28 de septiembre de 2013

El Señor da pan a los hambrientos

Salmo 145

Alaba, alma mía, al Señor.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Este cántico agradecido nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos. Y aborda un problema casi tan antiguo como la humanidad, desde que las sociedades se volvieron complejas: la pobreza.

Para muchos descreídos, estos versos no son más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El marxismo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la ilusión vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, “salva”.

¿De qué salva? En el fondo, todas estas esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. El hambre y la injusticia son consecuencias del egoísmo humano, a gran escala. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad de la egolatría, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Dios es el que realmente nos salva de nuestras miserias interiores. Sacia nuestra hambre de infinito, de justicia, de verdad. Y, saciándonos, nos hace valientes para correr a saciar esas otras hambres que afligen a otros. Dios nos llena y nos  abre, haciéndonos generosos y sensibles al sufrimiento. Nos da un corazón de carne, como el suyo. Y puede actuar en el mundo: nosotros somos sus manos.

20 de septiembre de 2013

Alabad al Señor, que alza al pobre

Alabad al Señor, que alza al pobre

Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. 

El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria sobre los cielos. ¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se eleva en su trono y se abaja para mirar al cielo y a la tierra? 

Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo.


En la religión del antiguo Israel y, después, en el Cristianismo, los pobres siempre han tenido un lugar especial. Podríamos decir que la atención al pobre, en nuestra fe, ya no sólo es un hecho ético y moral, sino un rasgo que nos acerca a Dios.

En otras culturas también se atendía a los pobres, pero en ninguna otra se oyó antes que los pobres fueran los favoritos, amados de Dios.

Israel fue un pueblo que sufrió continuas pruebas: persecución, conquistas, deportaciones, esclavitud y pobreza. Quizás por esto desarrolló un fuerte sentido de la solidaridad hacia los más desvalidos. El Dios en que confiaba era un Dios que no soportaba la miseria ni la injusticia.

Pero el pueblo israelita tampoco fue ajeno a los pecados propios de toda sociedad. Amós y otros profetas denunciaron con rotundidad la avaricia de los ricos y la opresión injusta sobre las gentes sencillas.

Con la fe de Israel también comienza otro concepto de la pobreza: el teológico. El pobre ya no es solo el desposeído, sino el que carece de arrogancia y autosuficiencia y se sabe desvalido ante Dios. En este sentido, todos somos pobres, lo reconozcamos o no. Y al que se siente pobre y miserable, despojado de todo orgullo, Dios lo elevará.

En el salmo hay un vivo contraste: Dios, que es todopoderoso y que está allá arriba, en su trono celeste, baja a la tierra, hasta hundirse en el barro. Y baja para mirarnos. Ese es el movimiento de nuestra fe, y motivo de confianza y alegría para todos: que no somos nosotros quienes tenemos que ascender, con esfuerzo, para alcanzar la plenitud. Es Dios quien desciende y viene a nosotros. Creamos, de verdad, que Dios no está lejos. A Dios le importamos. Somos especiales para él, hijos amados. Por muy desgraciados y rendidos que nos sintamos, él está a nuestro lado y nos ayuda a levantarnos: alza de la basura al pobre para sentarlo con los príncipes...