamos continuamente con nuestras miserias y limitaciones, tenemos sed de esa misericordia inagotable, esa piedad, ese amor incondicional y esa fidelidad que sólo Dios puede darnos. Nuestra finitud se sostiene en su infinitud. Y a partir de ahí brota el gozo. La paz nace del saberse amado, no por méritos propios, sino por el simple hecho de ser. Los versos de este salmo expresan la sed de Dios y, a la vez, cantan la alegría del que confía que va a ser saciado plenamente.

12 de julio de 2014

La semilla cayó en tierra buena y dio fruto

Salmo 64

La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.

Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; la acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales.
Riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes.
Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia; rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría.
Las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses, que aclaman y cantan.

En pleno verano, tiempo de cosecha, este salmo nos lleva a nuestros campos de labor, dorados y muchos de ellos ya segados. Nuestra civilización tan mecanizada ha perdido mucho de aquel sabor de la tierra, el sudor del trabajo manual, la fragancia de las mieses batidas a mano o con el trillo, la alegría del labrador por la cosecha recogida. El duro esfuerzo hacía mucho más valiosa la recompensa y los frutos de la tierra eran celebrados con fiestas.

El pueblo de Israel, que siempre vivía bajo la mirada de Dios, no se olvidaba de él en estos festejos. El labriego ara, siembra, cava y siega, pero quien hace crecer la semilla, quien trae la lluvia sobre los campos e insufla vida en todo ser viviente, animal y vegetal, es el Creador. Por eso en la alegría de la cosecha hay un tiempo de gratitud para Dios.

Hoy, aquellos que vivimos en ciudades nos dedicamos a menudo a trabajos administrativos, burocráticos o mecánicos, cuyo resultado muchas veces no vemos o no podemos apreciar. Bueno es tomar distancia y reflexionar en el fruto de nuestro esfuerzo. En algunas profesiones es más fácil verlo, en otras no tanto. Pero en todo, podemos contribuir a hacer el mundo un poco mejor si trabajamos por amor y con amor. Y no dejemos de dar gracias a Dios porque, finalmente, el que nos da la inteligencia, las fuerzas, la  creatividad, nuestros talentos propios, es él.


De la misma manera que riega la tierra y cubre las colinas de pastos, también alimenta nuestro corazón y riega nuestro espíritu. Y lo hace con la mejor comida y la mejor bebida: su cuerpo y sangre, que tomamos cada domingo en la eucaristía. Ojalá, al salir de misa, cada uno de nosotros, como esos páramos del salmo, rezumara abundancia de gozo y amor; ojalá saliéramos de nuestras iglesias con el rostro y el alma orlados de alegría. 

Cuando te invoqué me escuchaste