14 de noviembre de 2009

Me refugio en ti

Salmo 15, 5 y 8. 9-10. 11

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.


Las lecturas del Antiguo Testamento y del evangelio esta semana nos hablan de grandes tribulaciones que afligen al mundo, pero también de esperanza. En tiempos de crisis y dificultades como los que vivimos, vale la pena leer con calma y profundizar en estos textos, no para caer en el alarmismo ni en el miedo, no para desanimarnos, sino para dilucidar qué nos dicen estas líneas.

Las escrituras siempre nos traen una última palabra de aliento y esperanza. El salmo 15 es una exclamación de gozo y una llamada a la paz. Con Dios a nuestro lado, nunca vacilaremos. Y Él es, no aquel Dios lejano e inalcanzable, sino nuestro “lote, nuestra heredad”: lo hemos recibido como regalo, Él mismo se nos da. No tenemos que esforzarnos por buscarlo, sino simplemente recibirlo y dejar que nos abrace y nos proteja en el calor de su regazo.

Dios sacia, Dios colma, Dios llena nuestra alma siempre hambrienta de infinito. Y es cuando experimentamos ese amor entrañable cuando sobreviene la paz. La paz interior, que tanto buscamos, no vendrá por muchas prácticas ascéticas ni seudomísticas. La paz auténtica no la construimos, sino que también nos es dada. Nos la da la certeza de ser amados. Por eso «se alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena». El salmo emplea expresiones muy carnales, muy vívidas, para reflejar esa paz que afecta no sólo a nuestra mente o a nuestros sentimientos, sino también a nuestro cuerpo, a nuestra salud.

Recordar siempre la cercanía de Dios nos da coraje y valor para afrontar cualquier dificultad: «no vacilaré». Los cristianos lo tenemos todo para superar el miedo. Nuestra fe nos ayuda a vencer los temores más grandes, incluido el temor a la muerte. Porque Dios nos ama tanto que también nos da esa inmortalidad anhelada: «no me entregarás a la muerte». No, no pereceremos definitivamente: hay en nosotros un espíritu que prevalecerá, porque está hecho de la misma sustancia que el Creador. Esta convicción también alimenta nuestra esperanza. Y quien espera, se pone manos a la obra para construir, día a día, paso a paso, un mundo mejor.

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