10 de octubre de 2009

Sácianos de tu amor

Salmo 89, 12-13. 14-15. 16-17

Sácianos de tu misericordia, Señor. Y toda nuestra vida será alegría.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Sé paciente con tus siervos.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas.

Que tus siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.


Este es un salmo de petición cuyos versos destilan esperanza. No es un ruego desesperado, sino una súplica confiada e incluso gozosa. Es la plegaria de aquel que ya ha gustado la bondad de Dios, que la conoce, que la ha experimentado, y la desea para todos los días de su vida.

Sácianos de tu misericordia, insiste la canción. Algunas versiones dicen: “que tu amor no deje de saciarnos”. Es una frase que describe con honda sencillez el anhelo más genuino latente en el corazón humano. Nuestros deseos son infinitos y hay una sola persona que pueda saciarlos: Dios. Su misericordia equivale a su amor, a su generosidad, a su paciencia. Es la actitud del padre amoroso hacia sus hijos. Lo que el poeta le pide a Dios, en realidad, es lo que ya sabe que recibirá.

Hay también en esta súplica una gran dosis de realismo. Por un lado, pedimos a Dios que nos enseñe a contar nuestros días. Se trata de aprender a ser conscientes del paso del tiempo, de la importancia de administrar ese tesoro que es nuestra vida temporal para así aprovecharla y dedicarla a aquello que vale la pena. Esto nos confiere la sabiduría del corazón.

También le pedimos días de alegría, que contrapesen los días de penas y dolor, ¡esto es tan humano! Y es lícito pedirlo, pues, ¿acaso podemos pensar que Dios no quiere darnos alegría y cosas buenas? En todo caso, los sufrimientos, vividos con serenidad, nos pueden enseñar el camino hacia una vida mejor, más profundamente alegre y plena.

Finalmente, pedimos a Dios que haga prósperas las obras de nuestras manos. ¡Qué bella petición! Es, en realidad, una ofrenda. Cuando ofrecemos todo cuanto hacemos a Dios, desprovistos de otro interés que no sea agradarle y trabajar de la mejor manera posible, él puede hacer milagros. La prosperidad y la eficacia de nuestras acciones puede depender en gran medida de nuestro esfuerzo, cierto. Pero los creyentes no hemos de olvidar que contamos con Alguien más, que enderezará lo que ande torcido y que hará brillar y fructificar nuestro trabajo.

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