27 de agosto de 2011

Mi alma está sedienta...

Salmo 62
Mi alma está sedienta de ti, Señor Dios mío.
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.
Porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene.

Sólo quien ama intensamente y se sabe amado puede pronunciar con sinceridad las palabras de este salmo. “Mi alma está sedienta de ti” expresa una necesidad profunda, acuciante, tan honda como la sed física, tan dolorosa, incluso, como el hambre. El salmista aún añade: “mi carne tiene ansia de ti”. El deseo de Dios, de plenitud, de trascendencia, es tan ferviente como el deseo amoroso.
Este cántico nos habla de un amor que quizás nos parece muy alejado de los parámetros de nuestro mundo moderno. Hoy escuchamos que el amor va y viene, que nada dura para siempre; oímos decir que la gente tiene hambre de afecto, de cariño, de reconocimiento. Y también vemos cuántas enfermedades del alma nos aquejan e intentamos vanamente paliar con medicinas, frenesí, ruido, gastos materiales y divertimentos que, al final, sólo consiguen dejarnos exhaustos y más vacíos.
El salmista habla de una sed que siempre aquejará al ser humano porque estamos hechos así, con un pozo interior que sólo puede llenarse de algo inmenso y eterno. Ojalá todos sintiéramos ese deseo dentro y lo reconociéramos. Porque el hombre sediento que está vivo busca la fuente que lo sacie, y no duda en emprender el camino. Es cierto que el mundo le ofrecerá muchas falsas bebidas, falsos alimentos y bálsamos engañosos para saciar su hambre infinita. Pero si el alma está despierta, la sed persistirá y le empujará a continuar buscando. Hasta que, en algún momento, la misma fuente que persigue le saldrá al camino.
Cuando Dios entra en nuestra vida, nuestra alma, árida como tierra reseca, renace. Dios nos sacia, y nos vuelve a saciar, y jamás se cansa de regalarnos sus dones. La vida penetrada por Dios experimenta tal cambio, que la respuesta estalla forma de alabanzas: “Toda mi vida te bendeciré”, “a la sombra de tus alas canto con júbilo”. Si realmente estamos saciados de Dios, eso ha de notarse en una vida llena, activa, pacífica y profundamente alegre.
La unión con Dios no es algo reservado a “los santos y los místicos”. Todos los cristianos —en realidad, todos los seres humanos— estamos llamados a vivir esta experiencia de amor íntimo que nos arraiga en la tierra y nos permite crecer hacia el cielo.

20 de agosto de 2011

Señor, tu misericordia es eterna

Salmo 137
Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.
Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti, me postraré hacia tu santuario, daré gracias a tu nombre.
Por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera a tu fama; cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma.
El Señor es sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.

En un mundo autosuficiente, donde Dios parece que sobra, donde el hombre tiene poder y cree dominar la naturaleza, este salmo resuena con voz extraña y bella, como el gorjeo del agua de un manantial podría sonar en medio del rugido de una gran urbe.
Frente al hombre libre y poderoso, la voz del salmo es la de quien se ha sentido pequeño y limitado. No somos dioses. Sentimos miedo y palpamos nuestra debilidad cuando los problemas nos acucian y tensamos nuestros límites.
Pero tampoco es la voz trágica del hombre que se siente juguete a merced del destino, del azar, o de un dios caprichoso. Porque los salmos son el canto del hombre que no sólo cree, sino que confía en Dios.
Un Dios eterno, no sólo omnipotente sino bueno, capaz de enternecerse, de amar, de sufrir por su criatura, es la respuesta al vacío existencial que tan a menudo nos ataca cuando rozamos nuestros límites y todo parece perder sentido. 
Confiar en Dios acrecienta el valor. El alma abatida revive, apoyada en la certeza de saberse amada. Y el amor auténtico, el amor infinito, propio de Dios, es leal y firme. “Supera tu fama”, dice el salmista. El amor de Dios llega más lejos de lo que podamos imaginar.
Dios, continúa el salmo, se fija en el humilde y conoce al soberbio. ¡Cómo no va a conocernos, pues él nos hizo! Conoce también los entresijos y tentaciones de nuestra alma, tan dada a la soberbia cuando las cosas nos salen bien, tan propensa a la tristeza cuando se nos tuercen. También podríamos decir, desde la otra perspectiva: el soberbio no conoce a Dios. Quiere barrerlo de su vida, porque aparentemente no lo necesita. O quizás se fabrica la imagen de un dios irreal, a su propia imagen de humano enaltecido en su vanidad, ebrio de su inteligencia y poder. Siempre ha habido en la humanidad esa tentación de divinizarse, de hacerse dios.
En cambio, el humilde sí conoce a Dios, porque su mente y su corazón están abiertos. En la necesidad, experimentamos la lucidez del realismo y abrimos las manos para recibir ayuda. Y Dios da mucho más que ayuda, consuelo y apoyo. En realidad, se nos da a sí mismo. Todo su amor en nuestras manos. Y todo nuestro ser puede reposar en su pecho amoroso. De ese abrazo místico afloran las palabras de agradecimiento y de alabanza, ¡somos amados!, como las de este salmo.

13 de agosto de 2011

Que todos los pueblos te alaben

Salmo 66
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.
Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra.
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.

En nuestro mundo, donde la crítica y la maledicencia tienen gran protagonismo, parece que alabar es algo extraño, fuera de lugar o propio de una beatería desfasada.
Los salmos nos hablan continuamente de alabanza. Muchos de ellos son justamente esto: bendecir —decir bien—, cantar, ensalzar a Dios. Cuán poco valoramos la alabanza hoy. O la confundimos con la lisonja, o pensamos que es propia de mentes simples e ingenuas.
Santa Teresa recordaba a sus monjas: “hermanas, una de dos; o no hablar, o hablar de Dios”. Sabía, como mujer sabia y con una larga experiencia, que en toda comunidad humana no hay vicio más tentador que el cotilleo, la crítica, el “sacar los trapos sucios” del vecino para hacerlos correr. Hoy, vemos programas televisivos y revistas dedicados enteramente a este pasatiempo.
¡Y nuestro tiempo es demasiado valioso para perderlo así! Midamos nuestras palabras. Ojalá cada una de las que pronunciamos estuviera llena de vida y fuera pensada, consciente, bien intencionada.
Pero, ¿a quién alabar? En el plano humano, nos cuesta alabar los méritos de los demás y muy fácilmente caemos en la envidia, o en el servilismo, o en la adulación. El salmo de hoy nos invita a alabar a Dios. ¡Hemos recibido tanto de él! Es un Dios generoso y benévolo que nos da lo que nadie más puede darnos: la vida, el tiempo, el alma, la energía y todos nuestros talentos. Pero, además, nuestro Dios se da a sí mismo. Y a quienes se abren a Él, les llueven las bendiciones. Dios es como el sol: podemos cerrar las puertas y dejar que nuestra morada interior permanezca a oscuras. Pero si abrimos las puertas y ventanas del alma, ¡cuánta luz entrará! 
Ojalá toda la humanidad dejara entrar a Dios en su interior. Porque entonces, como dice el salmo, él regiría todas las naciones con justicia. Allí donde realmente está Dios, no hay guerras, ni odio, ni hambre. En otras palabras, donde se deja entrar a Dios, reina su única e imperecedera ley: la del amor.

6 de agosto de 2011

Salmo 84

Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.

Voy a escuchar lo que dice el Señor; “Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos”.
La salvación está cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra.
La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo.
El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, la salvación seguirá sus pasos.

Varias reflexiones se me ocurren ante la lectura de este salmo. Si nos fijamos, las palabras justicia y misericordia, junto con salvación y fidelidad, son cuatro conceptos que se repiten, una y otra vez, en los salmos. Podríamos decir que son valores fundamentales del pueblo judío. Pero podemos hacerlos extensivos a toda la humanidad.
Para el hombre autosuficiente que entiende la libertad como independencia y autonomía total, de lo divino y lo humano, quizás estas palabras resulten incómodas y le chirríen. Misericordia suena a compasión. ¿De qué tiene Dios que compadecernos? ¿No es una forma de hacernos sentir inferiores y desvalidos para, subliminalmente, dominarnos? La justicia es una palabra talismán, hoy y en todos los tiempos, pero su significado varía según épocas y contextos, y uno se pregunta si no estará en boca de tantos porque, precisamente, es algo que falta, y mucho, en el mundo. Salvación: otro concepto que nos produce rechazo. El hombre es inteligente, ya puede salvarse a sí mismo, ¿por qué necesita ser salvado por Dios, o por alguien que venga en su nombre? Y salvado, ¿de qué? En cuanto a la fidelidad… ¡qué mal se entiende! Si hasta parece que hoy lo que se valora y se aplaude es justamente lo contrario. Aunque, en el fondo de nuestro corazón, todos ansiamos que nuestros amigos y seres queridos nos sean fieles… y quizás no lo sabemos, pero tenemos verdadera hambre de ser fieles nosotros también.
Es importante que entendamos en profundidad estos cuatro conceptos para evitar caer en malinterpretaciones desconfiadas o en distorsiones de la fe.
Los salmos, como tantos otros escritos sagrados, se pueden entender si se leen en su contexto, sabiendo la intención del que escribía. La clave para interpretarlos es simple y grande: el amor de Dios. Dios nos ama. Dios es cercano y se enternece mirándonos: esta es la misericordia, afecto entrañable de madre. Fidelidad es una cualidad inseparable del amor: el auténtico amor es para siempre, no falla. Cuando la misericordia y la fidelidad se encuentran, dice el salmo, brotan la paz y la justicia. ¡Y no al revés! Qué lección para tantas personas e instituciones que nos inquietamos por la paz en el mundo y la justicia social. Pensamos que una vez se instauren unas estructuras sociales justas y se legisle la paz, entonces la gente podrá crecer, ser buena, amar y desarrollarse. Y es justamente lo contrario: sin amor, sin misericordia, sin una pasión profunda y firme por el ser humano, ni la paz ni la justicia, ni una economía solidaria, ni unos gobiernos responsables, nada de esto será posible. El amor siempre es primero.
Salvación es una palabra muy rica que no quiere decir mero rescate. Salvación, en hebreo, abarca muchas ideas: paz, alegría, salud, prosperidad. Un mundo salvado será, entonces, aquel donde las gentes viven pacíficamente, prosperan, disponen de todos los recursos que necesitan para tener una vida digna y abundante, donde hay alegría y creatividad, donde las personas se aman y se busca el bien de los demás. ¿Utópico? Tal vez, pero también posible. Allí donde la gente se ama, esta utopía ya es una realidad. Miles de pequeños cielos se esparcen por el mundo, quizás de forma muy discreta, escondidos, poco conocidos… Pero ahí están. Donde se deja que Dios reine, donde el hombre es “amigo de Dios”, allí hay paz y alegría.

La piedra desechada