26 de noviembre de 2021

A ti levanto mi alma


Salmo 24


A ti, Señor, levanto mi alma.
Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.
El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.
Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza.


La analogía de la vida humana con un camino es muy propia de nuestra cultura occidental y, en concreto, de la fe cristiana. La vida es un trayecto que a veces resulta placentero y otras se convierte en un sendero escarpado y lleno de dificultades. En todo camino hay un inicio y una meta, un fin. Sabemos que echamos a andar cuando somos engendrados y, para los creyentes, la meta es regresar a los brazos de nuestro Creador. Pero, durante el recorrido, que puede ser muy largo y azaroso, necesitamos referencias y orientación.

Dios se convierte en guía, siguiendo la tradición de la fe hebrea, que ve a Dios como pastor de su pueblo. No es un dios lejano e indiferente, a quien nada le importen sus criaturas. No nos abandona, perdidos en el vasto mundo. Pero, por otra parte, también es cierto que no todos querrán seguir sus indicaciones.

¿Quiénes escuchan su voz? Los pecadores y los humildes, dice el salmo. Los que se despojan del orgullo y reconocen que Dios es más que ellos, que Dios puede más. Los que no se endiosan ni rechazan a su Creador. Hasta los que cometen errores y ofensas, si abren el corazón, podrán ser iluminados.

“Las sendas del Señor son misericordia y lealtad”. Reflexionemos sobre estas palabras. Misericordia es afecto entrañable, corazón tierno que se derrite de amor. Lealtad es otra gran virtud de Dios: siempre fiel, siempre está cerca, siempre atento. En este Año Santo de la Misericordia es bueno ahondar en lo que significa que Dios sea tan cariñoso, velando como una madre sobre sus pequeños. Sus “mandatos” no son otra cosa que orientaciones que nos guían en el camino de la vida. No son órdenes arbitrarias, sino avisos y enseñanzas.

Los antiguos judíos recordaban a menudo esta lealtad de Dios. En el salmo se repite la palabra “alianza”. Es una alianza a dos partes: Dios y el ser humano. Por la parte de Dios, el amor y la ayuda jamás fallan: Él siempre da. Por nuestra parte, la humana, no nos exige grandes hazañas. Tan sólo nos pedirá un alma abierta, dispuesta a recibirle y acogerle. Esta es la auténtica humildad, que no tiene nada que ver con el encogimiento y la humillación, sino con la alegría del que se sabe infinitamente amado.

En este tiempo de Adviento, el salmo 24 nos da palabras de esperanza. Quizás atravesamos un tramo borrascoso de nuestro camino, pero en medio de los problemas, Dios está ahí: si levantamos el alma hacia él, saldremos adelante.

18 de noviembre de 2021

El Señor reina



Salmo 92


El Señor reina, vestido de majestad.

El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder.
Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno.

Más potente que la voz de muchas aguas, más potente que el mar en su oleaje, más potente es el Señor en las alturas.

Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término.


Este salmo es muy acorde a la festividad que celebramos este domingo, Cristo Rey del Universo.

En él, se nos presenta a Dios como señor poderoso, rey de toda la creación, revestido de poder. El lenguaje y el tono son épicos, así como esas imágenes potentes —las aguas que rugen, las alturas del cielo―. La fuerza de Dios es sobrecogedora.

¿Qué mensaje leemos aquí? Que Dios late detrás de todo el universo. Que todo cuanto existe es obra suya. Si la obra es maravillosa y admirable ¡cuánto más lo será el artista que la creó! Estos versos traducen una experiencia religiosa de asombro y veneración, muy alejada del animismo o del panteísmo, que ven divinidad en todas las cosas. La fe hebrea y la fe cristiana ven la huella de Dios en todo lo creado, pero no confunden obra con creador. La divinidad, lo sagrado, está en Él, más que en el mundo físico y visible. Dios es inmutable y eterno, y su poder es esta capacidad para crear y sostener la existencia de las cosas y los seres.

Esta actitud de admiración y reconocimiento de Dios se da en la contemplación. Y de ella surge una forma de actuar y de estar en el mundo: una ética, una moral. Por eso los últimos versos del salmo ya no nos hablan de las bellezas del mundo, sino de los «mandatos» del Señor. Unos mandatos que son «fieles y seguros», que son santos. ¿Qué significan estas palabras?

La acepción hebrea de mandato no es tanto una orden como una necesidad, una urgencia. Existe una ley de Dios, que nunca falla y que otorga a quienes la siguen santidad: es decir, alegría imperecedera, paz interior, libertad y nitidez de corazón. Esa ley no sigue las inercias de nuestro mundo, movido por el afán de poder y el egoísmo. Es la ley que Jesús mostró muy claramente con su vida: el poder de Jesús es el servicio, la donación, la entrega a los demás. El gran poder de Dios es su capacidad de amar sin límites. La ley, dice San Pablo, es el amor. En él yace la realeza del Señor.

13 de noviembre de 2021

Me enseñarás el sendero de la vida

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.


El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.


Las lecturas del Antiguo Testamento y del evangelio esta semana nos hablan de grandes tribulaciones que afligen al mundo, pero también de esperanza. En tiempos de crisis y dificultades como los que vivimos, vale la pena leer con calma y profundizar en estos textos, no para caer en el alarmismo ni en el miedo, no para desanimarnos, sino para dilucidar qué nos dicen estas líneas.

Las escrituras siempre nos traen una última palabra de aliento y esperanza. El salmo 15 es una exclamación de gozo y una llamada a la paz. Con Dios a nuestro lado, nunca vacilaremos. Y él es, no aquel Dios lejano e inalcanzable, sino nuestro «lote, nuestra heredad»: lo hemos recibido como regalo, él mismo se nos da. No tenemos que esforzarnos por buscarlo, sino simplemente recibirlo y dejar que nos abrace y nos proteja en el calor de su regazo.

Dios sacia, Dios colma, Dios llena nuestra alma siempre hambrienta de infinito. Y cuando experimentamos ese amor entrañable sobreviene la paz. La paz interior, que tanto buscamos, no vendrá por muchas prácticas ascéticas ni seudo-místicas. La paz auténtica no la construimos, sino que también nos es dada. Nos la da la certeza de ser amados. Por eso «se alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena». El salmo emplea expresiones muy carnales, muy vívidas, para reflejar esa paz que afecta no sólo a nuestra mente o a nuestros sentimientos, sino también a nuestro cuerpo, a nuestra salud.

Recordar la cercanía de Dios nos da coraje y valor para afrontar cualquier dificultad: «no vacilaré». Los cristianos lo tenemos todo para superar el miedo. Nuestra fe nos ayuda a vencer los temores más grandes, incluido el temor a la muerte. Porque Dios nos ama tanto que también nos da esa inmortalidad anhelada: «no me entregarás a la muerte». No, no pereceremos definitivamente: hay en nosotros un espíritu que prevalecerá, porque está hecho de la misma sustancia que el Creador. Esta convicción también alimenta nuestra esperanza. Y quien espera, se pone manos a la obra para construir, día a día, paso a paso, un mundo mejor.

4 de noviembre de 2021

Alaba, alma mía, al Señor

Salmo 145


Alaba, alma mía, al Señor

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Este cántico agradecido nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.

Para muchos descreídos, no es más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. 

El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas. Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Creer en Dios no adormece, ¡despierta! Abre los ojos, endereza las espaldas dobladas, levanta los ánimos y enciende la llama de la fraternidad. 

Muchos salmos son fruto de experiencias de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, salva. ¿De qué? En el fondo, todas las esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. El hambre y la injusticia son consecuencias del egoísmo humano a gran escala. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad de la egolatría, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Dios es el que realmente nos salva de nuestras miserias interiores. Sacia nuestra hambre de infinito, de justicia, de verdad. Y, saciándonos, nos hace valientes para correr a saciar esas otras hambres que afligen a otros. Dios nos llena y nos  abre, haciéndonos generosos y sensibles al sufrimiento. Nos da un corazón de carne, como el suyo. Y puede actuar en el mundo: nosotros somos sus manos.

La piedra desechada