24 de enero de 2019

Tus palabras son espíritu y vida


Salmo 18

Tus palabras, Señor, son espíritu y vida.

La ley del Señor es perfecta
y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel
e instruye al ignorante.

Los mandatos del Señor son rectos
y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida
y da luz a los ojos.

La voluntad del Señor es pura
y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos
y enteramente justos.

Que te agraden las palabras de mi boca,
y llegue a tu presencia
el meditar de mi corazón,
Señor, roca mía, redentor mío.


Cuando oímos hablar de leyes o mandatos, de inmediato solemos pensar en restricciones, en autoridad, control y obligación. A veces el lenguaje bíblico y las traducciones no acaban de transmitirnos qué querían decir, en realidad, los autores los salmos. Pero si leemos estos versos con mente limpia, sin prejuicios, aunque no seamos expertos en Biblia podemos atisbar un significado muy hondo y hermoso.

Una ley represora nunca genera paz, ni alivio. ¿Cómo será esta ley del Señor, que es descanso para el alma?

Unas normas restrictivas y severas tampoco generan alegría. ¿Cómo serán estos mandatos del Señor, que alegran el corazón?

Las leyes humanas a menudo no son justas, y no tienen en cuenta la realidad de la persona, o favorecen a unos grupos, mientras que perjudican o explotan a otros. ¿Cómo será la ley de Dios, que es siempre justa y verdadera?

La ley es importante para proteger el orden social y evitar las violencias, abusos e injusticias. Pero no siempre es justa, ni ética. Tampoco se cumple siempre. A veces, en nombre de la ley se cometen verdaderos atropellos. ¿Cómo asegurarnos de que la ley realmente favorece a toda persona y al bien común?

El pueblo judío, que sufrió esclavitud, conquista y destierro, encontró la respuesta contra la explotación y la tiranía en el mismo Dios. Un Dios liberador, defensor, que está al lado de los pobres y los oprimidos, de los más vulnerables. La voluntad de Dios es que sus hijos crezcan, se desarrollen, puedan desplegarse y vivir una vida feliz y digna. Su ley es todo lo que favorezca esta vida. Por eso es una “ley limpia y que “da luz a los ojos”. Como afirmó un santo, la gloria de Dios es la dignidad del hombre.

El estribillo del salmo repite: “tus palabras son espíritu y vida”. En antiguo hebreo, espíritu es aliento, y equivale a vida, pues todo lo que respira está vivo. La palabra “mandato”, en realidad, se podría traducir por enseñanza. Dios nos enseña a vivir y a convertir nuestra vida en una realidad vibrante, intensa y llena de sentido. Aprendamos a escuchar su palabra, en oración, en el silencio y en la belleza del mundo y de la liturgia. Dios se comunica con nosotros de muchas maneras. ¡Estemos atentos! Y sus mensajes nos llenarán de alegría el corazón.

17 de enero de 2019

Contad las maravillas de Dios...


Salmo 95

Contad las maravillas del Señor a todas las naciones
Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre.
Proclamad día tras día su victoria, contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: «El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente.»


Cantad al Señor… bendecid, proclamad, aclamad… No basta decir, no bastan las palabras, no basta una mera comunicación. Para hablar de Dios se necesita elevar la voz, porque el corazón se ensancha y desborda en los labios. Hablar de Dios pide más que un discurso: pide un canto, un grito entusiasta, una alabanza gozosa.

En medio de un mundo en crisis, quizás nos cueste descubrir esas maravillas del Señor. La guerra, las catástrofes naturales, las hambrunas y la muerte oscurecen nuestra visión del universo y a veces incluso parece que eclipsan la presencia de Dios. Pero... ¿No es Dios mayor que el mundo? No sólo podemos encontrarlo en la belleza de lo creado, que es mucha. Incluso allá donde las desgracias se ceban en la humanidad, es posible descubrir el resplandor de su mirada en la bondad, en la ayuda, en el desprendimiento generoso de quienes viven para servir y entregan su vida a los demás. Es quizás en los momentos más difíciles cuando mejor se manifiesta la inmensidad del amor.

Y esta es la ley de Dios. San Pablo nos recuerda las palabras de Cristo: «mi ley es el amor». Todo está en sus manos, y él recoge hasta la última súplica, el último lamento, la última lágrima. Su ley es la compasión, la generosidad, la esperanza, el amor sin límites. Allí donde dejamos que Él impere, hay justicia, hay paz, hay honradez. Por eso el salmo habla del Señor que gobierna rectamente. Ojalá nuestros dirigentes y mandatarios lo tuvieran más presente y no olvidaran esta ley universal y eterna que nos habla de vida, de dignidad y de profundo respeto hacia la humanidad.

3 de enero de 2019

Se postrarán ante ti todos los pueblos


Salmo 71
Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra.

Dios mío, confía tu juicio al rey,
tu justicia al hijo de reyes,
para que rija a tu pueblo con justicia,
a tus humildes con rectitud.

En sus días florezca la justicia
y la paz hasta que falte la luna;
domine de mar a mar,
del Gran Río al confín de la tierra. 

Los reyes de Tarsis y de las islas
le paguen tributo.
Los reyes de Saba y de Arabia
le ofrezcan sus dones;
póstrense ante él todos los reyes,
y sírvanle todos los pueblos. 

Él librará al pobre que clamaba,
al afligido que no tenía protector;
él se apiadará del pobre y del indigente,
y salvará la vida de los pobres. 

Los versos de este salmo expresan un deseo muy vivo en el antiguo pueblo de Israel. Tras el exilio, sufriendo el trauma de una derrota y de la pérdida de su tierra y de su hogar, el pueblo sueña el día en que podrá regresar y Jerusalén verá su renacer.

Pero el salmo es una oración, y la oración va más allá de un deseo político o nacional. El salmo expresa un deseo intrínseco en todo ser humano: vivir en paz, en la tierra que amas, con los seres que amas y en prosperidad. Vivir en un país regido con justicia y donde los pobres y los afligidos reciban ayuda y consuelo. Formar parte de una sociedad solidaria, como una verdadera familia.

Este deseo es mayor aún en quienes han perdido todas estas cosas. Pienso en tantos inmigrantes y refugiados que sufren situaciones similares a las de los exiliados judíos: desearían poder regresar a su tierra natal, y que en esta se terminaran la violencia ni la pobreza. Por desgracia, muchas veces el deseo se queda ahí, como aspiración que no llega a hacerse realidad.

¿Quién puede garantizar esa paz, esa prosperidad, esa justicia? Los israelitas descubrieron que ni reyes, ni jueces ni emperadores podían hacerlo. Finalmente, el poder humano corrompe, contamina y envenena la sociedad. Pero hay un camino que puede traer la paz, y hay un garante que puede enderezar el alma de quienes gobiernan y quienes son gobernados. Es Dios.

Dios, que es padre, que ama a todos sus hijos sin excepción, es quien marca el camino de la paz. Seguir a Dios, servir a Dios, significa dignificar al hombre. Nadie hará más para elevar al ser humano que Dios, que lo ha hecho semejante a sí mismo. Por eso, el referente religioso es importante para construir una cultura verdaderamente humana y acogedora, una cultura donde toda persona puede florecer y dar lo mejor de sí misma. Sin este fundamento trascendente, de total respeto a la vida, es fácil caer en ideologías parciales que sólo defienden a sectores concretos de la sociedad, pero que pueden provocar terribles injusticias e incluso crueldades hacia otros.

Fijémonos en las palabras que se repiten en el salmo: humildad, pobreza, justicia. Dios está del lado de los más pobres y vulnerables, Dios está por la justicia. Los cristianos no podemos desatender estos aspectos básicos para la buena convivencia humana. En realidad, es del amor auténtico de donde brotan la justicia y el cuidado de los más débiles. Si no es así, deberíamos preguntarnos por la sinceridad de nuestra fe.

La piedra desechada