24 de septiembre de 2011

Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna

Salmo 24, 4bc-5. 6-7. 8-9
Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna.
Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador, y todo el día te estoy esperando.
Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.
El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.

De nuevo nos encontramos en este salmo con esa petición constante que apela a la misericordia de Dios. Todos nosotros, en algún momento de nuestra vida, necesitamos comprensión y compasión. Necesitamos que alguien nos perdone y olvide —olvide de verdad— nuestros errores y nos dé la oportunidad de empezar de nuevo.
Esta misericordia, esta capacidad inagotable para perdonar y olvidar, es propia de Dios. Porque los humanos, ¡somos tan rencorosos! En nuestro afán de justicia, no hacemos más que llevar las cuentas del mal, de los demás y a veces también del propio. Y así vivimos abrumados por la culpa. Presumimos de ser justos, y en realidad somos jueces implacables y castigadores.
Dios es justo de otra manera. Su justicia es esta magnanimidad asombrosa que a veces nos sorprende y nos cuesta de creer. Su rectitud es bondad, es comprensión con nosotros, es perdón total de nuestras faltas. Como decía un teólogo,  Dios es tremendamente olvidadizo.
Pero Dios no sólo nos limpia del mal cometido. No sólo es compasivo, sino que también es maestro. Nos enseña, de la mejor manera posible: acompañándonos en nuestro camino, mostrándonos cómo es él para que aprendamos a actuar a imitación suya. Los humanos no somos todopoderosos, como Dios, pero sí podemos semejarnos a nuestro Padre en el amor y en la compasión. Él nos ha dado un alma grande, capaz de hacerlo.
Finalmente, el salmo nos habla de la humildad. La verdadera humildad que, como decía santa Teresa, es la verdad. La verdad sobre nosotros mismos, la realidad de nuestro ser y nuestras circunstancias. Quien es humilde sabe ver sus límites y sus alcances. Y coloca las cosas en su justo lugar. Quien es humilde tiene el espíritu dócil y abierto y puede dejarse enseñar, guiar y amar. Está preparado para que Dios entre en su vida y camine a su lado.

2 comentarios:

  1. Me gustaría poder seguirte!
    Yo también soy de Badajoz.

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  2. Hola, José. Me alegro mucho que te hayas interesado por este blog. Como bien dijo Benedicto XVI los medios cibernéticos han de ser un campo de nueva evangelización. Puedes hacerte seguidor de este blog. O, si lo prefieres, te puedo enviar cada semana la actualización, como hago con muchas otras personas de todo el mundo. Si me facilitas tu e-mail, te lo enviaré.

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    P. Joaquín Iglesias

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