31 de mayo de 2014

Cantad al Señor, rey del mundo

Salmo 46 (2-3, 6-9)

Aplaudid, pueblos del mundo entero,
aclamad a Dios con entusiasmo.
El Señor es el Altísimo, el terrible,
rey de reyes en todo el mundo.
El Señor sube en medio de aclamaciones,
el Señor sube al son de los cuernos.
¡Cantad a Dios, cantadle,
cantad a nuestro rey, que es rey del mundo entero,
cantad a Dios un himno!
Dios reina sobre las naciones y
se sienta en su trono sagrado.

Este es un salmo triunfal, donde Dios adopta la imagen de un rey todopoderoso: rey de reyes, era el título concedido a los grandes de la tierra, los señores dominadores y triunfantes.

El lenguaje humano y sus metáforas tienen limitaciones. Leyendo estos versos un crítico podría señalar que Dios se convierte en una especie de conquistador victorioso, con no pocos atributos bélicos: es el Altísimo, el terrible, sube al son de los cuernos, se sienta en su trono…

Y, sin embargo, en su contexto histórico, este salmo es revolucionario. Los reinos antiguos aclamaban a sus reyes y se sometían a sus gobernantes. Israel no: para este pueblo pequeño y rebelde no hay más rey que Dios, y solo Dios merece cánticos y alabanzas. No hay rey de la tierra que se le pueda comparar. El Señor de Israel, además, reina sobre el mundo entero. Todas las naciones se someterán a él.

Someterse a Dios, para Israel, es la libertad. Porque este Señor grande y poderoso no ata, sino que libera; no oprime, sino que salva; no quita la vida, sino que la da, en abundancia. No es un tirano, sino que defiende e imparte justicia.

El salmo desprende júbilo. Podemos imaginar una procesión de peregrinos, subiendo a Jerusalén, cantando con entusiasmo estos versos. Ese alborozo es acorde con la fiesta que hoy celebramos, de la Ascensión del Señor. El Señor sube y se sienta en su trono.


También Jesús, el hijo del hombre, subió y se sentó en su trono celestial. Y entonces sus discípulos, atónitos, tuvieron como nunca la certeza de que aquel hombre sabio, que los había acompañado durante tres años, aquel amigo a quien habían visto morir en cruz y regresar, vivo para siempre, aquel profeta que era más que un profeta, era Dios. Posiblemente la ascensión de Jesús fue muy sencilla, y no presenciada por muchos, sino por tan solo aquel puñado de amigos fieles y asombrados. Fue algo transparente y simple, sin algazara ni aclamaciones, pero algo grande. El mismo cielo se abría para acogerlo. Y desde aquel momento, quedó el camino abierto para que la humanidad, un día, pudiera llegar hasta esa misma gloria.

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