13 de mayo de 2015

Dios asciende al son de trompetas

Salmo 46

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad.

Porque Dios es el rey del mundo; tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.


El salmo de hoy acompaña las lecturas de la Ascensión de Jesús como una sinfonía triunfal y exultante. Es un salmo con tintes épicos, teñido también de gozo. Sus versos desprenden luz y alegría: la exaltación de ánimo de aquel que “ve”, reconoce y aclama la grandeza de Dios.

Qué fácil es admirarse ante la belleza del mundo, ante la grandiosidad de un paisaje o ante las maravillas del universo. Para muchos, agnósticos o escépticos, todo es fruto del azar. La realidad puede ser hermosa o terrible, pero siempre es desconcertante y desborda la capacidad de comprensión. Los interrogantes no hallan respuesta. Ante la falta de una explicación que dé sentido a todo cuanto existe, el corazón enmudece.

Pero quien sabe ver detrás de toda esta belleza la mano de un Dios Creador prorrumpe en exclamaciones como las de este salmo. La música es el mejor vehículo para transmitir lo que parece inefable: “batid palmas, tocad, tocad para nuestro rey”. La admiración y la alabanza impulsan la creatividad humana. El hombre se anima a imitar a Dios entonando un cántico, plasmando una imagen, modelando una escultura o danzando con su cuerpo. Toda manifestación de arte, en cierto modo, es un destello de la divinidad que alienta en cada ser humano.

Aún hay más. El salmo llama a Dios “rey”. El pueblo judío vivió muchos años sin monarquía y sus profetas se resistían al yugo de los reyes. En su fe, únicamente Dios merece el título y el honor de un soberano. Así ha sido también para los santos, que no han postrado su rodilla ante ningún poder temporal, solo ante Dios. Esta convicción tiene consecuencias profundas. Adorar solo a Dios, que es amor y que desea nuestra plenitud, significa liberarse de muchos temores, condicionantes y “respetos humanos”, que a menudo nos esclavizan y empequeñecen nuestro espíritu. Adorar solo a Dios supone descartar los ídolos, ¡y nos rodean tantos! Las monarquías y los poderes terrenales suelen someter a las personas; debemos “amoldarnos” para encajar en una sociedad y ser aceptados y aplaudidos. Hemos de plegarnos a un pensamiento modelado para uniformarnos, a unas ideas que nos engañan y, lejos de construirnos, nos esclavizan. O bien hemos de someternos a unas leyes disfrazadas de justicia porque así lo han decretado quienes detentan el poder. Quizás para algunos, que adoptan el pensamiento freudiano, “matar a Dios” significa la liberación del hombre. Tal vez se han forjado una imagen muy errada de Dios, y olvidan que cuando Dios es apartado del mundo y el ser humano ocupa el lugar divino comienza una esclavitud terrible y a menudo arbitraria. El gran tirano del hombre es el mismo hombre. En cambio, cuando Dios es rey, el hombre alcanza su libertad.

16 de abril de 2015

Haz brillar tu luz sobre nosotros

Salmo 4

Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor.

Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor mío; tú que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi oración.

Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?»

En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo.


Este salmo es una preciosa oración para abrir el espíritu y dejar que la paz, la paz de Dios, la única que es auténtica, nos vaya invadiendo, poco a poco, y calme nuestras tormentas interiores.

El salmo habla de sentimientos y situaciones muy humanas: ese aprieto, que atenaza nuestro corazón cuando estamos en dificultades o sufrimos carencias; esa falta de luz, cuando parece que Dios está ausente y el mundo se nos cae encima. Los problemas nos abruman y podemos tener la sensación, muy a menudo, de que vivimos abandonados y aplastados bajo un peso enorme.

Dios da anchura, Dios alivia, Dios arroja luz al final del túnel. Dios calma las angustias y da paz. En la última cena, Jesús dice a los suyos que su paz no es como la de este mundo. ¿De qué paz estamos hablando?

Muchas veces buscamos la paz en cosas externas: en la seguridad económica, en una compañía que nos llena emocionalmente, en el bienestar, en la salud, en rodearnos de un ambiente favorable y positivo. O bien ensayamos prácticas físicas y mentales que nos lleven a la serenidad. Todo esto nos puede aportar alivio momentáneo, o una sensación placentera temporal. Pero la paz auténtica no vendrá de ahí. En el momento en que falle alguno de esos factores que nos da tranquilidad, ¿a dónde se fue la paz? Volverán la zozobra, la inquietud y la guerra interna.

La raíz de la paz está en Dios. Un Dios que, como dice el salmo, es «defensor mío». Lejos de la imagen del Dios justiciero, inquisidor, aquí encontramos a un Dios amante, bueno, consolador. El Dios a quien Jesús llamó, confiadamente, papá. Este Dios, que es amor incondicional e imperecedero, es la verdadera fuente de la paz. Quien se sabe amado sin medida y sin condiciones, siempre, tiene en su alma una roca sólida sobre la que construir toda una vida. Su alma, habitada por Dios, se convierte en santuario, en refugio, en ermita donde puede recogerse cada día, siempre que lo necesite, para encontrar la anhelada paz.

10 de abril de 2015

Es eterna su misericordia

Salmo 117

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Que lo diga la casa de Israel: eterna es su misericordia
Que lo diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.
Que lo digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia.
Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó;
El Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo.


En este domingo de la Divina Misericordia continuamos cantando el salmo 117, un poema que nos habla de resurrección, de vida y de plenitud.

Meditar sobre la pasión de Jesús nos lleva inevitablemente a pensar en nuestros propios dolores y sufrimientos. Es en estos momentos cuando confiar en Dios se convierte en el báculo y el sostén que nos permite seguir más allá de nuestras propias fuerzas.

El salmo habla de los justos: en sus tiendas habrá cantos de victoria, como en el campamento de un ejército victorioso. ¿Quiénes son los justos? ¿Qué batalla acaban de librar? Los justos, en el lenguaje bíblico, son aquellos que reconocen su verdad humana, hermosa pero limitada, y la presencia amorosa de Dios, que nos ha hecho y nos sostiene. La batalla se libra cada día: contra el desánimo, la duda, el cansancio y el egoísmo. La guerra es a brazo partido contra la tristeza, el miedo y la desconfianza. Nuestras fuerzas humanas son muy flacas para hacer frente a estos enemigos, siempre al acecho. Pero contamos con un aliado poderoso que solo espera una mirada nuestra, un gesto, un resquicio de corazón abierto, para combatir a nuestro lado y darnos la victoria.

Y es una victoria gozosa, en la que nosotros apenas hemos puesto más que un alma confiada. Para Dios, esto ya es mucho, él hace el resto.

El evangelio de hoy nos habla de la felicidad de aquellos que llegan a creer sin ver. La fe es un acto de valor, pues nos habla de confiar y creer aún sin tener pruebas palpables. La fe no se da en plena luz, sino cuando todavía la penumbra nos envuelve y los enemigos empujan y empujan para abatirnos, como dice el salmo. La luz llegará después.

También nos habla el evangelio de la incredulidad. Parece que la posición incrédula sea hoy la más valorada, la más inteligente, la propia de gente sensata, razonable, que piensa. Los crédulos son la gente simple y emocionalmente frágil, que necesita «agarrarse a un clavo ardiendo», como se suele decir. Quizás los creyentes somos esas piedras que los arquitectos y muchos intelectuales de nuestra sociedad desechan o miran con desdén. Pobres ilusos. Pero hay un salto entre simple credulidad y fe.
A los ojos de Dios, todo cambia: «La piedra desechada pasa a ser piedra angular». También Jesús fue piedra rehusada en su tiempo, acusado de farsante, crucificado como un malhechor. Y hoy sigue siéndolo. ¡Cuántas acusaciones, interpretaciones sesgadas, falsas imágenes y atributos distorsionados recibe su persona!

Pero, ¿qué hace Dios con esa piedra vapuleada?


Jesús resucitó. Rompe esquemas y barreras, hasta el muro más infranqueable, el de la muerte. Comienza una nueva vida, plena y duradera. Nosotros tampoco quedaremos olvidados. La compasión de Dios y su amor entrañable duran para siempre, y estamos muy presentes en su corazón.  

3 de abril de 2015

Este es el día en que actuó el Señor

Salmo 117

Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo. 
¡Aleluya, Aleluya!

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Que lo diga la casa de Israel: eterna es su misericordia.
La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa.
No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.

Qué poco podía imaginar el salmista que llegaría un día en que sus versos reflejarían la más pura realidad. Una realidad luminosa, rotunda, milagrosa. Un hecho que cambiaría la historia de la humanidad de forma irreversible.

Si en Navidad celebramos que Dios entra en la historia, haciéndose hombre, en Pascua celebramos que Dios abre la historia hacia una dimensión trascendente y eterna, rompiendo la barrera entre la vida y la muerte.

Tras estos días de Semana Santa, teñidos por la Pasión de Jesús, hemos visto al Dios humano sufrir, angustiarse y someterse a todos los padecimientos imaginables. Lo hemos visto morir. Ninguno de los sufrimientos que nos aquejan a los hombres es ajeno a nuestro Dios.

Pero su respuesta a la muerte es tremenda e inesperada. Con la resurrección, Dios hace reales aquellos versos del Cantar de los Cantares: «es más fuerte el amor que la muerte», y también demuestra que su vida es imperecedera.

El cristianismo ha leído este salmo como un presagio de la resurrección. Jesús es esa piedra desechada por los arquitectos, él mismo se aplica esta imagen en cierto momento, ante los escribas. Para Dios, no hay piedra —no hay persona— que sea desechable. Él todo lo recoge. Y recoge, especialmente, el amor que se ha dado, y lo transforma en vida eterna.

«Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente». No hay mejor veredicto, más escueto y preciso, sobre lo que supone la resurrección de Cristo. Es obra de Dios —que todo lo puede— y es un milagro —no tiene otra explicación, no podemos buscarle razones lógicas ni científicas, simplemente, ha ocurrido—. Pero ese milagro es patente: se ve, se toca, se comprueba. Es evidente y palpable.


Así es la resurrección de Cristo. Sus discípulos, y hasta quinientos más, dicen los evangelios, lo vieron vivo, en cuerpo y alma, después de su muerte. Por ellos creemos y podemos compartir su alegría y su esperanza: No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. Porque la resurrección de Jesús es una promesa para todos. Lo que en el Antiguo Testamento era esperanza de una vida futura, ahora se convierte en realidad presente. 

26 de marzo de 2015

¿Por qué me has abandonado?

Salmo 21

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere.»

Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel.


Clavado en la cruz, Jesús recitó las palabras de este salmo, palabras del hombre sufriente, acosado y golpeado por sus enemigos. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Es el clamor de muchas personas que sufren hoy; es quizás también nuestro clamor cuando las dificultades nos aprietan y no vemos una salida. Sentirse abandonado por Dios es la soledad más profunda, más hiriente y completa. Jesús, tan humano como nosotros, no fue ajeno a este dolor. Un dolor que va más allá de lo físico y lo emocional. Es el sufrimiento espiritual, el zarpazo del abismo, la amenaza del vacío.

Después de su entrada triunfal en Jerusalén, Jesús parece abatido y vencido. Su misión termina en una aparente derrota. Los versos del salmo reproducen cuanto le sucede: lo cercan, lo arrestan, le taladran pies y manos, se reparten su ropa. No solo lo atacan, sino que lo despojan de todo cuanto tiene y de su dignidad. La burla y el reparto de ropas expresan muy bien esa crueldad absurda que se mofa del vencido, que se ensaña sobre el hombre caído. 

Y, sin embargo, el salmo acaba con una alabanza a Dios. ¿Cómo es posible?

Jesús también venció esa última estocada del mal: la tentación de desesperarse, de dejar de creer. En la misma cruz, su súplica angustiada con las palabras del Salmo es al mismo tiempo señal de que sigue confiando en su Padre. ¿Cómo podría clamar a Él, si no creyera que le escucha? Ese grito al cielo es su última oración.

Cuando somos capaces de confiar en Dios hasta el extremo, hasta las circunstancias más difíciles y penosas, entenderemos estos versos dramáticos y las palabras de Jesús, muriendo en cruz. Entenderemos que hemos de pasar por una muerte para resucitar. Esa muerte se traducirá en cambios profundos en nuestra vida, incluso cambios en nuestra forma de ser y de pensar. Mantener la fe a toda prueba nos templa como el fuego. Y nos hace personas nuevas, más libres, más vivas. Resucitadas.

Estos días de Semana Santa nos invitan a descubrir el sentido oculto del dolor y a buscar la curación de toda herida humana, corporal y espiritual. Encontraremos la respuesta en el amor y en la entrega sin límites, un amor como sólo Dios puede darnos. El amor que nos mostró Jesús.  

Cuando te invoqué me escuchaste