24 de junio de 2022

Señor, tú eres el lote de mi heredad

Salmo 15


Tú eres, Señor, el lote de mi heredad

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Digo al Señor: Tú eres mi bien. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano.

Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.


A menudo las gentes critican a la Iglesia y también a los  cristianos. Atacan a la institución de mil maneras, por su rigor y su poder, y a nosotros, los creyentes, nos acusan de ser incoherentes con lo que creemos y predicamos, o bien se nos atribuyen toda clase de ideas y actitudes disparatadas, a veces bien lejos de la realidad.

Pero este salmo nos recuerda una cosa innegable. La Iglesia está formada por seres humanos y, como tales, somos falibles, imperfectos y pecadores. Cometemos muchos errores, incluso causamos daño, queriendo o no. Somos vasijas de barro, a veces muy sucias y deterioradas… Qué fácil es que nos desprecien y qué fácilmente podemos caer en el desánimo ante las críticas.

Pero esas ánforas de barro, sucias y rotas, contienen un tesoro inmenso, no comprado ni conseguido, sino regalado. Es esa joya maravillosa lo que hemos de ver y mostrar. Dios se ha fiado de nosotros y se nos ha dado: él es, verdaderamente, el lote de nuestra heredad. Él llena nuestra copa, él nos cubre, nos protege y aún más: nos habita. Con Cristo, los versos del salmo todavía adquieren mayor significado. En la comunión, lo recibimos dentro de nosotros, y desde dentro nos instruye, iluminando nuestra conciencia y nuestra voluntad.

Por eso, aunque seamos pecadores, aunque nos sintamos pequeños, cargados de defectos y de fallos, podemos exultar de alegría y tener paz interior: «se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena». ¡Qué expresivos son estos versos! Sí, la paz interior no la conseguiremos por nuestros medios, sino cuando nos dejemos inundar por la presencia de Dios. Y con la paz, llegará el gozo. Dios, lejos de ser el gran juez represor de la humanidad, es su liberador, su alegría y aquel que puede saciar nuestra hambre de plenitud. 

Dios no nos quita nada, nos lo da todo... y se nos da a sí mismo, el máximo regalo que jamás hayamos podido soñar.

17 de junio de 2022

Tú eres sacerdote eterno...




Salmo 109


Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec
Oráculo del Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies.» 
Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro: somete en la batalla a tus enemigos.
«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora.» 
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.»

Este salmo, que parece dirigido a un rey o a un sacerdote, hay que leerlo a la luz de una convicción que fue creciendo en la comunidad del antiguo Israel, hasta permear toda su existencia: la firme consciencia de ser una comunidad santa, donde cada uno de sus miembros es sacerdote, hombre llamado y elegido por Dios (Éxodo 19, 6 y Deuteronomio 4, 20).

No es un sacerdocio establecido por los hombres, sino otorgado por Dios. Cada uno de nosotros está llamado por Dios. Cada uno es predilecto, escogido y amado por él. Los bautizados, por el hecho de serlo, estamos consagrados a él. Este es el sentido del sacerdocio que compartimos todos los cristianos. Participamos de la  divinidad porque Dios nos quiere hacer hijos suyos.

Con esta convicción se supera el dualismo o separación entre vida cotidiana y liturgia. Para el buen israelita, toda la vida es una liturgia. Para el cristiano, toda la vida es una ofrenda a Dios. No debería haber divorcio alguno entre nuestra creencia religiosa y los restantes aspectos de nuestra cotidianidad. Estamos llamados a vivir la unidad de vida y a convertir cada uno de nuestros días en una eucaristía, una acción de gracias, una celebración agradecida por el don de existir y ser amados.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento… yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora». Ante Dios, todos somos príncipes engendrados desde antes que existiera el tiempo. Estos versos recogen esta certeza: la de sentirse amado profundamente, por un Amor tan grande que es el que nos ha dado la existencia y nos sostiene en ella. El soplo de Dios anima nuestra carne y nos da el oxígeno y la vida a cada momento. Y como Dios es eterno, su amor también lo es. Por eso la consagración a él es igualmente eterna.

10 de junio de 2022

¿Qué es el ser humano...?



Salmo 8


Señor Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, 
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, 
el ser humano, para darle poder? 
Lo hiciste poco inferior a los ángeles, 
lo coronaste de gloria y dignidad,
le diste el mando sobre las obras de tus manos. 
Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, 
y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, 
los peces que trazan sendas por el mar. 


Los conocimientos científicos que tenemos hoy nos han descubierto un universo increíble. Las cifras de sus dimensiones y distancias dan vértigo. La belleza de sus fenómenos nos sobrecoge. Las imágenes que llegan de distantes galaxias, estrellas y nebulosas nos admiran. Y nos hacen sentir nuestra pequeñez. ¿Qué es la Tierra, nuestro planeta, en medio de esa inmensidad? ¡Nada!

Por otra parte, el conocimiento del mundo microscópico: la vida de las células, la física atómica, nos revela otra inmensidad asombrosa, que se esconde bajo nuestra misma piel. ¡Sabemos tan poco de nosotros mismos, de nuestro cuerpo, del proceso de la vida!

Y todo esto nos lleva a una conclusión humilde. Somos pequeños… apenas nada, en medio de un universo prodigioso que se despliega sin que sepamos cómo ni por qué.

Sin tener tantos conocimientos, los hombres de la antigüedad también se admiraron ante la maravilla del cosmos. Reconocieron su grandeza y supieron ver más allá: que detrás de la creación había la mano de un autor mucho más grande, más bueno y más lleno de sabiduría que su misma obra. Reconocer esto lleva a las palabras admiradas que leemos hoy en el salmo 8. El nombre de Dios ―su firma, su sello― está impreso en toda la creación, ¡y es admirable!

Ser conscientes de la grandeza de cuanto nos rodea nos lleva de inmediato a percatarnos de nuestra pequeñez. Pero, al mismo tiempo, ¡podemos conocer todo esto! Si el universo es un milagro, la vida es otro misterio casi imposible de explicar. Pero si la vida es portentosa, ¿qué es la consciencia humana? Las estrellas, las plantas, incluso los animales, en su grado de inteligencia y sentimiento, no llegan hasta donde llegamos los humanos, cuando alzamos la mirada al cielo y nos preguntamos: ¿de dónde viene todo esto? ¿Y por qué?

Esa consciencia inteligente, que nos hace interrogarnos y buscar respuestas, es la que nos hace semejantes a Dios. En él están las respuestas y la fuente de la pregunta. Dios es el agua viva, y el agua viva es la que despierta nuestra sed. Vivimos anhelando unirnos con la fuente de nuestro ser.  

Esas cualidades que nos hacen semejantes a Dios nos convierten en un ser grande y poderoso. Somos nada y, al mismo tiempo, somos mucho. Es bueno darnos cuenta de esta paradoja para adoptar una actitud humilde y gozosa ante la realidad. Por un lado, somos dependientes del Creador y apenas una motita de ser en medio de la nada. Por otro lado, Dios nos da unas capacidades que nos permiten “casi” dominar el mundo: cavamos la tierra, domesticamos los animales, jugamos con la naturaleza y nos servimos de ella… Sin la humildad necesaria, nuestra inteligencia nos puede llevar a verdaderos atropellos, como lo vemos cada día en las guerras y en las catástrofes ecológicas. Si nos creemos dioses, no vamos a cuidar de este mundo que nos es dado. Pero con humildad, y con gratitud, nos convertiremos en sabios administradores, en custodios, como dice el papa Francisco, de esta creación que está ahí no sólo para servirnos, sino para mostrar la gloria espléndida del creador.

Ser pequeños nos impulsa a ser humildes; ser grandes nos hace responsables. Ojalá adquiramos esta sabiduría de Dios: sabernos semejantes a él, pero nunca dioses. Y en esta semejanza, imitarlo en su cuidado amoroso sobre todo lo creado, desde la planta más diminuta hasta el ser humano que vive a nuestro lado. 

3 de junio de 2022

Envía tu Espíritu, Señor


Salmo 103


Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas.

Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.

Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor. 

El Salmo 103 es un cántico gozoso de adoración: el hombre reconoce la grandeza de Dios y prorrumpe en alabanzas hacia él.

No sólo se trata de un sentimiento de admiración ante la belleza de lo creado —la tierra está llena de tus criaturas—, sino de algo más profundo. El poeta que entona estos versos descubre que el simple hecho de que algo exista es un milagro, y que toda criatura, todo ser vivo, el universo entero, aún siendo admirables no serían nada si Alguien no los sostuviera en su existencia.

«Les retiras el aliento y expiran y vuelven a ser polvo.» El aliento de Dios se identifica con la vida que anima la materia. Detrás de toda forma viva aletea el Espíritu que ya preexistía, según dice el Génesis, aleteando sobre las aguas primigenias.

Por supuesto estas imágenes son simbólicas, pero tienen un significado más hondo que el mero mito. Este salmo, como el libro del Génesis, nos habla de un Dios que es Creador, cuya energía enciende la llama de la vida y que se despliega en una creación maravillosa, de la cual el ser humano forma parte central.

Porque el ser humano, a diferencia de las otras criaturas, no sólo existe y vive, sino que puede conocer a su Creador y disfrutar de su obra. Puede, incluso, imitarlo, jugando a crear y elaborando sus pequeñas obras de arte. Este verso del salmo recuerda el gozo del artista que acaba su obra y la ofrece a Aquel que lo hizo y le dio la capacidad creativa: «Que le sea agradable mi poema».

Un teólogo dijo que el Espíritu Santo es el Señor de la Belleza. En su mensaje a los artistas, los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI nos recuerdan que a través del lenguaje artístico se manifiesta el Espíritu de Dios. La belleza, efectivamente, nos habla de una mano creadora y del amor con que esa obra fue concebida.

Hoy, día de Pentecostés, puede ser una buena ocasión para reflexionar y ver de qué manera podemos esparcir belleza —auténtica y buena— a nuestro alrededor.

La piedra desechada