31 de octubre de 2025

Desde lo hondo a ti grito, Señor

Salmo 129, 1-8

Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz: estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.

Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto.

 Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora.

Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos.


Para muchas personas, religión es sinónimo de sentimiento de culpa. Se acusa al judaísmo y al cristianismo de fomentar un miedo y un desprecio de sí mismo que provoca neurosis y una caída de la autoestima.

Decía un padre jesuita que la consciencia del pecado es un don, pero de nada sirve reconocerse pecador si no es en oración, ante Dios. Por un lado, se necesita humildad y claridad interior para admitir que no somos perfectos y no solo eso, sino que a veces, deliberadamente, elegimos el camino equivocado. Hay una tendencia que nos inclina a ser egoístas y a buscar el reconocimiento, el aplauso, el engrandecimiento personal. Entre una autoestima equilibrada y la vanidad la línea es muy delgada…

El sentimiento que expresa este salmo no es neurótico ni amargado. El pecador no está desesperado porque sabe que, a la hora del juicio, Dios no será un castigador inclemente, sino el mejor abogado defensor. Tanto, que buscará mil y una formas para librarnos de las culpas. La esperanza en esa redención acrecienta la confianza y un sentido de liberación. Hay esclavitudes mucho peores que las materiales, y reconocerlas es el primer paso para liberarse.

Nuestra fuerza de voluntad es importante, pero no basta. ¡Cuántas veces nos hacemos buenos propósitos para volver a caer, una y otra vez, en el mismo defecto, en el mismo error! Hacemos el mal que no queremos y no hacemos el bien que querríamos, como bien dijo San Pablo. ¿Cómo superar esta limitación?

No funciona redoblar nuestro esfuerzo, sino aflojar la tensión interior y abrirnos al amor de Dios. Su ternura es el mejor jabón, el mejor trapo y el mejor bálsamo para sanar nuestra alma sucia y herida.  Confiemos, ansiemos, pidamos este amor. Dios lo dispensa generosamente y solo espera nuestra súplica para dárnoslo en abundancia. No hay delito que no pueda borrar su amor. Con él, llegarán la alegría y la liberación.

25 de octubre de 2025

Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha



Salmo 33


Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
El Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias.
El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él.


Muchas de nuestras oraciones están motivadas, como este salmo, por los problemas y dificultades que nos abruman. Cuando estamos desesperados clamamos a Dios. Pero Dios no es una pastilla o un opio que nos adormece y nos brinda un consuelo ilusorio. Dios tampoco nos va a sacar las castañas del fuego, como suele decirse. Quien de verdad quiera seguirle y comprometerse con él va a encontrarse con muchos obstáculos y rechazo de la gente.

Pero el salmo quiere darnos una visión más profunda de la realidad, que no se detiene en las meras tribulaciones y en la angustia. Quienes confiamos en Dios hemos de saber ver más allá. Cuando sufrimos porque intentamos ser justos, estamos compartiendo el dolor de Cristo. Cuando afrontamos el ataque de otros por querer ser coherentes y fieles, hay alguien que siempre nos apoya. Decía Gandhi que, «cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo». ¡Y es así! Él nos mira con amor y, aunque no nos parezca evidente, nos está apoyando y sosteniendo. Nos ama, nos defiende, nos da fortaleza y nos guarda un lugar junto a su corazón.

La estrofa que habla de los malhechores se refiere a aquellas personas que hacen mal, ciegas en su soberbia. Aunque parezca que el mal vence sobre la tierra, no es así. Con el tiempo, se verá que las semillas del mal mueren y son olvidadas, mientras que las del bien crecen y se expanden con los siglos. Reflexionemos en los personajes históricos que casi todos conocemos. En la historia podemos distinguir dos tipos de líder: por un lado, el guerrero dominador de pueblos, que ha ocupado muchas páginas en las crónicas escritas; y por otro lado, el líder pacífico, que no ha empuñado las armas, sino que ha esparcido un mensaje de amor, de paz y de conversión espiritual a las gentes. Estos líderes, que tal vez en vida pasaron más desapercibidos que los emperadores y guerreros, hoy siguen vivos en el alma de millones de personas. Para nosotros el gran líder, el gran pastor, ha sido y es Jesús. Su huella caló y sigue dando frutos hoy. En cambio, los líderes de la espada están muertos y su recuerdo yace enterrado bajo tumbas de piedra o en las páginas de los libros.

La justicia de la que hablan los salmos, sin embargo, no debe interpretarse como un juicio despiadado como lo haríamos los humanos, tan propensos a condenar. Es la consecuencia de sus actos la que hará perecer a quienes se rinden al mal. La justicia de Dios, en cambio, es generosidad con las personas que saben ser humildes: reconocen su realidad, sus límites, y la grandeza del Creador. Se saben falibles y necesitadas de amor y ayuda. Sólo desde la humildad se puede recibir el don de Dios.

18 de octubre de 2025

El auxilio me viene del Señor


Salmo 120

El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
Levanto mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá el auxilio?
El auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel.
El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.
El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas ahora y por siempre.


Cuando nos vemos envueltos en dificultades y problemas, cuando nos sentimos angustiados o vemos peligrar nuestra integridad, física o emocional, es cuando, muchas veces, nos acordamos de rezar.

Dios siempre está ahí, y es realmente un gran apoyo y consuelo. Qué lástima que lo olvidemos cuando las cosas van bien y, en cambio, nos acordemos de él cuando el miedo y el dolor nos acosan. Entonces creemos necesitarlo más que nunca y, si somos personas de fe, recurrimos a él, como reza el salmo: “levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá el auxilio?”

Ciertamente, cuando falta ayuda humana, o cuando todos nuestros esfuerzos fracasan, ya sólo nos queda mirar hacia lo alto y confiar en Dios.

Pero… ¿qué puede llegar a ser nuestra vida si siempre, cada día, en las alegrías o en las penas, confiamos en Dios?

Dios no es un guardián agobiante que nos asfixia con su presencia. Lejos de él cortar nuestras alas y nuestra iniciativa libre. Pero quien cuenta con Dios cada día, en sus empresas, en su trabajo, en su gozo, verá cómo su vida adquiere una profundidad, una belleza y un sentido muy especial.

Sí, Dios nos protege y nunca duerme. Siempre está cerca cuando le invocamos. En realidad, está dentro de nosotros, en lo más íntimo. Su aliento sostiene nuestra existencia entera. Afirman los teólogos que, si Dios dejara de amarnos un solo momento, dejaríamos de existir…

Si le llamamos con fe, siempre responde. Es hermoso levantarse cada mañana y pensar, recordando los versos del salmo, que Dios nos guarda a su sombra, nos acompaña cuando entramos y salimos, nos protege de todo mal. Especialmente del peor mal, el que pugna por anidar dentro nuestro, la tentación sibilina del egoísmo y el orgullo.

Llenémonos de Dios cada mañana: invoquémosle, llevémosle siempre presente, como compañero en todo momento. A Dios le necesitamos siempre, pues nuestra vida está en sus manos.

10 de octubre de 2025

El Señor da a conocer su salvación


Salmo 97


El Señor revela a las naciones su salvación

Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia, se acordó de su misericordia y su fidelidad a favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.

Hoy nos encontramos con este salmo que resuena con tonos épicos de himno triunfante. La forma del salmo expresa la grandeza de Dios, su belleza, su poder.

Pero hay un fondo que va más allá de la mera imagen del Dios victorioso, poderoso y favorecedor de un pueblo escogido.

¿Cuáles son las cualidades de este Dios? La misericordia y la fidelidad. No se habla de violencia, ni de poderío, ni de terror. Dios extiende su ley, que no es tiranía, sino amor entrañable —misericordia— y apoyo incansable y leal —fidelidad— al ser humano. Como afirma el Papa Francisco, la misericordia es mucho más que una cualidad de Dios: es la forma preferente en que se manifiesta a los hombres, el espacio donde se establece un diálogo de amor entre creador y criatura.

Dios no es nuestro enemigo ni una fabulación para dominar las conciencias, como tantos pensadores han proclamado. Dios es nuestro mejor aliado, aquel que no sólo nos protege y nos cuida, sino que nos hace crecer y desplegar todas nuestras posibilidades. La justicia de Dios no consiste en condenar, separar y elegir, sino en perdonar y acoger a todos. La palabra salvación, en hebreo, es un concepto mucho más rico que el de mero rescate. Salvación significa salud, paz, prosperidad, felicidad, desarrollo. La salvación de Dios es la gloria y la plenitud del hombre.

Y, aunque este salmo sea un himno de Israel, ya en sus versos se atisba la universalidad de Dios. «Aclama al Señor, tierra entera». No será un solo pueblo, ni una pequeña porción del planeta, la favorecida por Dios. Como nos recuerda el evangelio de hoy, la salvación es para todos. El amor de Dios llega hasta los confines de la tierra. Allá donde palpite un alma humana, Dios hará llegar la oferta generosa de su amor.

25 de julio de 2025

Cuando te invoqué me escuchaste


Salmo 137

Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste
Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti, me postraré hacia tu santuario.
Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera a tu fama; cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma.
El Señor es sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Cuando camino entre peligros, me conservas la vida; extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo. 
Tu derecha me salva. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.

En un mundo autosuficiente, donde Dios parece que sobra, donde el hombre tiene poder y cree dominar la naturaleza, este salmo resuena con voz extraña y bella, como el gorjeo del agua de un manantial podría sonar en medio del rugido de una gran urbe.

Frente al hombre libre y poderoso, la voz del salmo es la de quien se ha sentido pequeño y limitado. No somos dioses. Sentimos miedo y palpamos nuestra debilidad cuando los problemas nos acucian y tensamos nuestros límites.

Pero tampoco es la voz trágica del hombre que se siente juguete a merced del destino, del azar, o de un dios caprichoso. Porque los salmos son el canto del hombre que no sólo cree, sino que confía en Dios.

Un Dios eterno, no sólo omnipotente, sino bueno, capaz de enternecerse, de amar, de sufrir por su criatura, es la respuesta al vacío existencial que tan a menudo nos ataca cuando rozamos nuestros límites y todo parece perder sentido. 

Confiar en Dios acrecienta el valor. El alma abatida revive, apoyada en la certeza de saberse amada. Y el amor auténtico, el amor infinito, propio de Dios, es leal y firme. “Supera tu fama”, dice el salmista. El amor de Dios llega más lejos de lo que podamos imaginar.

Dios, continúa el salmo, se fija en el humilde y conoce al soberbio. ¡Cómo no va a conocernos, pues él nos hizo! Conoce también los entresijos y tentaciones de nuestra alma, tan dada a la soberbia cuando las cosas nos salen bien, tan propensa a la tristeza cuando se nos tuercen. También podríamos decir, desde la otra perspectiva: el soberbio no conoce a Dios. Quiere barrerlo de su vida porque aparentemente no lo necesita. O quizás, en su soberbia, se fabrica la imagen de un dios irreal, a su propia imagen de humano enaltecido en su vanidad, ebrio de su inteligencia y poder. Siempre ha habido en la humanidad esa tentación de divinizarse, de hacerse dios.

En cambio, el humilde sí conoce a Dios, porque su mente y su corazón están abiertos. En la necesidad experimentamos la lucidez del realismo y abrimos las manos para recibir ayuda. Y Dios da mucho más que ayuda, consuelo y apoyo. En realidad, se nos da a sí mismo. Todo su amor en nuestras manos. Y todo nuestro ser puede reposar en su pecho amoroso. De ese abrazo místico afloran las palabras de agradecimiento y de alabanza. ¡Somos amados! Como las de este salmo.

18 de julio de 2025

¿Quién puede hospedarse en tu tienda?



Salmo 14


Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua.
El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino, el que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor.
El que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará.

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? Esta frase tiene como telón de fondo la peregrinación de Israel en el desierto y su alianza con Dios, sellada mediante el cumplimiento de la Ley. Hospedarse en la tienda de Dios es entrar en su casa, alojarse en su corazón. La pregunta ¿quién puede hospedarse ahí? expresa el deseo de vivir en su presencia y gozar de su protección y amor.

En la mentalidad de los antiguos israelitas no todos podían acceder al recinto sagrado donde habitaba Dios. Hacía falta estar puros, es decir, consagrados, dedicados a él. Y esta pureza se conseguía, entre otras cosas, cumpliendo los mandamientos.

En el salmo que leemos hoy se recogen varios preceptos que nos recuerdan el Decálogo, pues forman parte de la Ley de Moisés. Nos hablan de actuar con honestidad, de ser justos, de no mentir, no calumniar, no robar ni prestar con usura. Nos exhortan a no hacer mal al prójimo y a temer al Señor. Se desprende de estos preceptos una moral muy clara, que nos hace reflexionar sobre muchas situaciones que estamos viviendo hoy. ¡Cuánto cambiarían las cosas si todos respetáramos estas leyes! Ante la corrupción de jueces y políticos y los abusos que cometen los bancos, los mandatos de practicar la justicia, no prestar con usura y no aceptar sobornos nos interpelan.

Decía C. S. Lewis que es curioso y triste que el sistema económico de nuestra sociedad occidental se fundamente en una práctica que las tres grandes religiones monoteístas condenaron: el préstamo con intereses. Esta observación da qué pensar y nos lleva a un imperativo ético: trabajar, con todas nuestras fuerzas, para contrarrestar la avaricia, la injusticia y la iniquidad de quienes parecen controlar el mundo. Y procurar no dejarse llevar por estas tendencias, en nuestro ámbito personal e incluso más privado. Porque tal vez no estamos robando ni prestando con usura, pero... ¿Vivimos aferrados a nuestro dinero y somos capaces de sacrificar cualquier cosa por él? ¿Cuánta injusticia cometemos cuando juzgamos y difamamos a alguien que nos fastidia? ¿Cuánto daño infligimos con nuestra arma más letal, nuestra lengua calumniadora y criticona? ¿Cuánto robamos a aquel a quien no le concedemos un tiempo para escucharle, ayudarle, animarle? ¿Cuánto tiempo le robamos a Dios, cuando no sabemos encontrar ni unos minutos para él? ¿Cuánto tiempo le robamos a nuestros seres queridos, cuando preferimos distraernos con el trabajo, o con cualquier cosa, antes que pasar unas horas con ellos?

Pensemos muy despacio, cada día, cómo estamos cumpliendo y cómo fallamos a estos preceptos tan sencillos pero tan hondos. Y qué podemos cambiar para mejorarnos a nosotros mismos y ayudar los demás.

¿Dónde está la tienda de Dios? Queremos hospedarnos en ella y no nos percatamos de que Dios ha plantado su tienda en el corazón del prójimo.

11 de julio de 2025

Humildes, buscad al Señor y reviviréis



Salmo 68



Mi oración sube hasta ti, Señor, en el momento favorable: 
respóndeme, Dios mío, por tu gran amor, sálvame, por tu fidelidad.

Respóndeme, Señor, por tu bondad y tu amor, por tu gran compasión vuélvete a mí.
Yo soy un pobre desdichado, Dios mío, que tu ayuda me proteja: 
así alabaré con cantos el nombre de Dios, y proclamaré su grandeza dando gracias.

Que lo vean los humildes y se alegren, que vivan los que buscan al Señor: 
porque el Señor escucha a los pobres y no desprecia a sus cautivos.
El Señor salvará a Sión y volverá a edificar las ciudades de Judá. 

El linaje de sus servidores la tendrá como herencia, 
y los que aman su nombre morarán en ella.

Somos pequeños y Dios es grande. ¡Otra afirmación que va tan en contra de la filosofía imperante hoy en el mundo! Con el pretexto de sacudirse de encima los yugos que imponían la Iglesia, la moral, la religión, el hombre moderno se ha agigantado y ha derribado de su pedestal algunos de los principios que sostenían la fe. Entre ellos, ese tan mal entendido y peor explicado: el “temor de Dios”.

Afirman algunos teólogos hoy que el temor de Dios no es pánico ante un Señor terrible y vengador, ni sumisión servil ante un Dios autoritario. Quien teme así, es porque en el fondo se siente esclavo, sometido, y también rebelde. Cuando pueda, intentará escapar de esa dominación y alejarse. Su relación con Dios está basada en el miedo y los intereses, y esto jamás podrá ser la relación de padre-hijo, el vínculo de amor, libre y apasionado, que Dios desea establecer con nosotros.

El temor de Dios es justamente lo contrario: es amarle tanto, que el único miedo es alejarse de él y dejar que otros ídolos ocupen nuestro corazón. El temor de Dios es reconocer su grandeza y también su amor, tal como es, infinito y desbordante, y dejarse amar por él. 

Para llegar a esta actitud hace falta ser humilde. Humilde que no es otra cosa que reconocer lo que uno es, con sus miserias y sus anhelos; con sus enormes potenciales y sus dolorosos límites. El salmo canta que los humildes se alegrarán y revivirán. Lejos de arrastrar una existencia gris y triste, su vida será plena y llena de gozo. ¿Quién dijo que la humildad llevaba a la esclavitud y a una vida anodina? La humildad lleva a la auténtica alegría. Y esto, que puede sonar a paradoja, a contradicción, incluso a absurdo para nuestro mundo de hoy, es una verdad que han vivido y transmitido miles de personas a lo largo de la historia. Salmistas, profetas, santos celebrados en los altares y santos desconocidos; santos de la vida ordinaria que han demostrado, con su existencia, que quien se arrodilla ante Dios se levanta como ser humano, fortalecido, libre, valiente, rebosante de vida y de un gozo interior que nada ni nadie puede apagar.

4 de julio de 2025

Aclamad al Señor, tierra entera


Salmo 65


Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre; 

cantad himnos a su gloria; decid a Dios: "¡Qué temibles son tus obras!"
Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor, 
que toquen para tu nombre. 
Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres.
Transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río. 
Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente.
Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo. 
Bendito sea Dios, que no rechazó mi suplica, ni me retiró su favor.


Se dice que la admiración despertó en el hombre el sentimiento religioso y también la inquietud filosófica. Ante la contemplación del mundo circundante, de la naturaleza grandiosa, de la fuerza indomable de los elementos, el ser humano se siente pequeño y a la vez espoleado por un íntimo afán: saber más, conocer más, desentrañar el misterio que late tras el tapiz del mundo visible.

Los salmos, como este que leemos hoy, expresan con múltiples imágenes este sentimiento de arrobo y admiración. Pero, más allá de la naturaleza y el mundo tangible, el hombre religioso adivina otra realidad trascendente. Para el hebreo, el mundo es admirable, pero mucho más lo es Dios, que lo ha creado. En la religión judía, y también en la cristiana, hay una clara distinción entre Creador y criatura; no se diviniza la naturaleza, sino a Aquel que la ha hecho. El creyente adora al divino autor, no a su obra.

Aún y así, la belleza de la obra siempre es un puente tendido que nos acerca al Creador. Esta belleza no siempre es idílica, ni causa siempre sensaciones plácidas. Ante el espectáculo del universo, el ánimo sensible se ve sacudido por una mezcla de asombro e incluso espanto: “¡Qué temibles son tus obras!”. En esta exclamación se percibe, de manera simple y honda, la limitación humana y su incapacidad para dominar las fuerzas naturales. El hombre puede controlar sus propias obras hasta cierto punto, pero nunca podrá controlar enteramente la obra de Dios.

Tras constatar esto, el salmista desciende a tierra y enfoca su atención, no ya en el mundo, sino en sí mismo. Dios no sólo ha hecho maravillas en el cosmos, sino en ese pequeño y a la vez inmenso universo que es cada persona. Existir, ser engendrados y nacer con un alma prendida en nuestro barro humano ya es un milagro. Pero si cada uno de nosotros deja, además, que Dios vaya modelando nuestra vida, iluminando nuestro recorrido vital; si dejamos que él penetre nuestro corazón y guíe nuestros pasos, entonces el asombro exultante y la gratitud serán mucho mayores. Porque nuestro gran artista Dios no desea otra cosa que hacer de nuestras vidas un caudal incesante de amor y belleza.

27 de junio de 2025

El Señor me libró de todas mis ansias

Salmo 33, 2-9


R. El Señor me libró de todas mis ansias.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. R.

Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias. R.

Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. R.

El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él. R.


Hoy encontramos muchísima literatura, cursos, talleres y material audiovisual de autoayuda. Buena parte de todo este esfuerzo se centra justamente en librar a las personas de su angustia vital. Una angustia que puede estar provocada por los problemas o circunstancias que nos acosan diariamente pero también, en muchos casos, es fruto de una actitud ante la vida y los sucesos, que nos vuelve frágiles y nos hace zozobrar en medio del oleaje.

La humanidad ha alcanzado cimas muy altas en ciertas áreas del saber y disponemos de muchísimos recursos para afrontar los desafíos de la vida. Pero, con la proliferación de recursos y el auge tecnológico y científico también ha crecido la inseguridad en todos los aspectos. Padecemos inseguridad económica, miedo ante el futuro, ante la soledad, la pobreza o la guerra. Y padecemos, también, estrés, un azote de nuestra cultura occidental, la sensación de estar corriendo hacia ninguna parte y una terrible falta de sentido que nos hace ver la vida como una carga, vacía, efímera y a veces absurda.

¿De dónde viene esta actitud? Quizás el origen de todo haya sido una sobrevaloración del poder humano, una soberbia y un alejamiento progresivo de Dios; un olvidarse que, detrás de todos los logros del hombre está la potencia invisible pero siempre presente de Dios.

En este contexto, la Biblia, el libro de autoayuda más antiguo y quizás el mejor que existe, viene a darnos luz. No es un consuelo barato ni una ilusión. La Biblia no se anda con rodeos: no quiere deslumbrarnos con fuegos artificiales ni adormecernos entre humo de incienso. Los salmos de súplica reflejan realidades humanas de dolor, miedo y angustia sin paliativos. Pero al mismo tiempo reflejan una vivencia muy honda y real: la del hombre que ha encontrado a Dios y, con él, ha podido levantarse y seguir adelante.

El salmo nos dice que Dios siempre responde cuando clamamos a él. Es un Dios que escucha. Me libró de todas mis ansias: es un Dios liberador. El salmo no nos dice exactamente qué hace Dios para librarnos. Por experiencia sabemos que Dios no interviene en nuestra vida como un mago, para sacarnos las castañas del fuego. Pero sí sabemos que su presencia nos conforta, nos anima y nos impulsa. ¿Cómo nos ayuda Dios?

Quizás la respuesta esté en los mismos versos del salmista: El ángel del señor acampa en medio de sus fieles... Dios no nos envía remedios, ¡él mismo viene en nuestro auxilio! Su ayuda es él. Se nos da, en persona, para acompañarnos, para estar a nuestro lado, para llenarnos con su vida. ¿Somos conscientes de que está con nosotros, dentro de nosotros, insuflándonos su aliento, sosteniéndonos en el ser, a cada instante?

Contempladlo y quedaréis radiantes. Ahí está el secreto: en la contemplación, en la oración silenciosa ante él. Respirar, agradecer la vida, sentir su presencia nos hará conscientes de que todo cuanto tenemos y somos es un don. En él vivimos, nos movemos y existimos. Estamos arraigados en él, que nos da la existencia y nos lo da todo... Esa certeza hace brotar la gratitud, y con la gratitud desaparece el miedo y la angustia.

¡Cantemos! Dejémonos amar por el que es más íntimo que nuestra más profunda intimidad. Y su amor nos librará de la angustia y nos hará caminar erguidos, confiados, alegres y valientes. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él.

13 de junio de 2025

¿Qué es el ser humano...?



Salmo 8


Señor Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, 
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, 
el ser humano, para darle poder? 
Lo hiciste poco inferior a los ángeles, 
lo coronaste de gloria y dignidad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos. 
Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, 
y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, 
los peces que trazan sendas por el mar. 


Los conocimientos científicos que tenemos hoy nos han descubierto un universo increíble. Las cifras de sus dimensiones y distancias dan vértigo. La belleza de sus fenómenos nos sobrecoge. Las imágenes que llegan de distantes galaxias, estrellas y nebulosas nos admiran. Y nos hacen sentir nuestra pequeñez. ¿Qué es la Tierra, nuestro planeta, en medio de esa inmensidad? ¡Nada!

Por otra parte, el conocimiento del mundo microscópico: la vida de las células, la física atómica, nos revela otra inmensidad asombrosa, que se esconde bajo nuestra misma piel. ¡Sabemos tan poco de nosotros mismos, de nuestro cuerpo, del proceso de la vida!

Y todo esto nos lleva a una conclusión humilde. Somos pequeños… apenas nada, en medio de un universo prodigioso que se despliega sin que sepamos cómo ni por qué.

Sin tener tantos conocimientos, los hombres de la antigüedad también se admiraron ante la maravilla del cosmos. Reconocieron su grandeza y supieron ver más allá: que detrás de la creación había la mano de un autor mucho más grande, más bueno y más lleno de sabiduría que su misma obra. Reconocer esto lleva a las palabras admiradas que leemos hoy en el salmo 8. El nombre de Dios ―su firma, su sello― está impreso en toda la creación, ¡y es admirable!

Ser conscientes de la grandeza de cuanto nos rodea nos lleva de inmediato a percatarnos de nuestra pequeñez. Pero, al mismo tiempo, ¡podemos conocer todo esto! Si el universo es un milagro, la vida es otro misterio casi imposible de explicar. Pero si la vida es portentosa, ¿qué es la consciencia humana? Las estrellas, las plantas, incluso los animales, en su grado de inteligencia y sentimiento, no llegan hasta donde llegamos los humanos, cuando alzamos la mirada al cielo y nos preguntamos: ¿de dónde viene todo esto? ¿Y por qué?

Esa consciencia inteligente, que nos hace interrogarnos y buscar respuestas, es la que nos hace semejantes a Dios. En él están las respuestas y la fuente de la pregunta. Dios es el agua viva, y el agua viva es la que despierta nuestra sed. Vivimos anhelando unirnos con la fuente de nuestro ser.  

Esas cualidades que nos hacen semejantes a Dios nos convierten en un ser grande y poderoso. Somos nada y, al mismo tiempo, somos mucho. Es bueno darnos cuenta de esta paradoja para adoptar una actitud humilde y gozosa ante la realidad. Por un lado, somos dependientes del Creador y apenas una motita de ser en medio de la nada. Por otro lado, Dios nos da unas capacidades que nos permiten “casi” dominar el mundo: cavamos la tierra, domesticamos los animales, jugamos con la naturaleza y nos servimos de ella… Sin la humildad necesaria, nuestra inteligencia nos puede llevar a verdaderos atropellos, como lo vemos cada día en las guerras y en las catástrofes ecológicas. Si nos creemos dioses, no vamos a cuidar de este mundo que nos es dado. Pero con humildad, y con gratitud, nos convertiremos en sabios administradores, en custodios, como dice el papa Francisco, de esta creación que está ahí no sólo para servirnos, sino para mostrar la gloria espléndida del creador.

Ser pequeños nos impulsa a ser humildes; ser grandes nos hace responsables. Ojalá adquiramos esta sabiduría de Dios: sabernos semejantes a él, pero nunca dioses. Y en esta semejanza, imitarlo en su cuidado amoroso sobre todo lo creado, desde la planta más diminuta hasta el ser humano que vive a nuestro lado. 

6 de junio de 2025

Envía tu Espíritu, Señor


Salmo 103


Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas.

Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.

Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor. 

El Salmo 103 es un cántico gozoso de adoración: el hombre reconoce la grandeza de Dios y prorrumpe en alabanzas hacia él.

No sólo se trata de un sentimiento de admiración ante la belleza de lo creado —la tierra está llena de tus criaturas—, sino de algo más profundo. El poeta que entona estos versos descubre que el simple hecho de que algo exista es un milagro, y que toda criatura, todo ser vivo, el universo entero, aún siendo admirables no serían nada si Alguien no los sostuviera en su existencia.

«Les retiras el aliento y expiran y vuelven a ser polvo.» El aliento de Dios se identifica con la vida que anima la materia. Detrás de toda forma viva aletea el Espíritu que ya preexistía, según dice el Génesis, aleteando sobre las aguas primigenias.

Por supuesto estas imágenes son simbólicas, pero tienen un significado más hondo que el mero mito. Este salmo, como el libro del Génesis, nos habla de un Dios que es Creador, cuya energía enciende la llama de la vida y que se despliega en una creación maravillosa, de la cual el ser humano forma parte central.

Porque el ser humano, a diferencia de las otras criaturas, no sólo existe y vive, sino que puede conocer a su Creador y disfrutar de su obra. Puede, incluso, imitarlo, jugando a crear y elaborando sus pequeñas obras de arte. Este verso del salmo recuerda el gozo del artista que acaba su obra y la ofrece a Aquel que lo hizo y le dio la capacidad creativa: «Que le sea agradable mi poema».

Un teólogo dijo que el Espíritu Santo es el Señor de la Belleza. En su mensaje a los artistas, los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI nos recuerdan que a través del lenguaje artístico se manifiesta el Espíritu de Dios. La belleza, efectivamente, nos habla de una mano creadora y del amor con que esa obra fue concebida.

Hoy, día de Pentecostés, puede ser una buena ocasión para reflexionar y ver de qué manera podemos esparcir belleza —auténtica y buena— a nuestro alrededor.

30 de mayo de 2025

Dios asciende entre aclamaciones


Salmo 46


Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.
Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo; tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

El salmo de hoy acompaña las lecturas de la Ascensión de Jesús como una sinfonía triunfal y exultante. Es un salmo con tintes épicos, teñido también de gozo. Sus versos desprenden luz y alegría: la exaltación de ánimo de aquel que “ve”, reconoce y aclama la grandeza de Dios.

Qué fácil es admirarse ante la belleza del mundo, ante la grandiosidad de un paisaje o ante las maravillas del universo. Para muchos, agnósticos o escépticos, todo es fruto del azar. La realidad puede ser hermosa o terrible, pero siempre es desconcertante y desborda la capacidad de comprensión. Los interrogantes no hallan respuesta. Ante la falta de una explicación que dé sentido a todo cuanto existe, el corazón enmudece.

Pero quien sabe ver detrás de toda esta belleza la mano de un Dios Creador prorrumpe en exclamaciones como las de este salmo. La música es el mejor vehículo para transmitir lo que parece inefable: “batid palmas, tocad, tocad para nuestro rey”. La admiración y la alabanza impulsan la creatividad humana. El hombre se anima a imitar a Dios entonando un cántico, plasmando una imagen, modelando una escultura o danzando con su cuerpo. Toda manifestación de arte, en cierto modo, es un destello de la divinidad que alienta en cada ser humano.

Aún hay más. El salmo llama a Dios “rey”. El pueblo judío vivió muchos años sin monarquía y sus profetas se resistían al yugo de los reyes. En su fe, únicamente Dios merece el título y el honor de un soberano. Así ha sido también para los santos, que no han postrado su rodilla ante ningún poder temporal, solo ante Dios. Esta convicción tiene consecuencias profundas. Adorar solo a Dios, que es amor y que desea nuestra plenitud, significa liberarse de muchos temores, condicionantes y “respetos humanos”, que a menudo nos esclavizan y empequeñecen nuestro espíritu. Adorar solo a Dios supone descartar los ídolos, ¡y nos rodean tantos! 

Los poderes terrenales suelen someter a las personas; debemos “amoldarnos” para encajar en una sociedad y ser aceptados y aplaudidos. Hemos de plegarnos a un pensamiento modelado para uniformarnos, a unas ideas que nos engañan y, lejos de construirnos, nos esclavizan. O bien hemos de someternos a unas leyes disfrazadas de justicia porque así lo han decretado quienes detentan el poder. Quizás para algunos, que adoptan el pensamiento de Freud, “matar a Dios” signifique la liberación del hombre. Tal vez se han forjado una imagen muy errada de Dios, y olvidan que cuando Dios es apartado del mundo y el ser humano ocupa el lugar divino comienza una esclavitud terrible y a menudo arbitraria. El gran tirano del hombre es el mismo hombre. En cambio, cuando Dios es rey, el hombre alcanza su libertad.

23 de mayo de 2025

Que todos los pueblos te alaben

Salmo 66


Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros; 
conozca la tierra tus caminos, 
todos los pueblos tu salvación. 

Que canten de alegría las naciones, 
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud 
y gobiernas las naciones de la tierra. 

Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben. 
Que Dios nos bendiga; 
que le teman hasta los confines del orbe. 


Cuando un salmo como este exulta de alegría y rebosa alabanzas, no deberíamos pensar que se trata de una efusión exagerada.

Quien canta reza dos veces; quien canta es porque rezar se le queda corto y necesita no hablar, sino gritar; no sonreír, sino danzar de puro gozo.

¿Quién puede llenarnos de tanta alegría que no nos quepa dentro del cuerpo… ni del alma? Sólo el que es más grande que nosotros, más grande que el mundo, más que el universo entero.

Y este Grande no nos aplasta con su poder, sino que nos estremece y nos vivifica con su amor. No nos apabulla ni nos domina; sino que nos seduce y nos colma de regalos.

Quien ha experimentado el milagro y el gozo de la propia existencia conoce esta alegría desbordante. Conoce este amor, y por eso prorrumpe en cánticos. De lo que está lleno el corazón habla la boca.

¿Realmente tenemos motivos para compartir esta alegría del salmista? Quizás nos parezca que en el mundo de hoy no resulta muy oportuno entregarse a estas manifestaciones tan jubilosas. Pero… ¿creéis que el mundo de hace tres milenios era mucho mejor? ¿Creéis que los judíos que vivieron la invasión, la guerra, el exilio y el retorno sufrieron menos que los hombres de hoy? La guerra, el drama de los refugiados, la pobreza, las persecuciones políticas y religiosas no son algo nuevo. Los israelitas conocieron todo eso. Y, a pesar de todo, encontraron motivos para vivir, para luchar, para seguir adelante. A pesar de todo, descubrieron a un Dios compañero de camino que jamás los abandonó. Por eso podían cantar.

Hagamos nuestro su canto. Hagamos nuestra su alegría, porque nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, no somos menos amados ni menos acompañados que ellos.

Al contrario, tenemos algo que los antiguos jamás vieron ni oyeron, ni siquiera pudieron palpar. Tenemos la presencia, viva y actual, de este Dios que para estar  más cerca se ha hecho hombre y ha muerto como nosotros. Este Dios que, para estar ¡dentro de nosotros! se nos ha hecho pan.

¡Claro que tenemos motivos para cantar y estar alegres! El Señor ya ha tenido toda la piedad del mundo, ya nos ha iluminado con su mirada, nos ha amado y nos ha bendecido. Por eso podemos exclamar: Oh Dios, que te alaben todos los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Y nosotros, seamos los primeros en hablar de tus maravillas. De tus milagros. De tu amor.

16 de mayo de 2025

Bendeciré tu nombre, Dios mío, mi Rey

Salmo 144


Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado. Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad.


Este salmo muestra algunas de las características que distinguen radicalmente al Dios de Israel de las divinidades de otros pueblos de la antigüedad. En las mitologías antiguas, los dioses se enzarzaban en luchas y rivalidades entre ellos, haciendo a los seres humanos partícipes de sus epopeyas y, en ocasiones, castigándolos o utilizándolos para sus fines. Era una creencia común que las catástrofes, ya fueran naturales o provocadas por mano del hombre, tenían su origen en la cólera divina.

En la fe del pueblo hebreo se va dilucidando, de forma cada vez más nítida, la imagen de un Dios que no sólo rechaza utilizar a los seres humanos, sino que los ama tiernamente. Un Dios que es Padre, que es “lento a la cólera y rico en piedad”, que es “cariñoso con todas sus criaturas”. Dios no pertenece al mundo ni es una fuerza natural devastadora; Dios es el creador del mundo y, como buen progenitor, lo ama y lo cuida.

Esta consciencia de saber que Dios es superior a su creación se refleja en las expresiones de realeza: se le atribuyen a Dios “la gloria y la majestad” de un rey; se habla de sus proezas y de su reinado. Dios es el gran rey en la fe del pueblo judío. Es el único que, por ser creador, tiene potestad sobre la naturaleza y los hombres. Pero no es un ser colérico y vengativo, sino fundamentalmente bueno.

Y esta consciencia lleva a la admiración y a la alabanza. El salmo no ve a este Rey del universo como un déspota arbitrario, sino como un padre cercano que rebosa afecto. Lejos de una visión freudiana de Dios y su poder, los salmos nos revelan una experiencia de Dios muy íntima y gozosa. La actitud hacia Dios no debería ser nunca de miedo, ni tampoco de rechazo o de rebeldía, sino de agradecimiento y alabanza. ¿Por qué? Por la belleza de lo creado, por la grandeza de todo lo que existe y, sobre todo, por el don inmenso de existir y de ser conscientes de ello.

Cuando alguien experimenta la maravilla de existir y comprende que levantarse cada día es un milagro, el corazón rebosa de agradecimiento y los labios cantan.

9 de mayo de 2025

Somos suyos


Salmo 99


Somos su pueblo y ovejas de su rebaño.
Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores.
Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.
El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades. 

En la mentalidad de hoy, en la que el individuo es exaltado y su autonomía parece la máxima aspiración, las palabras del salmo y del evangelio de este domingo pueden provocar cierto rechazo.

«Somos ovejas de su rebaño.» La simple palabra «ovejas» nos resulta incluso despectiva, sinónimo de persona adocenada, sin criterio propio, sumisa y obediente.

Y, sin embargo, el Salmo canta con palabras exultantes esa pertenencia al rebaño del Señor. «Somos suyos»: esta frase no debe ser leída como sinónimo de esclavitud, sino en el sentido de pertenencia que embarga a los que se aman. «Soy tuyo» son palabras de amante que se entrega a su amado. Somos de Dios porque él nos ama y nunca nos abandona.

Este salmo también da respuestas a aquellos que creen que Dios existe, sí, pero que está muy lejano y que es indiferente a sus criaturas. Oímos a menudo decir: «el mundo está dejado de la mano de Dios». Existe una sensación de pérdida, de soledad. Somos huérfanos, Dios no escucha. El salmo viene a contradecir esto. Dios sigue siendo padre, cercano, amoroso, atento. Pero no grita ni pisa nuestra libertad. Dios está cerca de aquellos que lo buscan y se abren a Él.

El gran drama del hombre no es que Dios lo haya abandonado, sino que él ha abandonado a Dios. La gran tragedia humana no es la esclavitud, sino haber utilizado la libertad para alejarse de Aquel que es su misma fuente. El hombre no está sometido por Dios, sino por sí mismo. Quien deja de servir a Dios con alegría, cae bajo el yugo de los hombres.

En cambio, la cercanía a Dios rompe todas las cadenas y hace estallar la alegría. De ahí la exclamación del salmo: «Aclama al Señor, tierra entera».

2 de mayo de 2025

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado

Salmo 29


Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.

Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo.

Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.


Este salmo recoge con imágenes poéticas los avatares de la vida humana. Hay momentos de llanto, días de júbilo; dolor, gozo, muerte y vida se suceden. Y en medio de las turbulencias, siempre podemos encontrar a Dios.

Todos, en algún momento de nuestra vida, nos hemos sentido angustiados y oprimidos por las dificultades y por enemigos, ya fueran personas o situaciones que nos aprietan. ¡Cuántas nos parece estar metidos en un foso oscuro, un túnel sin salida!

Sin embargo, hay una mano salvadora que nos ayuda a salir adelante y nos hace revivir. Toda muerte precede a una resurrección. «Cambiaste mi luto en danzas», dice el salmo, en una frase que contrasta vivamente el duelo con la alegría más exultante. ¿Podemos superar las desgracias, solos? No. Necesitamos ayuda. Y no hay soporte ni auxilio más poderoso que el de Dios.

Nuestra vida está tejida de claroscuros. «Al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo». Conoceremos toda clase de experiencias. Creer en Dios no nos librará de los problemas. Quizás todavía nos ocasione más, porque la fe acarrea compromiso y la coherencia a menudo exige nadar a contracorriente. Pero la alegría que trae confiar en Dios supera con creces esos momentos de oscuridad.

El salmo resalta, también, que Dios es Señor de vida, y no de muerte. Morir es quizás el mayor reto al que nos enfrentamos. Todas las pequeñas muertes y desprendimientos a lo largo de nuestra vida son puertas hacia una conversión, una renovación interior. La muerte definitiva, el fin de nuestra vida terrena, también será el umbral de otra Vida, renacida y plena. Esta es nuestra esperanza.

25 de abril de 2025

Dad gracias al Señor porque es bueno


Salmo 117

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Que lo diga la casa de Israel: eterna es su misericordia
Que lo diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.
Que lo digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia.
Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó;
El Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Continuamos cantando el salmo 117, un poema que nos habla de resurrección, de vida y de plenitud.

Meditar sobre la pasión de Jesús nos lleva inevitablemente a pensar en nuestros propios dolores y sufrimientos. Es en estos momentos cuando confiar en Dios se convierte en el báculo y el sostén que nos permite seguir más allá de nuestras propias fuerzas.

El salmo habla de los justos: en sus tiendas habrá cantos de victoria, como en el campamento de un ejército victorioso. ¿Quiénes son los justos? ¿Qué batalla acaban de librar? Los justos, en el lenguaje bíblico, son aquellos que reconocen su verdad humana, hermosa pero limitada, y la presencia amorosa de Dios, que nos ha hecho y nos sostiene. La batalla se libra cada día: contra el desánimo, la duda, el cansancio y el egoísmo. La guerra es a brazo partido contra la tristeza, el miedo y la desconfianza. Nuestras fuerzas humanas son muy flacas para hacer frente a estos enemigos, siempre al acecho. Pero contamos con un aliado poderoso que solo espera una mirada nuestra, un gesto, un resquicio de corazón abierto, para combatir a nuestro lado y darnos la victoria.

Y es una victoria gozosa, en la que nosotros apenas hemos puesto más que un alma confiada. Para Dios, esto ya es mucho, él hace el resto.

El evangelio de hoy nos habla de la felicidad de aquellos que llegan a creer sin ver. La fe es un acto de valor, pues nos habla de confiar y creer aún sin tener pruebas palpables. La fe no se da en plena luz, sino cuando todavía la penumbra nos envuelve y los enemigos empujan y empujan para abatirnos, como dice el salmo. La luz llegará después.

También nos habla el evangelio de la incredulidad. Parece que la posición incrédula sea hoy la más valorada, la más inteligente, la propia de gente sensata, razonable, que piensa. Los crédulos son la gente simple y emocionalmente frágil, que necesita «agarrarse a un clavo ardiendo», como se suele decir. Quizás los creyentes somos esas piedras que los arquitectos y muchos intelectuales de nuestra sociedad desechan o miran con desdén. Pobres ilusos. Pero hay un salto entre simple credulidad y fe.

A los ojos de Dios, todo cambia: «La piedra desechada pasa a ser piedra angular». También Jesús fue piedra rehusada en su tiempo, acusado de farsante, crucificado como un malhechor. Y hoy sigue siéndolo. ¡Cuántas acusaciones, interpretaciones sesgadas, falsas imágenes y atributos distorsionados recibe su persona!

Pero, ¿qué hace Dios con esa piedra vapuleada?

Jesús resucitó. Rompe esquemas y barreras, hasta el muro más infranqueable, el de la muerte. Comienza una nueva vida, plena y duradera. Nosotros tampoco quedaremos olvidados. La compasión de Dios y su amor entrañable duran para siempre, y estamos muy presentes en su corazón. 

11 de abril de 2025

¿Por qué me has abandonado?


Salmo 21


Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere.»

Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa, echan a suertes mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel.


Clavado en la cruz, Jesús recitó las palabras de este salmo, palabras del hombre sufriente, acosado y golpeado por sus enemigos. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Es el clamor de muchas personas que sufren hoy; es quizás también nuestro clamor cuando las dificultades nos aprietan y no vemos una salida. Sentirse abandonado por Dios es la soledad más profunda, más hiriente y completa. Jesús, tan humano como nosotros, no fue ajeno a este dolor. Un dolor que va más allá de lo físico y lo emocional. Es el sufrimiento espiritual, el zarpazo del abismo, la amenaza del vacío.

Después de su entrada triunfal en Jerusalén, Jesús parece abatido y vencido. Su misión termina en una aparente derrota. Los versos del salmo reproducen cuanto le sucede: lo cercan, lo arrestan, le taladran pies y manos, se reparten su ropa. No solo lo atacan, sino que lo despojan de todo cuanto tiene y de su dignidad. La burla y el reparto de ropas expresan muy bien esa crueldad absurda que se mofa del vencido, que se ensaña sobre el hombre caído. 

Y, sin embargo, el salmo acaba con una alabanza a Dios. ¿Cómo es posible?

Jesús también venció esa última estocada del mal: la tentación de desesperarse, de dejar de creer. En la misma cruz, su súplica angustiada con las palabras del Salmo es al mismo tiempo señal de que sigue confiando en su Padre. ¿Cómo podría clamar a Él, si no creyera que le escucha? Ese grito lanzado al cielo es su última oración.

Cuando somos capaces de confiar en Dios hasta el extremo, hasta las circunstancias más difíciles y penosas, entenderemos estos versos dramáticos y las palabras de Jesús, muriendo en cruz. Entenderemos que hemos de pasar por una muerte para resucitar. Esa muerte se traducirá en cambios profundos en nuestra vida, incluso cambios en nuestra forma de ser y de pensar. Mantener la fe a toda prueba nos templa como el fuego. Y nos hace personas nuevas, más libres, más vivas. Resucitadas.

Estos días de Semana Santa nos invitan a descubrir el sentido oculto del dolor y a buscar la curación de toda herida humana, corporal y espiritual. Encontraremos la respuesta en el amor y en la entrega sin límites, un amor como sólo Dios puede darnos. El amor que nos mostró Jesús. 

Desde lo hondo a ti grito, Señor