18 de diciembre de 2010

¿Quién puede subir al monte del Señor?

Salmo 23
Va a entrar el Señor, él es el Rey de la gloria.
Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.
¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.
Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.

El universo en su esplendor nos habla a gritos de un Dios Creador. Lo que para muchos es fruto del azar, o de la necesidad, o simplemente una única realidad que se autocrea y se despliega en múltiples formas, para el creyente es obra de un Dios cuya grandeza trasciende la realidad física visible.
Desde siempre el ser humano ha tendido a la trascendencia. Lo prueban las innumerables manifestaciones religiosas de todas las culturas del mundo. El ateísmo es un fenómeno muy reciente en la historia de la humanidad, pero ni siquiera los regímenes que han querido barrer a Dios del mundo han podido eliminar la sed de trascendencia de las personas. El espíritu humano tiene una dimensión infinita que solo puede saciarse en Alguien mucho mayor que él.
Ahora bien, en el camino de búsqueda puede haber muchas ilusiones, engaños e incluso trampas. A veces es la misma persona, su afán o sus intereses, quien se pone obstáculos para llegar a esa plenitud que, en el fondo, anhela. ¿Quién subirá al monte santo?, se pregunta el salmista. El monte santo representa el lugar sagrado, el momento de encuentro entre Dios y su criatura. ¿Quién logrará esa unión íntima con Dios? Y el mismo salmista responde: “el hombre de manos inocentes y de puro corazón”. El hombre que, como Jesús señaló a Nicodemo, vuelve a nacer y se vuelve puro como un niño.
Estamos a las puertas de Navidad, la fiesta que nos habla de un Dios inmenso que se hace bebé. ¿Cómo entender este misterio, si no es limpiando el alma y recuperando esa sencillez, esa transparencia, propia de los niños? Pero tampoco se trata de volvernos infantiles y crédulos, faltos de criterio propio o tontamente ingenuos. La infancia espiritual de la que tan bien hablan algunos santos es otra cosa. Es esa pureza de corazón que sólo da el amar mucho, el entregarse sin límites, el confiar a toda costa, el abrir de par en par las puertas del alma. Si Dios, que es grande, se hace niño… ¿tanto nos costará a los humanos abajarnos un poco del orgullo y ser humildes?
Y desde la humildad, veremos la grandeza de lo pequeño y lo sencillo, lo puro y lo transparente. Apenas demos los primeros pasos, experimentaremos bendiciones. Porque Dios siempre está aguardando para salir a nuestro camino y colmarnos de bienes.

11 de diciembre de 2010

Ven, Señor, a salvarnos

Salmo 145
Ven, Señor, a salvarnos
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.

Salmo de súplica y alabanza a la vez, este cántico nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.
Para muchos descreídos, no es más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.
Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía, pues las razones no bastan. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias místicas de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, “salva”.
¿De qué salva? En el fondo, todas estas esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad del egoísmo, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a rescatarnos del mal.
Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué mies vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?
Adviento es una buena época para reflexionar sobre esto.

4 de diciembre de 2010

Que en sus días florezca la justicia

Salmo 71

Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente.

Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud.
Que en sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.
Él librará al pobre que clama, al afligido que no tiene protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres.
Que su nombre sea eterno, y su fama dure como el sol; que él sea la bendición de todos los pueblos y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.

Los salmos a menudo nos presentan a Dios como defensor de los pobres y de los que sufren. Es esa imagen del Dios padre y protector que fue creciendo en la mentalidad de los israelitas, pueblo constantemente perseguido y sometido a la opresión de otros imperios más poderosos. ¿Se trata de un simple consuelo? No faltan detractores que tachan la fe cristiana de paliativo, de anestésico que sirve para soportar los sufrimientos de quienes no son capaces de salir adelante por sí mismos.
Pero los versos del salmo van más allá. Hablan de justicia, de rectitud, de paz, de libertad. Dios no es un tirano que sojuzga a sus fieles: Dios viene a traer la liberación. Y la justicia de Dios, recordemos siempre, no es juicio ni condena, sino abundancia generosa, amor que se derrama sobre todos.
La concepción judeocristiana de Dios como rey tiene sus consecuencias. El hombre que reconoce sus límites y la grandeza de su Creador sabe que nadie mejor que Dios para regir el mundo. El poder humano es arbitrario y, cuando se enorgullece, tiende a esclavizar y a someter a los demás. En cambio, gobernar, administrar, decidir contando con Dios lleva a la verdadera justicia, que jamás olvida ni desatiende a nadie, que trae paz y abundancia para todos.
Por eso el Santo Padre insiste con tanta fuerza en que no podemos prescindir de Dios. Ignorarle supone endiosar al hombre y dejar el mundo en manos de sus caprichos megalómanos. El abismo entre pobres y ricos, las guerras, el hambre y la desigualdad escandalosa en el reparto de riquezas son algunas de las consecuencias de barrer a Dios de nuestra vida pública. En cambio, tener a Dios presente y hacer de su bondad y su piedad hacia los más pobres un criterio rector de todo cuanto hacemos facilitaría unos gobiernos justos y responsables de las sociedades humanas.

20 de noviembre de 2010

Vamos alegres a la casa del Señor

Salmo 121

¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor; en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.

Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares, pues son un cántico muy conocido que tradicionalmente ha resonado en nuestras iglesias.

Es un salmo de alegría y de triunfo, que nos habla de un lugar, Jerusalén, como casa del Señor. Nos habla de justicia y, en el resto del salmo que no se lee, se habla también de la paz deseada para que reine en la ciudad y entre las gentes.

Estamos celebrando la fiesta de Cristo Rey, que se nos revela como único templo, único sacerdote, la persona que une cielo y tierra y que nos muestra el rostro de Dios. El Nuevo Testamento recoge mucho del Antiguo: el deseo de paz, de justicia, de plenitud del pueblo judío. Recoge la tradición y la veneración del pueblo hacia el templo, hacia la ciudad santa —Jerusalén significa, literalmente, la ciudad de la paz—. Todos estos anhelos se ven respondidos con la llegada de Jesús, aunque no como muchos lo esperaban.

Jesús supera la identificación de Dios con un lugar, un edificio o una ciudad. Sin dejar de encarnarse, Dios apunta hacia otra Jerusalén, la Jerusalén celestial, formada por todos los que creen. Así, cuando entonamos este cántico, estamos cantando la grandeza de nuestro Dios, Amor que desciende al mundo y nos busca. Cantamos también su justicia. Una justicia que, recordémoslo siempre, nada tiene que ver con las leyes humanas ni con nuestra mentalidad retributiva. La justicia de Dios es magnanimidad, misericordia, plenitud, gozo, don gratuito. Dios nos otorga la paz y su abundancia de bienes, no porque lo merezcamos o nos hayamos esforzado mucho, sino porque él es así: generoso sin límites, amante de sus criaturas y bueno.

¿Cómo no cantar alegres y bendecir su nombre, habiendo recibido tanto?

13 de noviembre de 2010

El Señor llega para regir los pueblos con rectitud


Salmo 97

Tañed la cítara para el Señor, suenen los instrumentos;
con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor.
Retumbe el mar y todo cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan;
aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor, que llega para regir la tierra.
Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud.

Los versos de este salmo nos hablan de un Dios poderoso, glorioso, de un rey que gobierna el universo entero. Toda la Creación se rinde ante él y lo aclama. Con imágenes de vigorosa belleza, el salmista nos muestra un mar rugiente que con su oleaje también alaba al Creador, un monte que aclama a su Señor, un río que canta su majestad. Y en el último verso leemos: “regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud”. Tras estas palabras, vemos cómo el pueblo judío reconoce la existencia de una ley, previa a la misma existencia humana, que todo lo rige. Es una ley que nos trasciende a los humanos, la ley de Dios que es amor y donación pura.

La ciencia en su avance nos muestra que existen unas leyes físicas que rigen el mundo de la materia y la energía. Creer en la existencia de un ser superior que todo lo ha creado es una opción de fe, pero muchos pensadores son los que apuntan que, tras el orden y la asombrosa precisión de las leyes naturales, se atisba la inteligencia y el amor del Creador. De la misma manera que el genio de un artista se refleja en su obra, en la belleza prodigiosa del universo y en sus leyes también se manifiesta la grandeza de quien lo creó.

En su consagración del templo de la Sagrada Familia, el Papa habló de cómo Gaudí había aunado la naturaleza y la revelación de Dios. Las piedras del templo recogen la maravilla del mundo creado y a la vez apuntan a una vida eterna que trasciende la materia, intentando plasmar la fuerza del espíritu. Naturaleza y divinidad se hermanan en este templo. Dios es la medida del hombre, nos dice el Papa. Un Dios cuya gloria es la plenitud de su criatura, un Dios cercano y amigo, Señor de la belleza y fuente de la belleza misma.

6 de noviembre de 2010

Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor

Salmo 16
Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
Escucha, Señor, mi justa demanda, atiende a mi clamor; presta oído a mi plegaria, porque en mis labios no hay falsedad.
Tú me harás justicia, porque tus ojos ven lo que es recto: si examinas mi corazón y me visitas por las noches, si me pruebas al fuego,
no encontrarás malicia en mí.
Mi boca no se excedió ante los malos tratos de los hombres;
yo obedecí fielmente a tu palabra, y mis pies se mantuvieron firmes
en los caminos señalados: ¡mis pasos nunca se apartaron de tus huellas!
Yo te invoco, Dios mío, porque tú me respondes: inclina tu oído hacia mí y escucha mis palabras.
Muestra las maravillas de tu gracia, tú que salvas de los agresores a los que buscan refugio a tu derecha.
Protégeme como a la niña de tus ojos; escóndeme a la sombra de tus alas
de los malvados que me acosan, del enemigo mortal que me rodea.
Se han encerrado en su obstinación, hablan con arrogancia en los labios;
sus pasos ya me tienen cercado, se preparan para derribarme por tierra, como un león ávido de presa, como un cachorro agazapado en su guarida.
Levántate, Señor, enfréntalo, doblégalo; líbrame de los malvados con tu espada, y con tu mano, Señor, sálvame de los hombres: de los mortales que lo tienen todo en esta vida.
Llénales el vientre con tus riquezas; que sus hijos también queden hartos
y dejen el resto para los más pequeños. Pero yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia.

Este salmo, compuesto por David en un momento de aprieto y soledad, puede retratar muy bien cómo nos sentimos cuando nos vemos injustamente atacados, acosados y escarnecidos.
En la vida conocemos situaciones así. Creemos haber obrado bien, nos esforzamos por ser justos y por ayudar a los demás. Nuestro corazón está lleno de buena intención, aunque a veces podamos equivocarnos. Sabemos, como dice el salmo, que “no hay malicia” en nosotros.
Y, sin embargo, cuando fallamos, el mundo nos juzga sin piedad y muchas personas se levantarán contra nosotros, criticándonos con saña. La tristeza y la ira nos invaden y es fácil que, llevados de una justa indignación, podamos cometer aún mayores equivocaciones. ¿Qué hacer?
El salmo nos muestra el camino: rezar. Desprenderse de todo amor propio. Poner ese dolor en manos de Dios: el dolor de saberse injustamente atacado, calumniado y despreciado. Es ahora cuando más cerca nos encontramos de Jesús clavado en cruz. Si él, que fue santo y justo, recibió tal muerte, ¿cómo nosotros, que no somos tan buenos y fallamos continuamente, no vamos a recibir golpes e incomprensiones? Decía santa Teresa que es entonces, cuando somos injustamente atacados, cuando deberíamos alegrarnos, porque estamos compartiendo los sufrimientos y la cruz de nuestro Señor. Recordemos las bienaventuranzas que leímos el pasado domingo. Compartir la corona de espinas con nuestro Rey, ¿no ha de ser una carga dulce que aceptaremos soportar con amor?
Jesús se abandonó en brazos del Padre. Así, el salmista busca el refugio de Dios,  “protégeme a la sombra de tus alas”. Y Dios nos ayudará y nos dará fuerzas. También hará resucitar nuestro espíritu vapuleado, si sabemos confiar en él y no ceder a la tentación de devolver mal por mal.
El salmo acaba con unos versos que debieran hacernos pensar: “Llénales el vientre con tus riquezas; que sus hijos también queden hartos
y dejen el resto para los más pequeños. Pero yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia”.
Es un decir: Señor, llénales de riqueza, dales lo que quieren… ¡es una oración por el propio enemigo! Deja que tengan lo que persiguen. Incluso, que me arrebaten mis bienes, si es eso lo que ambicionan. Porque la mayor riqueza a la que yo puedo aspirar no es la gloria, ni el poder ni el oro. Aquello que sacia mi alma eres Tú. Cuántas peleas se dan en el mundo por esos falsos tesoros. Dejemos que corran tras ellos quienes, ciegos, no quieren ver más. Mi tesoro, mi riqueza, mi bien, está en Ti. Y sólo Tú bastas.

30 de octubre de 2010

Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey

Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
Día tras día te bendeciré
y alabaré tu nombre por siempre jamás.
El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas.

Este salmo muestra algunas de las características que distinguen radicalmente al Dios de Israel de las divinidades de otros pueblos de la antigüedad. En las mitologías antiguas, los dioses se enzarzaban en luchas y rivalidades entre ellos, haciendo a los seres humanos partícipes de sus epopeyas y, en ocasiones, castigándolos o utilizándolos para sus fines. Era una creencia común que las catástrofes, ya fueran naturales o provocadas por mano del hombre, tenían su origen en la cólera divina.

En la fe del pueblo hebreo se va dilucidando, de forma cada vez más nítida, la imagen de un Dios que no sólo rechaza utilizar a los seres humanos, sino que los ama tiernamente. Un Dios que es Padre, que es “lento a la cólera y rico en piedad”, que es “cariñoso con todas sus criaturas”. Dios no pertenece al mundo ni es una fuerza natural devastadora; Dios es el creador del mundo y, como buen progenitor, lo ama y lo cuida.

Esta consciencia de saber que Dios es superior a su creación se refleja en las expresiones de realeza: se le atribuyen a Dios “la gloria y la majestad” de un rey; se habla de sus proezas y de su reinado. Dios es el gran rey, en la fe del pueblo judío. Es el único que, por ser creador, tiene potestad sobre la naturaleza y los hombres. Pero no es un ser colérico y vengativo, sino fundamentalmente bueno.

Y esta consciencia lleva a la admiración y a la alabanza. El salmo no ve a este Rey del universo como un déspota arbitrario, sino como un padre cercano que rebosa afecto. Lejos de una visión freudiana de Dios y su poder, los salmos nos revelan una experiencia de Dios muy íntima y gozosa. La actitud hacia Dios no debería ser nunca de miedo, ni tampoco de rechazo o de rebeldía, sino de agradecimiento y alabanza. ¿Por qué? Por la belleza de lo creado, por la grandeza de todo lo que existe y, sobre todo, por el don inmenso de existir y de ser conscientes de ello.

Cuando alguien experimenta la maravilla de existir y comprende que levantarse cada día es un milagro, el corazón rebosa de agradecimiento y los labios cantan.

23 de octubre de 2010

Salmo 34 (33)

Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.

El Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias.

El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él.

Muchas de nuestras oraciones están motivadas, como este salmo, por los problemas y dificultades que nos abruman. Cuando estamos desesperados, clamamos a Dios. Pero Dios no es una pastilla o un opio que nos adormece y nos brinda un consuelo ilusorio. Dios tampoco nos va a sacar “las castañas del fuego”, como suele decirse. Es más, quien de verdad quiera seguirle y comprometerse con él, va a encontrarse con muchos obstáculos y rechazo de la gente.

Pero el salmo quiere darnos una visión más profunda de la realidad, que no se detiene en las meras tribulaciones y en la angustia. Quienes confiamos en Dios hemos de saber ver más allá. Cuando sufrimos porque intentamos ser justos, estamos compartiendo el dolor de Cristo. Cuando afrontamos el ataque de otros por querer ser coherentes y fieles, hay alguien que siempre nos apoya. Decía Gandhi que, “cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo”. ¡Y es así! Él nos mira con amor y, aunque no nos parezca evidente, nos está apoyando y sosteniendo. Nos ama, nos defiende, nos da fortaleza y nos guarda un lugar junto a su corazón.

La estrofa que habla de los malhechores se refiere a aquellas personas que hacen mal, ciegas en su soberbia. Aunque parezca que el mal vence sobre la tierra, no es así. Con el tiempo, se verá que las semillas del mal mueren y son olvidadas, mientras que las del bien crecen y se expanden con los siglos. Reflexionemos en los personajes históricos que casi todos conocemos. En la historia podemos distinguir dos tipos de líder: el guerrero, dominador de pueblos, que ha ocupado muchas páginas en las crónicas escritas; y por otro lado, tenemos al líder pacífico, que no ha empuñado las armas, sino que ha esparcido un mensaje de amor, de paz y de conversión espiritual a las gentes. Estos líderes más silenciosos, que tal vez en vida pasaron más desapercibidos que los emperadores y guerreros victoriosos, hoy siguen vivos en el alma de millones de personas. Para nosotros, el gran líder, el gran pastor, ha sido y es Jesús. Su huella caló y sigue dando frutos hoy. En cambio, los líderes de la espada han quedado muertos y su recuerdo yace enterrado bajo tumbas de piedra o en las páginas de los libros.

La justicia de la que hablan los salmos, sin embargo, no debe interpretarse como un juicio despiadado como lo haríamos los humanos, tan propensos a condenar. Es la consecuencia de sus actos la que hará perecer a quienes se rinden al mal. La justicia de Dios, en cambio, es generosidad con las personas que saben ser humildes: reconocen su realidad, sus límites, y la grandeza de Dios. Se saben falibles y necesitadas de amor y ayuda. Sólo desde la humildad se puede recibir el don de Dios.

16 de octubre de 2010

El auxilio me viene del Señor

Salmo 120
El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Levanto mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá el auxilio?

El auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel.

El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.

El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas ahora y por siempre.

Cuando nos vemos envueltos en dificultades y problemas, cuando nos sentimos angustiados o vemos peligrar nuestra integridad, física o emocional, es cuando, muchas veces, nos acordamos de rezar.

Dios siempre está ahí, y es realmente un gran apoyo y consuelo. Qué lástima que nos acordemos de él especialmente cuando el miedo y el dolor nos acosan. Entonces creemos necesitarlo más que nunca y, si somos personas de fe, recurrimos a él, como reza el salmo: “levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá el auxilio?”

Ciertamente, cuando falta ayuda humana, o cuando todos nuestros esfuerzos fracasan, ya sólo nos queda mirar hacia lo alto y confiar en Dios. Pero… ¿qué puede llegar a ser nuestra vida si siempre, cada día, en las alegrías o en las penas, confiamos en Dios?

Dios no es un guardián agobiante que nos asfixia con su presencia. Lejos de él cortar nuestras alas y nuestra iniciativa libre. Pero quien cuenta con Dios cada día, en sus empresas, en su trabajo, en su gozo, verá cómo su vida adquiere una profundidad, una belleza y un sentido muy especial.

Sí, Dios protege, y no duerme. Siempre está cerca cuando le invocamos. Si le llamamos, con fe, siempre responde. Es hermoso levantarse cada mañana y pensar, recordando los versos del salmo, que Dios nos guarda a su sombra, nos acompaña cuando entramos y salimos, nos protege de todo mal. Especialmente, del peor mal, el que pugna por anidar dentro nuestro, la tentación sibilina del egoísmo y el orgullo.

Llenémonos de Dios cada mañana: invoquémosle, llevémosle siempre presente, como compañero en todo momento. A Dios le necesitamos siempre, pues nuestra vida está en sus manos.

9 de octubre de 2010

El señor revela a las naciones su salvación

Salmo 97

El Señor revela a las naciones su salvación
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas:
su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia,
se acordó de su misericordia y su fidelidad a favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.


Hoy nos encontramos con este salmo que resuena con tonos épicos de himno triunfante. La forma del salmo expresa la grandeza de Dios, su belleza, su poder.

Pero hay un fondo que va más allá de la mera imagen del Dios victorioso, poderoso y favorecedor de un pueblo escogido.

¿Cuáles son las cualidades de este Dios? La misericordia y la fidelidad. No se habla de violencia, ni de poderío, ni de terror. Dios extiende su ley, que no es tiranía, sino amor entrañable —misericodia— y apoyo incansable y leal —fidelidad— al ser humano.

Dios no es nuestro enemigo, ni una fabulación para dominar las conciencias, como tantos pensadores han proclamado. Dios es nuestro mejor aliado, aquel que no sólo nos protege y nos cuida, sino que nos hace crecer y desplegar todas nuestras posibilidades. La justicia de Dios no consiste en condenar, separar y elegir, sino en perdonar y acoger a todos. La palabra salvación, en hebreo, es un concepto mucho más rico que el de mero rescate. Salvación significa salud, paz, prosperidad, felicidad, desarrollo. La salvación de Dios es la gloria y la plenitud del hombre.

Y, aunque este salmo sea un himno de Israel, ya en sus versos se atisba la universalidad de Dios. “Aclama al Señor, tierra entera”. No será un solo pueblo, ni una pequeña porción del planeta, la favorecida por Dios. Como nos recuerda el evangelio de hoy, la salvación es para todos. El amor de Dios llega hasta los confines de la tierra. Allá donde palpite un alma humana, Dios hará llegar la oferta generosa de su amor.

4 de septiembre de 2010

Señor, tú has sido nuestro refugio…

Salmo 89

Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación

Antes de que los montes se engendraran, antes de que nacieran tierra y orbe, de lo eterno a lo eterno, ¡oh Dios!, tú eres.

Tú mandas que el mortal al polvo vuelva, tú nos dices: volveos, hijos de los hombres.

Porque mil años son ante tus ojos como el día de ayer que ya pasó, y como una vigilia de la noche. Pasan como un sueño matutino, como la hierba verde, que florece a la mañana y a la tarde la siegan y se seca.

Has puesto ante tus ojos nuestras culpas, y a la luz de tu rostro nuestros pecados más ocultos. Al ardor de tu ira, nuestros días se han ido consumiendo uno a uno; nuestros años se acaban cual suspiro.

Enséñanos a contar nuestros días y a llegar a la sabiduría del corazón. Vuélvete, Señor, ¡ay, hasta cuándo!, y muéstrate propicio con tus siervos.

Sácianos pronto con tu gracia y así nos alegremos y exultemos todos nuestros días.

Este salmo puede sorprendernos por su crudo existencialismo. Algunos de sus versos nos resultan muy actuales. ¿Quién no se ha estremecido más de una vez, considerando cuán rápido pasa el tiempo, cuán frágil es nuestra vida, qué poca cosa somos ante la muerte? Los existencialistas fueron conscientes de esta limitación de la vida humana y la sufrieron con angustia, hasta la náusea. Sí, da vértigo pensar que no somos eternos, que antes de ser engendrados no existíamos y que, un día, dejaremos de vivir. ¿Por qué nos asustan tanto estos límites?

La sed de eternidad es connatural al ser humano. Y por eso, desde tiempos inmemoriales, el hombre ha buscado algo —o alguien— más allá de la pura existencia terrenal, más allá de la realidad física, palpable y finita. El pueblo judío descubrió en esta búsqueda a Dios. Solo Él puede saciar esta sed de infinitud, sólo Él puede mitigar nuestra angustia y darnos paz para vivir dentro de nuestros límites. Porque Él, como bien reza este salmo, es eterno, infinito e inmortal. “Tú eres”, dice el primer verso, y esto nos lleva a aquellas otras palabras del Señor a Moisés: “Yo soy el que soy”. El único que es en total plenitud, sin límites.

La sabiduría de la que nos hablan los salmos, y la Biblia en general, no es erudición, ni conocimiento científico, ni siquiera filosofía elaborada. Es la “sabiduría del corazón”, esa que nos enseña “a contar nuestros días”, la que nos permite aceptar nuestros límites y reconocernos como somos: ni dioses, ni todopoderosos, ni independientes. Pero esta sabiduría no se limita a ser realista en cuanto a la condición humana. Nos llevaría al vacío, al pesimismo desesperanzado y a la tristeza, y esto no puede colmarnos jamás. La sabiduría del corazón es la que, además, reconoce a Dios. No basta con saber que somos limitados: hemos de saber que Dios está junto a nosotros. Y Él, que es amor inmenso y desbordante, nos sostiene y sacia nuestros anhelos más profundos.

28 de agosto de 2010

Preparaste casa para los pobres

Salmo 67


Preparaste, oh Dios, casa para los pobres.

Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios rebosando alegría. Cantad a Dios, tocad en su honor, su nombre es el Señor.

Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece.

Derramaste en tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa, aliviaste la tierra extenuada, y tu rebaño habitó en la tierra que tu bondad preparó para los pobres.


Este salmo expresa alto y claro una reivindicación a favor de los pobres y más desfavorecidos. Y no es el ser humano quien la hace, sino el mismo Dios quien se pone de parte de ellos. ¿Dónde está Dios?, preguntan muchos hoy. Y la respuesta bien podría ser: está con aquellos que sufren. Con la viuda que llora, con el niño huérfano, con los pobres. Está en los campos de refugiados, en las trincheras polvorientas, en los inmensos cenagales de chabolas y miseria que crecen alrededor de las urbes de buena parte del mundo.

Dios está —y su presencia se hace más fuerte y patente— con aquellos que no tienen nada. Ya sólo les queda Dios y el aliento que les permite vivir y sobrevivir un día más. Dios también está en aquellos que, aún no siendo pobres materialmente, viven desprendidos de todo, sin otra riqueza que su amor. Esta es la pobreza de espíritu que busca el evangelio.

Esta es la pobreza que sin duda sintieron los hombres de Israel, milenios atrás, cuando eran un pueblo nómada y despreciado. Sin tierras, sin riquezas, sin reyes poderosos que los defendieran, sufrieron en su piel la crueldad de reinos poderosos, el hambre y la pobreza. Y se refugiaron en el Dios que, más allá de Creador, también era Padre. La fe de Israel crece con una fuerte consciencia de justicia social. Dios no aprueba la violencia y la opresión y, en cambio, defiende siempre al más débil. Cabe preguntarnos: ¿a quién defendemos nosotros?

Además, los versos de este salmo son expresión viva de una experiencia: la de aquel que, habiendo pasado grandes sufrimientos, ha sido socorrido por Dios. Es un cántico de esperanza que se ha visto colmada: quien confía en Dios, tarde o temprano verá cómo es liberado. Dios es justo, pese a todo. Y no falla. Ante los ojos humanos, esta afirmación puede parecernos contradictoria. Dios no debería permitir tanto mal y pobreza en el mundo, es el gran argumento de muchos. Olvidamos que nuestro Dios es un liberador, no un tirano. Y quien libera jamás puede obrar contra la voluntad del que ama. Allí donde Dios es expulsado, el mal y la miseria se extienden. Allí donde Dios es acogido, su justicia acabará brillando y, como dice el salmo, su lluvia copiosa aliviará la tierra extenuada y alimentará a los pobres.

14 de agosto de 2010

De pie a tu derecha está la reina...

Salmo 44


De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir.
Hijas de reyes salen a tu encuentro, de pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir.
Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida a tu pueblo y la casa paterna, prendado está el rey de tu belleza; póstrate ante él, que él es tu Señor.
Las traen entre alegría y algazara, van entrando en el palacio real.

Los versos de este salmo son especialmente escogidos para la fiesta de hoy, la Asunción de la Virgen María.

El salmo relata los esponsales de una reina terrenal; el evangelio nos muestra los esponsales místicos de otra reina divina, el sí de María a su Señor, Dios mismo.

El salmo nos muestra a la reina cubierta de oro y engalanada, agasajada por princesas y envuelta de esplendor. En el evangelio, vemos a María recibida por Isabel, su prima, que la alaba con gozo desbordante. María no está enjoyada de oro, pero sí está cubierta de la gloria de Dios, que se manifiesta en la alegría exultante del Magníficat.

"De pie a tu derecha está la reina..." Ocupa un lugar preeminente, de confianza, de honor junto al soberano. Nuestra fe también proclama que María es reina de la Creación, co-redentora junto a Cristo y, por tanto, tiene un lugar muy especial junto a Dios.

Y más hermoso aún: el salmo nos habla de un rey que está prendado de la belleza de la reina. También Dios se enamoró del corazón de María, de su bondad, de la belleza de su alma, y por eso quiso ir a habitar en ella y hacerla madre de su Hijo. La boda es la mejor metáfora humana, quizás, para expresar un amor tan grande.

También dice el salmista: “hija, inclina tu oído, olvida tu pueblo y la casa paterna…” Este verso tiene una lectura aún más profunda. Cuando Dios llama y uno escucha, la vida cambia. Ya no hay vuelta atrás. Seguir su llamada, responder a su amor, implica dejar el pasado, los vínculos familiares, el hogar que nos vio nacer. Todo, para ir a formar una nueva familia, un nuevo hogar, un nuevo reino. Más aún. Seguir a Dios y abrirse a su amor significa desprenderse de muchos lastres y herencias, no sólo físicos, sino mentales y espirituales. Para seguirle es necesario caminar ligero, como lo hizo María, que fue presurosa a la montaña para encontrarse con su prima. Y para ir ligero, todo sobra, menos el amor.

7 de agosto de 2010

Dichoso el pueblo que el Señor escogió como heredad

Salmo 32

Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Aclamad, justos, al Señor, que merece la alabanza de los buenos.
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se escogió como heredad.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempos de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor; él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo esperamos de ti.

El pueblo de Israel se forjó con una fuerte conciencia de comunidad amparada por Dios. La fe en su Señor fue el distintivo y la piedra angular de su identidad como nación, en medio de otros pueblos de la antigüedad. Y este Dios mira con especial amor a su pueblo escogido, “su heredad”. Saberse nación elegida dio una gran fuerza a la comunidad israelita.

Con Cristo, este pueblo escogido ya no se limita a las tribus de Israel. El pueblo escogido por Dios, en realidad, es toda la humanidad. Todo ser humano es hijo predilecto y amado, llamado a vivir en plenitud ante la presencia amorosa de su Creador. La misma fe de los judíos, su misma convicción de ser protegido y querido por Dios, es compartida por todos los creyentes.

Es fácil interpretar los escritos del Antiguo Testamento bajo un tinte nacionalista y político. También es fácil tachar estos versos de exclusivistas, de elitistas y soberbios. ¿Por qué Dios va a preferir a un pueblo sobre los otros? Pero si leemos la Biblia como lo que es: no como un mero libro de historia o un documento de identidad nacional, sino como un testimonio místico y espiritual, encontraremos un sentido mucho más hondo y vivo en sus frases. Y este salmo es más que una proclamación de pueblo elegido.

Es una plegaria agradecida del hombre que se siente salvado por Dios. Es una profesión de fe, una súplica y al mismo tiempo una alabanza. Hay en el salmo un doble movimiento, una reciprocidad: Dios protege a sus fieles; pero el hombre fiel también elige confiar en Dios. Solo quien ha conocido el hambre —física y moral— y quien ha padecido hasta el punto de sentirse impotente y pequeño puede dar ese paso: despojarse de prejuicios y falsas seguridades y ponerse en manos de Dios. Más tarde, podrá reír y elevar un cántico al experimentar la alegría de haber sido salvado.

10 de julio de 2010

Buscad al Señor y revivirá vuestro corazón

Salmo 68

Mi oración sube hasta ti, Señor, en el momento favorable: respóndeme, Dios mío, por tu gran amor, sálvame, por tu fidelidad.
Respóndeme, Señor, por tu bondad y tu amor, por tu gran compasión vuélvete a mí.
Yo soy un pobre desdichado, Dios mío, que tu ayuda me proteja:
así alabaré con cantos el nombre de Dios, y proclamaré su grandeza dando gracias.
Que lo vean los humildes y se alegren, que vivan los que buscan al Señor: porque el Señor escucha a los pobres y no desprecia a sus cautivos.
El Señor salvará a Sión y volverá a edificar las ciudades de Judá. El linaje de sus servidores la tendrá como herencia, y los que aman su nombre morarán en ella.


Somos pequeños y Dios es grande. ¡Otra afirmación que va tan en contra de la filosofía imperante hoy en el mundo! Con el pretexto de sacudirse de encima los yugos que antes imponían la Iglesia, la moral, la religión, el hombre moderno se ha agigantado y ha derribado de su pedestal algunos de los principios que sostenían la fe. Entre ellos, ese tan mal entendido y peor explicado: el “temor de Dios”.

Afirman algunos teólogos hoy que el temor de Dios no es pánico ante un Señor terrible y vengador, ni sumisión servil ante un Dios autoritario. Quien teme así, es porque en el fondo se siente esclavo, sometido, y también rebelde. Cuando pueda, intentará escapar de esa dominación y alejarse. Su relación con Dios está basada en el miedo y los intereses, y esto jamás podrá ser la relación de padre-hijo, el vínculo de amor, libre y apasionado, que Dios desea establecer con nosotros.

El temor de Dios es justamente lo contrario: es amarle tanto, que el único miedo es alejarse de él y dejar que otros ídolos ocupen nuestro corazón. El temor de Dios es reconocer su grandeza y también su amor, tal como es, infinito y desbordante, y dejarse amar por él.

Pero, para llegar a esta actitud, hace falta ser humilde. Humilde no es otra cosa que reconocer con serenidad lo que uno es, con sus miserias y sus anhelos; con sus enormes potenciales y sus dolorosos límites. El salmo canta que los humildes se alegrarán y revivirán. Lejos de arrastrar una existencia gris y triste, su vida será plena y llena de gozo. ¿Quién dijo que la humildad llevaba a la esclavitud y a una vida anodina? La humildad lleva a la auténtica alegría. Y esto, que puede sonar a paradoja, a contradicción, incluso a absurdo para nuestro mundo de hoy, es una verdad que han vivido y transmitido miles de personas a lo largo de la historia. Salmistas, profetas, santos celebrados en los altares y santos desconocidos; santos de la vida ordinaria que han demostrado, con su existencia, que quien se arrodilla ante Dios se levanta como ser humano, fortalecido, libre, valiente, rebosante de vida y de un gozo interior que nada ni nadie puede apagar.

3 de julio de 2010

Aclama al Señor, tierra entera

Salmo 65

Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre; cantad himnos a su gloria; decid a Dios: "¡Qué temibles son tus obras!"

Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre. Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres.

Transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río. Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente.

Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo. Bendito sea Dios, que no rechazó mi suplica, ni me retiró su favor.


Se dice que la admiración despertó en el hombre el sentimiento religioso y también la inquietud filosófica. Ante la contemplación del mundo circundante, de la naturaleza grandiosa, de la fuerza indomable de los elementos, el ser humano se siente pequeño y a la vez espoleado por un íntimo afán: saber más, conocer más, desentrañar el misterio que late tras el tapiz del mundo visible.

Los salmos, como este que leemos hoy, expresan con múltiples imágenes este sentimiento de arrobo y admiración. Pero, más allá de la naturaleza y el mundo tangible, el hombre religioso adivina otra realidad trascendente. Para el hebreo, el mundo es admirable, pero mucho más lo es Dios, que lo ha creado. En la religión judía, y también en la cristiana, hay una clara distinción entre Creador y criatura; no se diviniza la naturaleza, sino a Aquel que la ha hecho. El creyente adora al divino autor, no a su obra.

Aún y así, la belleza de la obra siempre es un puente tendido que nos acerca al Creador. Esta belleza no siempre es idílica, ni causa siempre sensaciones necesariamente plácidas. Ante el espectáculo del universo, el ánimo sensible se ve sacudido por una mezcla de asombro e incluso espanto: “¡Qué temibles son tus obras!”. En esta exclamación se percibe, de manera simple y honda, la limitación humana y su incapacidad para dominar las fuerzas naturales. El hombre puede controlar sus propias obras, pero nunca podrá controlar enteramente la obra de Dios.

Tras constatar esto, el salmista desciende a tierra y enfoca su atención, no ya en el mundo, sino en sí mismo. Dios no sólo ha hecho maravillas en el cosmos, sino en ese pequeño y a la vez inmenso universo que es cada persona. Existir, ser engendrados y nacer con un alma prendida en nuestro barro humano ya es un milagro. Pero si cada uno de nosotros deja, además, que Dios vaya modelando nuestra vida, iluminando nuestro recorrido vital; si dejamos que él penetre nuestro corazón y guíe nuestros pasos, entonces el asombro exultante y la gratitud serán mucho mayores. Porque nuestro gran artista Dios no desea otra cosa que hacer de nuestras vidas un caudal incesante de amor y belleza.

26 de junio de 2010

El Señor es el lote de mi heredad

Salmo 15

Tú eres, Señor, el lote de mi heredad

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Digo al Señor: “Tú eres mi bien”. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano.

Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.

A menudo las gentes critican a la Iglesia y también a los cristianos. Atacan a la institución de mil maneras, por su rigor y su poder, y a nosotros, los creyentes, nos acusan de ser incoherentes con lo que creemos y predicamos, o bien se nos atribuyen toda clase de ideas y actitudes disparatadas, a veces ciertas pero a veces bien lejos de la realidad.

Pero este salmo nos recuerda una cosa innegable. Por un lado nosotros, como humanos, y la Iglesia, que somos todos, somos falibles, imperfectos y pecadores. Cometemos muchos errores, incluso causamos daño, queriendo o no. Somos vasijas de barro, a veces muy sucias y deterioradas… Qué fácil es que nos desprecien y qué fácilmente podemos caer en el desánimo ante las críticas.

Pero esas ánforas de barro, sucias y rotas, contienen un tesoro inmenso, no comprado ni conseguido, sino regalado. Es esa joya maravillosa lo que hemos de ver y mostrar. Dios se ha fiado de nosotros y se nos ha dado: él es, verdaderamente, “el lote de nuestra heredad”. Él llena nuestra copa, él nos cubre, nos protege y aún más: nos habita. Con Cristo, los versos del salmo todavía adquieren mayor significado. En la comunión, lo recibimos dentro de nosotros, y “desde dentro nos instruye”, iluminando nuestra conciencia y nuestra voluntad.

Por eso, aunque seamos pecadores, aunque nos sintamos pequeños, cargados de defectos y de fallos, podemos exultar de alegría y tener paz interior: “se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena”. ¡Qué expresivos son estos versos! Sí, la paz interior no la conseguiremos por nuestros medios, sino cuando nos dejemos inundar por la presencia de Dios. Y con la paz, llegará el gozo. Dios, lejos de ser el gran juez represor de la humanidad, es su liberador, su alegría y aquel que puede saciar nuestra hambre de plenitud.

19 de junio de 2010

Mi alma está sedienta de ti

Salmo 62

Mi alma está sedienta de ti, Señor Dios mío.
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.

¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.

Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.

Porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene.

Sólo quien ama intensamente y se sabe amado puede pronunciar con sinceridad las palabras de este salmo. “Mi alma está sedienta de ti” expresa una necesidad profunda, acuciante, tan honda como la sed física, tan dolorosa, incluso, como el hambre. El salmista aún añade: “mi carne tiene ansia de ti”. El deseo de Dios, de plenitud, de trascendencia, es tan ferviente como el deseo amoroso.

Este cántico nos habla de un amor que quizás nos parece muy alejado de los parámetros de nuestro mundo moderno. Hoy escuchamos que el amor va y viene, que nada dura para siempre; oímos decir que la gente tiene hambre de afecto, de cariño, de reconocimiento. Y también vemos cuántas enfermedades del alma nos aquejan e intentamos vanamente paliar con medicinas, frenesí, ruido, gastos materiales y divertimentos que, al final, sólo consiguen dejarnos exhaustos y más vacíos.

El salmista habla de una sed que siempre aquejará al ser humano porque estamos hechos así, con un pozo interior que sólo puede llenarse de algo inmenso y eterno. Ojalá todos sintiéramos ese deseo dentro y lo reconociéramos. Porque el hombre sediento que está vivo busca la fuente que lo sacie, y no duda en emprender el camino. Es cierto que el mundo le ofrecerá muchas falsas bebidas, falsos alimentos y bálsamos engañosos para saciar su hambre infinita. Pero si el alma está despierta, la sed persistirá y le empujará a continuar buscando. Hasta que, en algún momento, la misma fuente que persigue le saldrá al camino.

Cuando Dios entra en nuestra vida, nuestra alma, árida como tierra reseca, renace. Dios nos sacia, y nos vuelve a saciar, y jamás se cansa de regalarnos sus dones. La vida penetrada por Dios experimenta tal cambio, que la respuesta estalla forma de alabanzas: “Toda mi vida te bendeciré”, “a la sombra de tus alas canto con júbilo”. Si realmente estamos saciados de Dios, eso ha de notarse en una vida llena, activa, pacífica y profundamente alegre.

La unión con Dios no es algo reservado a “los santos y los místicos”. Todos los cristianos —en realidad, todos los seres humanos— estamos llamados a vivir esta experiencia de amor íntimo que nos arraiga en la tierra y nos permite crecer hacia el cielo.

12 de junio de 2010

Feliz el que ha sido perdonado

Salmo 31
¡Feliz el que ha sido absuelto de su pecado y liberado de su falta!

¡Feliz el hombre a quien el Señor no le tiene en cuenta las culpas, y en cuyo espíritu no hay doblez!

Pero yo reconocí mi pecado, no te escondí mi culpa, pensando: "Confesaré mis faltas al Señor". ¡Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado!

Tú eres mi refugio, tú me libras de los peligros y me colmas con la alegría de la salvación.
¡Alégrense en el Señor, regocíjense los justos! ¡Canten jubilosos los rectos de corazón!

Las lecturas de este domingo nos hablan de la bondad de Dios y de la liberación inmensa que supone el perdón.

El perdón, incluso en un plano puramente psicológico, tiene una tremenda fuerza sanadora. El perdón limpia, libera, deshace los nudos interiores, desata la alegría y devuelve las ganas de vivir. Pero, para vivir una experiencia verdaderamente liberadora y gozosa del perdón son necesarias al menos dos cosas.

La primera es la conciencia de pecado. Hoy día se tiende a eliminar todo trazo moral de nuestra cultura; por tanto, dicen muchos, “no hay pecado, sólo hay ignorancia”. O bien: el pecado es una forma de atadura que nos impone la Iglesia para dominarnos. Quienes así hablan olvidan que la naturaleza humana es consciente, es sensible y posee un sentido natural de lo moral, de lo que es bueno, verdadero y bello. Y por eso una mente despierta en seguida sabe si ha obrado bien o mal y siente el peso de la culpa cuando es responsable de algún daño.

“Yo reconocí mi pecado, no escondí mi culpa”, reza el salmo. La persona que reconoce sus males, la que no tiene doblez, está ya en camino de poder recibir el perdón y liberarse. El problema es cuando queremos tapar nuestros fallos y pretendemos engañarnos a nosotros mismos y a los demás con excusas o máscaras de bondad y conveniencia. Tal vez podremos ocultar nuestros pecados, pero nunca podremos liberarnos de la culpa, y ésta nos devorará por dentro.

Y la segunda cosa es aceptar la bondad de quien nos perdona. Quizás aún conservamos el miedo a un Dios severo y juez. Pero la Biblia nos recuerda una y otra vez que Dios no es así. Nuestro Dios es compasivo, siempre tiene la mano tendida para perdonar. Y a quien está sinceramente arrepentido, jamás le tiene en cuenta sus males y lo vuelve a amar. La imagen del padre del hijo pródigo es su vivo retrato. Decía un gran teólogo que Dios es tremendamente olvidadizo. No recuerda nuestros pecados para echárnoslos en cara. No conserva una memoria de agravios. Para Él, lo que importa es el corazón abierto, dispuesto a dar y recibir amor.

El salmo sigue desgranando en sus versos el gozo desbordante de quien se siente perdonado. “Me colmas con la alegría de la salvación”. Es salvado quien se sabe y se siente amado. Es salvado quien acepta el amor y quiere amar. Y quien es amado exulta y se regocija. El arrepentimiento sincero es el primer paso: el perdón es una fiesta.

4 de junio de 2010

Tú eres un sacerdote para siempre

Salmo 109
El Eterno le dijo a mi señor: “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies”.
Enviará el Eterno desde Sión la vara de tu poder: “Gobierna en medio de tus enemigos”.

Tu pueblo se ofrece voluntariamente en el día de tu poder, en adornos de santidad, desde el seno del alba.
Tuyo es el rocío de tu juventud. El Eterno ha jurado y no se arrepentirá: “Tú eres un sacerdote para siempre, como lo fue Melquisedec”.


El tono épico y hasta beligerante de este salmo nos puede sorprender. ¿Cómo leerlo hoy? ¿Qué sentido espiritual podemos encontrar en esas frases, más propias de un cantar de gesta que de una plegaria íntima? Cuando David escribió los salmos, sabía bien quiénes eran sus enemigos; las guerras y victorias a las que alude eran muy reales. Pero un himno contenido en un libro sagrado va mucho más allá que la historia que relatan sus versos.

¿Quiénes son, hoy, nuestros enemigos? ¿Qué batallas hemos de luchar? ¿Dónde y a quién hemos de gobernar? ¿Qué significa esa frase: “tú eres un sacerdote para siempre…”?

Si trasladamos el sentido más hondo del salmo a nuestra realidad de hoy, seguramente encontraremos respuestas y una analogía muy profunda.

Nuestro gran enemigo, siempre, ha sido el mal. El mal que se traduce, muchas veces, en la tentación de abandonar, en el cansancio, en la desesperanza; quizás en la desidia o en la indiferencia ante los problemas ajenos; o en el resentimiento, en las envidias o las iras incubadas y mal reprimidas; en la pereza mortal o en el egoísmo que nos enroca y nos hiela por dentro. Vencer a todos estos enemigos del alma supone una gran batalla interior. Una batalla que estamos llamados a vencer.

Siéntate a mi diestra”, nos dice Dios. Sentaos a mi lado, refugiaros junto a mí. Amparaos en mi fuerza, bebed de mi amor. Nosotros somos soldados muy débiles y cobardes ante las batallas del alma que se nos presentan. Pero, con Dios, lo tenemos todo. La victoria es nuestra si luchamos a su lado. Él nos dará el poder de gobernar nuestras tentaciones y flaquezas, de dominarlas y transformarlas en virtud. Él nos otorgará la fuerza para vencer el egoísmo y para remontar el abismo de la tristeza y la falta de entusiasmo. Él nos dará la sabiduría, la paciencia, el valor, la constancia. Nosotros sólo tenemos que poner una cosa: nuestro corazón, a todas, abierto y decidido, en sus manos.

Y en manos de Dios nos sentiremos rejuvenecer. “Tuyo es el rocío de tu juventud”. Sí: el que se atreve a combatir el mal contando con Dios crece y mantiene su alma siempre joven, siempre tierna, siempre abierta a la luz.

Y Él le hará “sacerdote”. ¿A qué se refiere? A ese sacerdocio de Cristo que compartimos todos los cristianos bautizados, por el hecho de formar parte de su cuerpo místico, la Iglesia. No el del orden sacerdotal, sino el sacerdocio común de todos aquellos que nos sabemos amados, bendecidos y enviados por Dios a una misión en este mundo. San Pedro en su carta habla de los cristianos como “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa…” haciendo alusión al Éxodo: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”. Nuestro sacerdocio consiste en hacer de nuestra vida diaria una ofrenda.

29 de mayo de 2010

Qué admirable es tu nombre en toda la tierra

Salmo 8

Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos; la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él; el ser humano, para darle poder?

Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos.

Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar, que trazan sendas por el mar.

Este salmo refleja de manera poética y clarísima uno de los núcleos de nuestra fe cristiana. Si Dios es Creador y está por encima de su creación, el hombre es el centro de esta. El universo como jardín donde crece el ser humano es una idea que se plasma en el Génesis y recorre todas las sagradas escrituras. La creación es hermosa, pero el hombre aún lo es más. A imagen y semejanza de su Creador, es “coronado de gloria y dignidad”, apenas inferior a los ángeles. Es la criatura predilecta, y el mundo se le somete: “le diste el mando”, le diste “poder”.

De esta convicción nace el humanismo y de aquí también surge la idea de desarrollo y la ciencia, como formas de dominio de la naturaleza. Nuestra cultura occidental, con sus logros y sus errores, se fundamenta en esta creencia.

Pero en los últimos siglos hemos visto como el centralismo del hombre y su poder sobre el mundo lo han llevado a cometer toda clase de excesos y dislates. Las guerras y los abusos contra el medio ambiente demuestran que el ser humano no siempre ha sabido utilizar bien ese poder tan grande que le ha sido dado. La corriente de pensamiento ecologista, unida a otros movimientos filosóficos y políticos de hoy, arremete contra esta idea de la centralidad del hombre y rechaza su preeminencia sobre la Creación. La Tierra, como ente vivo, gana protagonismo y llega a convertirse, no sólo en el elemento central de la fe ecologista, sino en la misma divinidad.

La fe cristiana puede arrojar luz en esta disyuntiva: ¿el hombre o la tierra? ¿El progreso humano o el planeta? El dilema no debería ser tal. Cuando el hombre esté bien, consigo mismo, con sus semejantes y con Dios, respetará el medio en que vive y sabrá valorar y cuidar de la naturaleza que le alimenta y le proporciona un espacio donde vivir y gozar. Como señala el Papa Benedicto en su encíclica Caritas in Veritate, «es necesario que exista una especie de ecología del hombre bien entendida. Cuando se respeta la “ecología humana” también la ecología ambiental se beneficia». Y también afirma: «Es contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más importante que la persona humana misma. Esta postura conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista». «El creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades. Si se desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella». (Caritas in Veritate, cap. 48)

Si deseamos proteger el medio ambiente, cuidemos de la dignidad del hombre. Si queremos que la “casa” esté limpia, hermosa y bien cuidada, preocupémonos antes por sus habitantes.

21 de mayo de 2010

Envía tu Espíritu, Señor...

Salmo 103

Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas.


Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.

Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor.

El Salmo 103 es un cántico gozoso de adoración: el hombre reconoce la grandeza de Dios y prorrumpe en alabanzas hacia él.

No sólo se trata de un sentimiento de admiración ante la belleza de lo creado —“la tierra está llena de tus criaturas”—, sino de algo más profundo. El poeta que entona estos versos descubre que el simple hecho de que algo exista es un milagro, y que toda criatura, todo ser vivo, el universo entero, aún siendo admirables no serían nada si Alguien no los sostuviera en su existencia.

“Les retiras el aliento y expiran y vuelven a ser polvo”. El aliento de Dios se identifica con la vida que anima la materia. Detrás de toda forma viva aletea ese Espíritu, que ya preexistía y flotaba, según dice el Génesis, sobre las aguas primigenias.

Por supuesto, estas imágenes son simbólicas, pero tienen un significado más hondo que el mero mito creacionista. Este salmo, como el libro del Génesis, nos habla de un Dios que es Creador, cuya energía enciende la llama de la vida y que se despliega en una creación maravillosa, de la cual el ser humano forma parte central.

Porque el ser humano, a diferencia de las otras criaturas, no sólo existe y vive, sino que puede conocer a su Creador y disfrutar de su obra. Puede, incluso, imitarlo, jugando a crear y elaborando sus pequeñas obras de arte. Este verso del salmo recuerda el gozo del artista que acaba su obra y la ofrece a Aquel que lo hizo y le dio la capacidad creativa: “Que le sea agradable mi poema”.
Un teólogo dijo que el Espíritu Santo es el Señor de la Belleza. En su mensaje a los artistas, los dos últimos Papas nos han recordado que a través del lenguaje artístico se manifiesta el Espíritu de Dios. La belleza, efectivamente, nos habla de una mano creadora y del amor con que esa obra fue concebida.

Hoy, día de Pentecostés, puede ser una buena ocasión para reflexionar y ver de qué manera podemos esparcir belleza —auténtica y buena— a nuestro alrededor.

15 de mayo de 2010

Dios es el rey del mundo

Salmo 46
Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad.

Porque Dios es el rey del mundo; tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

El salmo de hoy acompaña las lecturas de la Ascensión de Jesús como una sinfonía triunfal y exultante. Es un salmo con tintes épicos, teñido también de gozo. Sus versos desprenden luz y alegría: la exaltación de ánimo de aquel que “ve”, reconoce y aclama la grandeza de Dios.

Qué fácil es admirarse ante la belleza del mundo, ante la grandiosidad de un paisaje o ante las maravillas del universo. Para muchos, agnósticos o escépticos, todo es fruto del azar. La realidad puede ser hermosa o terrible, pero siempre es desconcertante y desborda la capacidad de comprensión. Los interrogantes quedan no hallan respuesta. Ante la falta de una explicación que dé sentido a todo cuanto existe, el corazón enmudece.

Pero quien sabe ver detrás de toda esta belleza la mano de un Dios Creador, prorrumpe en exclamaciones como las de este salmo. La música es el mejor vehículo para transmitir lo que parece inefable: “batid palmas, tocad, tocad para nuestro rey”. La admiración y la alabanza impulsan la creatividad humana. El hombre se anima a imitar a Dios entonando un cántico, plasmando una imagen, modelando una escultura o danzando con su cuerpo. Toda manifestación de arte, en cierto modo, es un destello de la divinidad que alienta en cada ser humano.

Aún hay más. El salmo llama a Dios “rey”. El pueblo judío vivió muchos años sin monarquía, y sus profetas —Samuel— se resistieron a vivir bajo el yugo de un rey. En su fe, únicamente Dios merece el título y el honor de un soberano. Así ha sido también para los santos, que no han postrado su rodilla ante ningún poder temporal, solo ante Dios. Esta convicción tiene consecuencias profundas. Adorar solo a Dios, que es amor y que desea nuestra plenitud, significa liberarse de muchos temores, condicionantes y “respetos humanos”, que a menudo nos esclavizan y empequeñecen nuestro espíritu. Las monarquías y los poderes humanos suelen someter a las personas; debemos “amoldarnos” para encajar en una sociedad y ser aceptados y aplaudidos. O bien hemos de someternos a sus leyes, más o menos justas, porque así lo han decretado quienes detentan el poder. Quizás para algunos, que adoptan el pensamiento freudiano, “matar a Dios” significa la liberación del hombre. Tal vez se han forjado una imagen muy errada de Dios, u olvidan que cuando Dios es apartado del mundo y el ser humano ocupa su lugar comienza una esclavitud terrible y a menudo arbitraria. El gran tirano del hombre es el mismo hombre. En cambio, cuando Dios es rey, el hombre alcanza su libertad.

8 de mayo de 2010

El Señor ilumine su rostro sobre nosotros

Salmo 66

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.


En un mundo hipercomunicado, como este en que vivimos, parece que una de las formas preferidas de diálogo es la crítica, el comadreo y sacar a relucir las miserias y “trapos sucios” de los demás. En las calles, en las comunidades vecinales y parroquiales, entre amigos, en los platós de televisión… en todas partes reinan los murmullos y las acusaciones. El mal-decir se ha convertido en un hábito fuertemente arraigado.

Y el salmo de hoy, justamente, nos habla de todo lo contrario. El salmo nos habla del bien-decir: de la alabanza, la bendición. Y muy especialmente de la bendición de Dios.

Mal hablar de alguien implica sospecha, desconfianza, incluso celos y odio. ¡Actitudes demasiado frecuentes! En cambio, la bendición presupone un proceso interior de despertar y agradecimiento. Podemos alabar algo o a alguien cuando somos conscientes de su belleza y su bondad, del bien que nos proporciona, de la verdad que nos transmite. Muchas veces nuestra alma está embotada y nuestra mente aturdida bajo montañas de basura informativa y sentimientos mezquinos. Necesitamos hacer limpieza interior. Bendecir nos puede ayudar. Quizás nos cueste “sentir” esa gratitud, ese gozo que empujó al poeta a escribir salmos tan bellos. Pero las mismas palabras de loanza, en nuestros labios, podrán operar un cambio en nuestro corazón. Una bendición también puede limpiarnos el espíritu.

Y, ¡qué poco se bendice hoy a Dios! Son tantas las personas que lo niegan, o lo desafían, lanzando hacia él las culpas de las responsabilidades humanas… Cuántas veces los seres humanos nos comportamos como niños inmaduros, y no queremos asumir el peso de nuestras decisiones. Nos aferramos a nuestros éxitos y sacudimos los fracasos encima de los otros, o encima de Dios. El salmista nos recuerda que Dios es justo y bueno, y que seguir su ley comporta salvación: es decir, paz y concordia para los pueblos.

Por eso, recitemos despacio y siendo muy conscientes los versos de este salmo, que nos habla de la alegría y la belleza de Dios. Su amor se derrama sobre el mundo y palpita en nuestra misma existencia. Vivamos estas palabras y convirtamos nuestra vida en otro himno de alabanza.

24 de abril de 2010

Aclama al Señor, tierra entera

Salmo 99

Somos su pueblo y ovejas de su rebaño.
Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores.
Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.
El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades.

En la mentalidad de hoy, en la que el individuo es exaltado y su autonomía parece la máxima aspiración, las palabras del salmo y del evangelio de este domingo pueden provocar cierto rechazo.

“Somos ovejas de su rebaño”. La simple palabra “ovejas” nos resulta incluso despectiva, sinónimo de persona adocenada, sin criterio propio, sumisa y obediente.

Y, sin embargo, el Salmo canta con palabras exultantes esa pertenencia al rebaño del Señor. “Somos suyos”: esta frase no debe ser leída como sinónimo de esclavitud, sino en el sentido de pertenencia que embarga a los que se aman. “Soy tuyo” son palabras de amante que se entrega a su amado. Somos de Dios porque él nos ama y nunca nos abandona.

Este salmo también da respuestas a aquellos que creen que Dios existe, sí, pero que está muy lejano y que es indiferente a sus criaturas. Oímos a menudo decir: “el mundo está dejado de la mano de Dios”. Existe una sensación de pérdida, de soledad. Somos huérfanos, Dios no escucha. El salmo viene a contradecir esto. Dios sigue siendo padre, cercano, amoroso, atento. Pero no grita ni pisa nuestra libertad. Dios está cerca de aquellos que lo buscan y se abren a Él.

El gran drama del hombre no es que Dios lo haya abandonado, sino que él ha abandonado a Dios. La gran tragedia humana no es la esclavitud, sino haber utilizado la libertad para alejarse de Aquel que es su misma fuente. El hombre no está sometido por Dios, sino por sí mismo. Quien deja de servir a Dios con alegría, cae bajo el yugo de los hombres.

En cambio, la cercanía a Dios rompe todas las cadenas y hace estallar la alegría. De ahí la exclamación del salmo: “Aclama al Señor, tierra entera”.

17 de abril de 2010

Señor, me has librado

Salmo 29
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.

Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo.

Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.


Este salmo es plenamente acorde con el tiempo de Pascua que vivimos. Con imágenes belicosas y fúnebres, nos presenta esas etapas de muerte y dolor que todos atravesamos en la vida. Todos, en algún momento, nos hemos sentido angustiados y oprimidos por las dificultades y por enemigos, ya fueran personas o situaciones que nos aprietan. ¡Cuántas veces nuestra vida nos parece un foso oscuro, un túnel sin salida!

Sin embargo, hay una mano salvadora que nos ayuda a salir adelante y nos hace revivir. Toda muerte precede a una resurrección. “Cambiaste mi luto en danzas”, dice el salmo, en una frase que contrasta vivamente el duelo con la alegría más exultante. ¿Podemos superar las desgracias solos? No. Necesitamos ayuda. Y no hay soporte ni auxilio más poderoso que el de Dios.

Nuestra vida está tejida de claroscuros. “Al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo”. Conoceremos toda clase de experiencias. Creer en Dios no nos librará de los problemas. Quizás a veces todavía nos ocasiones más, porque la fe acarrea compromiso, y la coherencia a veces se defiende a contracorriente, con dolor. Pero la alegría que trae confiar en Dios supera con creces esos momentos de oscuridad.

Piedad, oh Dios, hemos pecado