28 de octubre de 2021

Yo te amo, Señor, mi fortaleza

Salmo 17


Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza.

Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi liberador.
Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos.
Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu Ungido.


Cuántas veces se ha acusado al Cristianismo de ser una religión de débiles, un consuelo barato, un remedio para someter a los espíritus inseguros, cargándoles de miedo y de culpa. Ciertamente, para los creyentes, la fe en Dios es un consuelo, una fuente de fortaleza y de energía que nos anima en las horas más bajas.

Pero los versos de este salmo no reflejan miedo ni estrechez de corazón. Al contrario, exultan de alegría porque quien canta se siente fuerte, seguro, protegido y bendecido. Sobre todo, se siente amado.

El cantor del salmo reconoce la pequeñez humana. Quien pronuncia estos versos hace suya aquella frase de San Pablo: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta». Con Dios, el más débil y quebradizo se hace fuerte. Dios es una auténtica fortaleza, un baluarte, una roca que no falla.

A lo largo de la historia, y con el vertiginoso progreso técnico y científico que ha experimentado Occidente, los humanos nos hemos creído poderosos e invencibles. Liberarse de Dios era un paso más en la emancipación y madurez de la especie humana. Podría parecer que ya no necesitamos una fortaleza ni un escudo protector. Nos bastamos a nosotros mismos.

Los avatares de la historia y el existencialismo nos han mostrado, sin embargo, que la vida desarraigada de Dios se convierte en un absurdo abismo. Sin el apoyo de esa Roca somos hojas secas llevadas por el viento. El vacío y el azar nunca podrán saciar nuestra hambre de plenitud.

Volver a Dios, buscar su refugio, no es crearse un consuelo artificial. Sentirse amparado en Dios es la experiencia del que abre su corazón, su mente y su espíritu, y regresa al verdadero hogar del hombre, el corazón del Padre, que es puro Amor. Quien recupera esas raíces profundas del ser, anclado en Dios, experimenta la protección, la bendición, y se ve imbuido de una fuerza que, paradójicamente, supera en mucho sus limitadas capacidades humanas.

Las palabras de este salmo son una bella oración para pronunciar cada día, o siempre que nos sintamos acosados por el miedo o las dificultades. ¡No desfallezcamos! Tenemos un Defensor al que nada, ni nadie, puede abatir.

21 de octubre de 2021

El Señor cambia nuestra suerte

Salmo 125


El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Néguev. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.


Hoy nos encontramos con un salmo exultante, gozoso, agradecido. Es el cántico del pueblo —de la persona— que se siente amado por Dios y ve cómo Él ha intervenido en su vida.

Las imágenes del salmo son hermosas. Los torrentes del Néguev, como todo arroyo que corre por el desierto, pueden pasar meses de sequía, con sus  cauces arenosos y estériles. Y, cuando llegan las lluvias, en cambio, bajan caudalosos. Dios es esa lluvia que transforma nuestras vidas.

Otra imagen del salmo nos recuerda aquel evangelio del sembrador. Dice el salmista: «al ir, iba llorando, llevando la semilla». Sembrar es trabajo duro e incierto. ¿Crecerá una buena cosecha? Esto mismo podemos preguntarnos nosotros, los cristianos de hoy, cuando nos afanamos en nuestras tareas pastorales, colaborando en parroquias o movimientos. ¿Dará fruto todo nuestro esfuerzo? Tal vez el panorama que vemos nos desanime y nos haga llorar. Pero pongamos todo nuestro afán, nuestro trabajo, nuestros anhelos, en manos de Dios. El labrador hace su trabajo, pero el cielo también cumple su parte. Es Dios quien, finalmente, hará florecer nuestros esfuerzos. Y entonces, llegará el día en que alguien, quizás no la misma persona que sembró, recogerá las espigas con alborozo.

La persona que reconoce todo cuanto hace Dios en su vida se ve colmada de gratitud. Y del agradecimiento brota la alegría. Podríamos decir que una persona alegre es una persona agradecida. Se sabe pequeña y limitada, y sabe reconocer las cosas grandes que Dios ha hecho por ella. Por eso se siente pobre y rica a la vez. Pobre en sus propias fuerzas; rica en dones recibidos. Esta humildad, lejos de encogerla y de oprimirla, ensancha el corazón, ilumina el rostro y abre la boca para entonar una alabanza.

8 de octubre de 2021

Sácianos de tu misericordia, Señor

Salmo 89


Sácianos de tu misericordia, Señor, y toda nuestra vida será alegría.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas.

Que tus siervos vean tu acción, y sus hijos tu gloria. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.


En los versos de este salmo hay un contenido muy denso que, aparentemente, quizás no lleguemos a captar. Vayamos desgranando frase por frase, palabra por palabra, y descubriremos en él una profunda sabiduría existencial.

El verso que cantamos como estribillo termina con una promesa de felicidad: «toda nuestra vida será alegría». ¿No es este el deseo de todo hombre, en todo tiempo y en todo lugar? Pero lo interesante es ver qué produce esta alegría: «Sácianos de tu misericordia», dice el salmo. Esto, y no otra cosa, será lo que nos cause la felicidad.

Misericordia es un concepto que se entiende poco y que nos suena a compasión, incluso a condescendencia. Los teólogos explican el significado de esta palabra: misericordiosa es la persona de corazón tierno, capaz de conmoverse, de compadecerse y de empatizar con el otro. En hebreo, el significado aún es más rotundo. Viene de la palabra entraña y significa mirar con amor y con ternura entrañable de madre.

Así nos mira Dios. Su mirada es fuente de amor desbordante, de bondad, de dulzura y de fuerza. Es él quien, mirándonos, nos sacia y nos hace exultar de alegría.

Esta petición tiene muy poco que ver con una mentalidad autosuficiente que encumbra al ser humano y pretende hacerlo capaz de todo. El salmista reconoce que el hombre, con sus propias fuerzas, no puede conseguir la felicidad. Esta es una realidad que vemos patente a lo largo de toda la historia. El hombre persigue la felicidad, pero le resulta difícil conseguirla y, cuando lo intenta sin contar con Dios, acaba cayendo en el más espantoso desastre. Los paraísos sin Dios terminan por convertirse en infiernos que se cobran miles de víctimas.

Pero el salmo sigue. Se adivina en sus líneas un padecimiento que ha marcado al pueblo, un largo periodo de desdichas, el exilio en Babilonia. Los israelitas intentaron dar un sentido a las desgracias sufridas e interpretaron la caída de su reino y el destierro como una consecuencia de su alejamiento de Dios. Por eso dice «danos alegría por los años en que nos afligiste», como si Dios, de algún modo, hubiera castigado a su pueblo. Volver a reconciliarse con él trae la salvación y la esperanza. Por eso el salmo contiene también una súplica: que Dios se apiade e intervenga a favor del pueblo. «Que tus siervos vean tu acción… Baje a nosotros tu gloria».

Quizás esta interpretación, hoy, nos resulte simple e inexacta. No podemos aceptar que Dios premie y castigue la lealtad, como lo haría un señor terrenal con sus vasallos. Jesús nos mostró que Dios es leal siempre y que nosotros somos sus hijos, no sus siervos. Nos enseñó, dando su vida, que Dios se entrega a sus hijos aunque estos se alejen de él. Dios no espera nuestra justicia para impartir la suya, que es bondad desbordante y sin medida.


En cambio, sigue siendo actual la interpretación de este salmo como un toque de alerta a nuestro orgullo autosuficiente. «Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato». Sepamos contemplar nuestra vida en su justa mesura, entendamos que no somos inmortales, ni ilimitados, ni omnipotentes. No somos dioses y vivimos en la contingencia. Pero tampoco estamos solos. Dios está ahí y vendrá si lo invocamos. Nosotros ponemos nuestro esfuerzo y afán, pero él, y solo él, puede hacer que dé fruto y prosperen las obras de nuestras manos.

1 de octubre de 2021

Que el Señor nos bendiga todos los días


Salmo 127


Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.

Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa.

Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida.
Que veas a los hijos de tus hijos. ¡Paz a Israel!

Este es un salmo de alabanza. Hay en él una loanza doble: a Dios, que reparte sus bendiciones y que vela por nosotros «todos los días de nuestra vida», y al justo que sigue los caminos del Señor. A través de imágenes sencillas y expresivas, el salmista nos muestra qué dones recibe el que «teme al Señor»: son aquellos que todo hombre de aquella época podría considerar los mayores bienes: una esposa fecunda, un hogar próspero, hijos sanos y hermosos, salud y una descendencia numerosa. Hoy, tantos siglos después, también podríamos decir que este es el sueño de muchísimas personas: formar una familia, gozar de bienestar económico y vivir una vida larga y pacífica junto a los seres queridos.

Pero, ¿quién puede conseguir esta felicidad? ¿Quién es el que teme al Señor y sigue sus caminos? En lenguaje de hoy no podemos comprender que haya que tener miedo de un Dios que es amor. Pero esa falta de temor tampoco nos ha de llevar al olvido y al descuido. Dios nos ama, pero también nos enseña. Nos muestra, a través de la Iglesia y especialmente a través de su Hijo, Jesús, cuál es el camino para alcanzar una vida digna, llena de bondad. Lo que hemos de temer es olvidarnos de él, ignorarlo, vivir a sus espaldas. ¡Ay de nosotros si apartamos a Dios de nuestra vida! Caeremos en la oscuridad y en el desconcierto, y comenzaremos a vagar a la deriva. Perderemos la paz, la armonía familiar y hasta los bienes materiales, tarde o temprano.

Los antiguos ya indagaron sobre qué debía hacer el hombre que buscaba una vida sana, dichosa y en paz. Los filósofos clásicos llegaron a la conclusión de que se podía alcanzar mediante la honradez y la práctica de las virtudes. También los israelitas creían que mediante el culto a Dios y el cumplimiento de sus mandatos, que no dejan de ser prácticas cívicas y virtuosas, podrían alcanzarla. Los cristianos, hoy, tenemos un camino aún más claro y directo: Jesús. Ya no se trata de aprender leyes o de leer muchos libros, sino de conocer, amar e imitar al que amó generosamente, hasta el extremo, y aprender a amar como él lo hizo. Ese es nuestro auténtico camino.

Por eso este salmo, además de alabanza, es un recordatorio. Dios cuida de nosotros siempre, cada día que pasa. Y nos muestra el camino hacia la «vida buena», la que todos anhelamos en lo más profundo de nuestro ser, la que merece ser vivida.