19 de julio de 2014

Eres bueno y compasivo

Tú, Señor, eres bueno y clemente
Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan.
Señor, escucha mi oración, atiende a la voz de mi súplica.
Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre: “Grande eres tú, y haces maravillas; tú eres el único Dios.”
Pero tú, Señor, dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí.

La historia del pueblo de Israel narrada en la Biblia es un camino de progresivo acercamiento a Dios. Del Dios grandioso y liberador, el primero y el más terrible entre todos los dioses, los hebreos pasaron a darse cuenta de que, en realidad, aquel era el único Dios. Y de aquella imagen del único Dios todopoderoso y justiciero el pueblo judío va pasando a ver, cada vez con mayor claridad, otra imagen. A medida que el hombre se acerca a Dios, descubre que su rostro no es colérico y temible, sino tierno, comprensivo y lleno de amor.

Este es el camino que podemos seguir en los salmos. Algunos nos presentan a Dios como un guerrero invicto, incluso vengador. Pero otros, como éste, nos descubren el retrato de un padre amoroso y benevolente. Su poder sigue ahí: todos los pueblos se postran ante su grandeza, porque sólo alguien como él ha sido capaz de obrar las maravillas de la creación. Pero mayor aún que su poderío es su bondad y su capacidad de comprender el corazón humano. Qué lejos del Dios vengador quedan estas palabras: “lento a la cólera, rico en piedad y leal”.

Sí, Dios es paciente y leal. No se cansa de comprendernos, de soportar nuestras faltas, nuestras desconfianzas y miedos, incluso nuestra incredulidad. Y él, en cambio, permanece fiel. No nos falla. Esta es nuestra esperanza.


Los seres humanos, que aspiramos a tanto, pero nos topamos continuamente con nuestras miserias y limitaciones, tenemos sed de esa misericordia inagotable, esa piedad, ese amor incondicional y esa fidelidad que sólo Dios puede darnos. Nuestra finitud se sostiene en su infinitud. Y a partir de ahí brota el gozo. La paz nace del saberse amado, no por méritos propios, sino por el simple hecho de ser. Los versos de este salmo expresan la sed de Dios y, a la vez, cantan la alegría del que confía que va a ser saciado plenamente.

12 de julio de 2014

La semilla cayó en tierra buena y dio fruto

Salmo 64

La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.

Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; la acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales.
Riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes.
Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia; rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría.
Las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses, que aclaman y cantan.

En pleno verano, tiempo de cosecha, este salmo nos lleva a nuestros campos de labor, dorados y muchos de ellos ya segados. Nuestra civilización tan mecanizada ha perdido mucho de aquel sabor de la tierra, el sudor del trabajo manual, la fragancia de las mieses batidas a mano o con el trillo, la alegría del labrador por la cosecha recogida. El duro esfuerzo hacía mucho más valiosa la recompensa y los frutos de la tierra eran celebrados con fiestas.

El pueblo de Israel, que siempre vivía bajo la mirada de Dios, no se olvidaba de él en estos festejos. El labriego ara, siembra, cava y siega, pero quien hace crecer la semilla, quien trae la lluvia sobre los campos e insufla vida en todo ser viviente, animal y vegetal, es el Creador. Por eso en la alegría de la cosecha hay un tiempo de gratitud para Dios.

Hoy, aquellos que vivimos en ciudades nos dedicamos a menudo a trabajos administrativos, burocráticos o mecánicos, cuyo resultado muchas veces no vemos o no podemos apreciar. Bueno es tomar distancia y reflexionar en el fruto de nuestro esfuerzo. En algunas profesiones es más fácil verlo, en otras no tanto. Pero en todo, podemos contribuir a hacer el mundo un poco mejor si trabajamos por amor y con amor. Y no dejemos de dar gracias a Dios porque, finalmente, el que nos da la inteligencia, las fuerzas, la  creatividad, nuestros talentos propios, es él.


De la misma manera que riega la tierra y cubre las colinas de pastos, también alimenta nuestro corazón y riega nuestro espíritu. Y lo hace con la mejor comida y la mejor bebida: su cuerpo y sangre, que tomamos cada domingo en la eucaristía. Ojalá, al salir de misa, cada uno de nosotros, como esos páramos del salmo, rezumara abundancia de gozo y amor; ojalá saliéramos de nuestras iglesias con el rostro y el alma orlados de alegría. 

5 de julio de 2014

Bendeciré tu nombre por siempre

Salmo 144, 1-2, 8-14.

Te ensalzaré, Dios mío, mi rey, bendeciré tu nombre por siempre jamás.

Te ensalzaré, Dios mío, mi rey, bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

Que todas las criaturas te den gracias, Señor. Que te bendigan tus fieles,
que proclamen la gloria de tu reino, que hablen de tus hazañas.

El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan.

Dicen los tratados de espiritualidad que hay esencialmente tres tipos de oración: la de petición, la de acción de gracias y la de alabanza. De las tres, la más elevada es la última. Es la plegaria que no surge de la necesidad, ni tampoco de la gratitud por un don recibido. Estas dos plegarias son buenas, y Dios las acoge con solicitud. Pero la oración de alabanza es la inspiración que brota del alma cuando ya no hay nada que dar ni recibir, sino un desbordamiento de amor.
Como un elogio vehemente, como un piropo lanzado al cielo, la alabanza es un grito de alegría, una efusión gozosa que surge cuando el ser humano es consciente de la grandeza de Dios. Si las otras dos plegarias fueron provocadas por un motivo concreto, esta no tiene porqués: es totalmente espontánea y gratuita y solo se da cuando hay mucho amor, como se dan las palabras dulces y hermosas, a menudo exageradas y poéticas, entre dos amantes, en la intimidad.
Nuestras palabras siempre serán pobres y escasas para alabar a un Dios tan grande. Por eso son efusivas y se repiten, como campanadas, como redobles de tambor, como los elogios de un niño a sus padres.

Sí, Dios es fiel. Sí, Dios es bueno. Sí, Dios es protector y cariñoso con sus criaturas. Sí, Dios ama con todas sus entrañas de madre aquello que ha creado. ¡Qué experiencia tan hermosa debió motivar al autor de este salmo!
 
Y ante Dios, ¿puede haber oración más bella que el transporte alborozado de sus hijos? Estos versos, pronunciados con el corazón y ensartados en nuestra vida, son las perlas más preciosas que le podemos ofrecer. Tenemos motivos para vivir alegres porque somos inmensamente amados, mucho más de lo que alcanzamos a comprender.

13 de junio de 2014

A ti gloria y alabanza

Del libro de Daniel 3, 52. 53. 54. 55. 56

A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres; a ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito tu nombre santo y glorioso; a él gloria y alabanza por los siglos.
A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres en el templo de tu santa gloria.
A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres sobre el trono de tu reino.
A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres tú, que, sentado sobre querubines, sondeas los abismos.
A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres en la bóveda del cielo.
A ti gloria y alabanza por los siglos.

Este cántico de hoy forma parte del libro profético de Daniel. Los versos lanzan bendiciones a Dios y el estribillo responde, una y otra vez: ¡a ti gloria y alabanza!

Es fácil rezar pidiendo cosas a Dios. Es fácil decir que hablamos con él… y, en realidad, reducir nuestra plegaria a una serie de lamentos, desahogos y súplicas. Es fácil buscar consuelo rezando y llenar nuestra oración de angustia y deseos.

Pero hay una oración más luminosa, más alta, más alegre: la de alabanza. Este poema es una muestra. Cuando el alma canta a Dios, no hay palabras. Y la repetición entusiasta es lo que quizás expresa mejor el gozo del corazón. ¡Bendito eres, bendito eres, bendito eres!

¿De dónde surge la alabanza, cuando en nuestra vida diaria tenemos tantos problemas? La alabanza surge, paradójicamente, de la oración bien hecha. Cuando rezamos de verdad, aquietando el corazón, abandonándonos en Dios, aprendemos a contemplar la vida desde una cierta altura. Miramos nuestra existencia, miramos el mundo, consideramos lo que Dios ha hecho por nosotros… y entonces no nos queda otra que exclamar, admirados y agradecidos, ¡qué bien lo ha hecho Dios! ¡Cuántas maravillas, cuántos dones nos ha dado! Un solo día de vida vale más que todas nuestras dificultades. El soplo de Dios nos sostiene en la existencia, ¿cómo no vamos a estar agradecidos?


Dios, por necesitar, no necesita nuestros elogios. Pero ¡qué agradables le resultan nuestras alabanzas! Debe sentirse, un poco, como una madre ante sus pequeños que, alegres, la alaban y la piropean con fervor porque se sienten amados y felices por ella. ¡Qué pequeñas y a la vez qué hermosas le deben resultar a Dios nuestras alabanzas! Balbuceos de cielo, torpes, siempre insuficientes, pero gratos a sus oídos. Y, como decía el Rabí Nachman de Breslau, cuando sabemos alabar a Dios incluso en medio de las crisis, él reacciona de inmediato. ¿Esto te parece bueno? ¡Ahora te enseñaré qué es el Bien!

6 de junio de 2014

¡Envía tu Espíritu, Señor!

Salmo 103

Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza  y majestad, la luz te envuelve como un manto.

Cuántas son tus obras, Señor; y todas las hiciste con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas. 

Todas ellas aguardan a que les eches comida a su tiempo; se la echas, y la atrapan; abres tu mano y se sacian de bienes.

Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.


En esta fiesta de Pentecostés, la fiesta del fuego y el aliento de Dios, el salmo 103 nos recrea con versos exultantes. Si dicen que del asombro ante el mundo nació la filosofía, es muy posible que también de la admiración brotara ese impulso íntimo del alma humana que llamamos sentimiento religioso, fe, o espiritualidad.

Tres son los rasgos que definen a Dios, a quien no vemos y que el pueblo hebreo jamás describió de una forma concreta. Pero sí se puede percibir su presencia en estas características.

La primera es la belleza. El grandioso espectáculo del mundo natural habla de Dios. La luz lo envuelve; no solo la luz del sol y las estrellas, sino también la lucidez interior, esa claridad de mente y espíritu que permite adivinar su presencia.

La segunda es la sabiduría. El Génesis remarca, ante cada gesto creador, que Dios hace bien todas las cosas. El universo se rige por unas leyes, el mundo se nos hace inteligible y hermoso como una sinfonía bien orquestada.

La tercera, es la capacidad de Dios de dar vida y mantenerla. Infundir el soplo de vida es propio de Dios, y alimentar a sus criaturas con generosidad también forma parte de su manera de ser. En la naturaleza, toda criatura encuentra su camino y su sustento. Ojalá en las sociedades humanas, con tantos medios y conocimiento como tenemos, supiéramos seguir esa ley natural que nos llama a la armonía, a la mesura y al reparto de bienes para que a nadie le falte nada, no sólo lo necesario, sino la abundancia justa para poder disfrutar de la vida. Dios no sólo quiere que sobrevivamos; quiere que nos saciemos y vivamos gozosamente.

Dios es vida, y vida en plenitud, como nos recuerda san Juan en su evangelio. Su aliento sostiene nuestra existencia. Y aún más. Muchos estamos hambrientos de esa vida hermosa y plena que nos saque de una existencia anodina y gris. El Espíritu Santo, cuya fiesta hoy celebramos, es fuerza y es gozo, fuego que arde en nosotros a poco que le dejemos penetrar en nuestro corazón. No sólo nos hará vivir, sino renacer a una vida que sobrepasa la dimensión terrena: la vida del amor de Dios, la vida infinita, la vida que los evangelistas han llamado eterna. Por eso el salmo de hoy es también súplica y llamada: ¡Envía tu Espíritu, Señor! Y haz renacer la faz de nuestro mundo interior, para que vivamos de verdad y podamos llevar tu vida a otros sedientos que la esperan.

Cuando te invoqué me escuchaste