17 de diciembre de 2015

Señor, ven a visitar tu viña

Salmo 79

Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.

Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos.

Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, y que tú hiciste vigorosa.

Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre.

En consonancia con las lecturas de hoy, pre-navideñas, el salmo que leemos nos habla de Dios como Señor de la vida. Su poder resplandece: la Creación entera, el universo, el mundo, habla de su grandeza. Los ángeles le sirven.

De su contexto cultural y literario, los salmistas a menudo tomaron imágenes cósmicas para describir a Dios —Dios de los ejércitos celestiales, que son los astros— o bien de la vida agrícola que conocían —el señor que planta una viña y la cultiva con amor―. Con estos símiles están expresando, por un lado, que Dios no es ajeno a la vida y a la naturaleza: son creación suya y él las sostiene y alienta. Por otro, también nos señala que Creador y obra no son una misma cosa. Dios es el Señor de la naturaleza, pero también el Señor de la historia. Por eso cuida de lo que ha creado y ninguna realidad del universo le es indiferente. Su mano creadora también es restauradora y protectora.

Pero la fe hebrea ya atisba esa centralidad humana que recoge el Cristianismo. El hombre es su escogido, el que fortaleció. El hombre es la criatura semejante a su Creador, la que puede hablar con él, imitarle con su impulso re-creador, ayudarle a completar su obra. Es la criatura que, por encima de todo, puede amarle y también sentirse amada por Él.

«No nos alejaremos de ti: danos vida», rezan los versos del salmo. Así es. Más allá de la vida biológica, Dios nos ha dado esa otra vida plena, de la que somos conscientes y que todos en el fondo anhelamos. Esa vida que nos rescata del sinsentido y del miedo, que da un significado a nuestra existencia, la podemos  encontrar cuando nos acercamos libre y voluntariamente a Dios. Más aún, cuando le abrazamos y nos aferramos a Él. Acogerle es nuestra Navidad. Invocarle es ya una manera de invitarle y hacerle presente en nosotros. 

3 de diciembre de 2015

La lengua se llena de cantares

Salmo 125, 1-6

El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.


Este salmo exultante, que rebosa agradecimiento, es muy acorde con el tiempo de Adviento, acompañando a la lectura de Juan predicando en el desierto.

El desierto es un lugar propicio para la oración y el descubrimiento de la verdad. También es símbolo de desnudez interior. La tierra desnuda de vegetación, abierta bajo el cielo transparente, es reflejo del alma que se sabe pobre y se abre al don.

Y cuando el espíritu se abre, Dios no retiene sus dones. Llueve, generoso, haciendo florecer la tierra estéril. «Cambia nuestra suerte», así es. Nuestro destino humano, que a veces se nos puede antojar falto de horizonte, vacío, inútil y gris, se convierte en un jardín frondoso, lleno de sentido y belleza.

Cuando sentimos la plenitud de Dios en nosotros, la alabanza y el agradecimiento brotan, como las palabras de este salmo. Son palabras que nos recuerdan el Magníficat de María. La alegría estalla y se convierte en cántico cuando somos conscientes de cuánto nos ama Dios, y cuánto puede hacer en nuestra vida. Es el canto de quien ha vivido la conversión y se siente renacer.

Esta conversión es un camino que también requiere un esfuerzo. Muchas veces, comporta dolores de parto. Por eso el salmo habla de sembrar entre lágrimas. Cuánto llanto no habrán costado las conversiones, cuántas batallas internas para vencer nuestras propias resistencias. Pero la cosecha, finalmente, es gozosa, porque la semilla plantada era buena.

En los tiempos inciertos que vivimos, en que mucha gente está desorientada y es fácil caer en el pesimismo vital, los cristianos hemos de abrir nuestro corazón más que nunca para que Dios pueda regarlo con su amor. Nuestro florecer será el mejor testimonio ante quienes no creen. Como los gentiles del salmo, quizás se sorprendan y se admiren, y quizás, algún día, ansíen también beber de esa agua viva que nos alimenta y nos hace capaces para la esperanza y la alegría. 

25 de noviembre de 2015

A ti, Señor, levanto mi alma

Salmo 24

A ti, Señor, levanto mi alma.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.


El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.

Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza.


La analogía de la vida humana con un camino es muy propia de nuestra cultura occidental y, en concreto, de la fe cristiana. La vida es un trayecto que a veces resulta placentero y otras se convierte en un sendero escarpado y lleno de dificultades. En todo camino hay un inicio y una meta, un fin. Sabemos que echamos a andar cuando somos engendrados y, para los creyentes, la meta es regresar a los brazos de nuestro Creador. Pero, durante el recorrido, que puede ser muy largo y azaroso, necesitamos referencias y orientación.

Dios se convierte en guía, siguiendo la tradición de la fe hebrea, que ve a Dios como pastor de su pueblo. No es un dios lejano e indiferente, a quien nada le importen sus criaturas. No nos abandona, perdidos en el vasto mundo. Pero, por otra parte, también es cierto que no todos querrán seguir sus indicaciones.

¿Quiénes escuchan su voz? Los pecadores y los humildes, dice el salmo. Los que se despojan del orgullo y reconocen que Dios es más que ellos, que Dios puede más. Los que no se endiosan ni rechazan a su Creador. Hasta los que cometen errores y ofensas, si abren el corazón, podrán ser iluminados.

“Las sendas del Señor son misericordia y lealtad”. Reflexionemos sobre estas palabras. Misericordia es afecto entrañable, corazón tierno que se derrite de amor. Lealtad es otra gran virtud de Dios: siempre fiel, siempre está cerca, siempre atento. En este Año Santo de la Misericordia que iniciaremos el día 8 de diciembre será bueno ahondar en lo que significa que Dios sea tan cariñoso, velando como una madre sobre sus pequeños. Sus “mandatos” no son otra cosa que orientaciones que nos guían en el camino de la vida. No son órdenes arbitrarias, sino avisos y enseñanzas.

Los antiguos judíos recordaban a menudo esta lealtad de Dios. En el salmo se repite la palabra “alianza”. Es una alianza a dos partes: Dios y el ser humano. Por la parte de Dios, el amor y la ayuda jamás fallan: Él siempre da. Por nuestra parte, la humana, no nos exige grandes hazañas. Tan sólo nos pedirá un alma abierta, dispuesta a recibirle y acogerle. Esta es la auténtica humildad, que no tiene nada que ver con el encogimiento y la humillación, sino con la alegría del que se sabe infinitamente amado.

En este tiempo de Adviento, el salmo 24 nos da palabras de esperanza. Quizás atravesamos un tramo borrascoso de nuestro camino, pero en medio de los problemas, Dios está ahí: si levantamos el alma hacia él, saldremos adelante.

20 de noviembre de 2015

El Señor reina

Salmo 92

El Señor reina, vestido de majestad.
El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder.
Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno.
Más potente que la voz de muchas aguas, más potente que el mar en su oleaje, más potente es el Señor en las alturas.
Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término.

Este salmo es muy acorde a la festividad que celebramos este domingo, Cristo Rey del Universo. En él, se nos presenta a Dios como señor poderoso, rey de toda la creación, revestido de poder. El lenguaje y el tono son épicos, así como esas imágenes potentes —las aguas que rugen, las alturas del cielo―. La fuerza de Dios es sobrecogedora.

¿Qué mensaje leemos aquí? Que Dios late detrás de todo el universo. Que todo cuanto existe es obra suya. Si la obra es maravillosa y admirable ¡cuánto más lo será el artista que la creó! Estos versos traducen una experiencia religiosa de asombro y veneración, muy alejada del animismo o del panteísmo, que ven divinidad en todas las cosas. La fe hebrea y la fe cristiana ven la huella de Dios en todo lo creado, pero no confunden la obra con el creador. La divinidad, lo sagrado, está en Él, más que en el mundo físico y visible. Dios es inmutable y eterno, y su poder es esta capacidad para crear y sostener la existencia de las cosas y los seres.

Esta actitud de admiración y reconocimiento de Dios se da en la contemplación. Y de ella surge una forma de actuar y de estar en el mundo: una ética, una moral. Como el Papa Francisco señala en su encíclica Laudato Si’, la fe cristiana nos pone la base para una actitud ecológica de admiración y respeto hacia la naturaleza, pero también hacia el ser humano. La ecología no puede ir separada de la justicia; el respeto al medio ambiente ha de ir acompañado por la protección del más débil y necesitado. Por eso los últimos versos del salmo ya no nos hablan de las bellezas del mundo, sino de los «mandatos» del Señor. Unos mandatos que son «fieles y seguros», que son santos. ¿Qué significan estas palabras?

La acepción hebrea de mandato no es tanto una orden como una necesidad, una urgencia. Existe una ley de Dios que nunca falla y que otorga, a quienes la siguen, santidad: es decir, alegría imperecedera, paz interior, libertad y nitidez de corazón. Esa ley no sigue las inercias de nuestro mundo, movido por el afán de poder y el egoísmo. Es la ley que Jesús mostró muy claramente con su vida: el poder de Jesús es el servicio, la donación, la entrega a los demás. El gran poder de Dios es su capacidad de amar sin límites. La ley, dice San Pablo, es el amor. En él yace la realeza del Señor.

31 de octubre de 2015

Este es el grupo que busca...

Salmo 23

Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.


El salmo de hoy nos habla de la gente buscadora de Dios. En el mundo son muchas las personas que abrigan el deseo de encontrarlo y de ver su rostro. Los mueve el hambre de eternidad que está inscrito en su interior.

¿Cómo descubrimos a Dios? Para muchos, la contemplación de la naturaleza y su hermosura ya es una evidencia de Dios. Alguien ha tenido que crear este universo, los mares, los montes. Más aún: Alguien ha tenido que crear a los seres vivos, y al mismo ser humano.

Sin embargo, también son muchas las personas que no ven en la realidad un signo de la presencia de Dios. Las filosofías ateas o materialistas son poderosas y quisieran borrar todo rastro de divinidad en el mundo.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede contemplarlo y estar ante Él? El salmista responde: «el hombre de manos inocentes y puro de corazón». Jesús dirá, en el sermón de la montaña: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

¿Quiénes son los limpios de corazón? Aquellos que están libres de prejuicios y, como los niños, son capaces de creer y admirarse. Los que tienen la mente y el alma abiertas, listas para aprender, despiertas para percibir los signos. 

Esta es la pureza que nos permite descubrir a Dios, no sólo en las maravillas de la naturaleza, sino en Cristo, en la Iglesia y en los demás.

San Juan en su evangelio dice que a Dios jamás nadie le vio, pero que Jesús, su Hijo, lo manifiesta y que, quien le ve a él, ve a Dios. Muchas personas son reticentes y el Cristianismo ha sufrido y sufre rechazo justamente por esto. ¿Cómo es posible ver a Dios en una figura humana, por excelente que ésta sea? Por esto lo rechazaron los judíos y por esto mucha gente, hoy, se aleja de la Iglesia. Creen en Dios, pero no en su Hijo, hecho hombre. Creen en cierta idea de la divinidad, pero no en un Dios personal, cercano, dialogante y amante.

Los antiguos hebreos ya creían en el Dios personal. Por eso se dirigen a Él y le hablan: «Venimos a tu presencia», porque saben que escucha y les dará una respuesta. Nuestra religión es la fe del ser humano que se comunica con Dios. Y el Dios que se comunica responde: da su bendición y hace justicia. ¿Cómo entender la justicia de Dios? No se asemeja a la humana. La justicia de Dios no es un premio sino un regalo inmenso: su propio amor. Y aún más, él mismo.

Quien a Dios tiene… nada le falta. ¡Feliz él! En esto se fundamenta la santidad. 

Cuando te invoqué me escuchaste