30 de diciembre de 2016

Que su rostro nos ilumine

Salmo 66

El Señor tenga piedad y nos bendiga.

El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.

En un mundo hipercomunicado, como este en que vivimos, parece que una de las formas preferidas de diálogo es la crítica, el comadreo y sacar a relucir las miserias y “trapos sucios” de los demás. En las calles, en las comunidades vecinales y parroquiales, entre amigos, en los platós de televisión… en todas partes reinan los murmullos y las acusaciones. El mal-decir se ha convertido en un hábito fuertemente arraigado.

Y el salmo de hoy, justamente, nos habla de todo lo contrario. El salmo nos habla del bien-decir: de la alabanza, la bendición. Y muy especialmente de la bendición de Dios.

María, la mujer que protagoniza nuestra liturgia de hoy, es una maestra para nosotros. El evangelio dice que guardaba las cosas en su corazón, y las meditaba. Era poco habladora y cultivaba, en el silencio interior, todo aquello que iba aconteciendo. Guardaba las palabras, tan preciosas, del ángel anunciador, las alabanzas de los pastores, los balbuceos de aquel niño Dios que era su hijo y, a la vez, hijo de Dios… Ante el milagro, María comprendió muy bien que las palabras sobran y el silencio es la mejor cuna para acogerlo.

Entre las pocas palabras de María que recogen los evangelios, resplandecen con fuerza las del Magníficat. Su párrafo más largo fue un himno de alabanza a Dios. ¡Qué enseñanza más grande para nosotros!

La bendición brota de un proceso interior de despertar y agradecimiento. Pero a menudo nuestra alma está embotada y nuestra mente aturdida bajo montañas de basura informativa y sentimientos mezquinos. Quizás nos cueste “sentir” esa gratitud, ese gozo que empujó al poeta a escribir salmos tan bellos. Pero las mismas palabras, en nuestros labios, podrán operar un cambio en nuestro corazón. Una bendición puede limpiarnos el espíritu.

Y, ¡qué poco se bendice hoy a Dios! Son tantas las personas que lo niegan, o lo desafían, lanzando hacia él las culpas de las responsabilidades humanas… Cuántas veces nos comportamos como niños inmaduros y no queremos asumir el peso de nuestras decisiones. Nos aferramos a nuestros éxitos y sacudimos los fracasos encima de los otros, o encima de Dios. El salmista nos recuerda que Dios es justo y bueno, y que seguir su ley comporta salvación: es decir, paz y concordia para los pueblos.

Hoy, que es también la jornada mundial de la paz, recitemos despacio los versos de este salmo, que nos habla de la alegría y la belleza de Dios. Su amor se derrama sobre el mundo y palpita en nuestra misma existencia. Ojalá toda la humanidad dejara entrar a Dios en su interior. Porque entonces, como dice el salmo, él regiría todas las naciones con justicia. Allí donde realmente está Dios, no hay guerras, ni odio, ni hambre. En otras palabras, donde se deja entrar a Dios, reina su única e imperecedera ley: la del amor.

15 de diciembre de 2016

¿Quién puede subir al monte del Señor?

Salmo 23

Va a entrar el Señor, él es el Rey de la gloria.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.


El universo en su esplendor nos habla a gritos de un Dios Creador. Lo que para muchos es fruto del azar, o de la necesidad, o simplemente una única realidad que se autocrea y se despliega en múltiples formas, para el creyente es obra de un Dios cuya grandeza trasciende la realidad física visible.

Desde siempre el ser humano ha tendido a la trascendencia. Lo prueban las innumerables manifestaciones religiosas de todas las culturas del mundo. El ateísmo es un fenómeno muy reciente en la historia de la humanidad, pero ni siquiera los regímenes que han querido barrer a Dios del mundo han podido eliminar la sed de trascendencia de las personas. El espíritu humano tiene una dimensión infinita que solo puede saciarse en Alguien mucho mayor que él.

Ahora bien, en el camino de búsqueda puede haber muchas ilusiones, engaños e incluso trampas. A veces es la misma persona, su afán o sus intereses, quien se pone obstáculos para llegar a esa plenitud que, en el fondo, anhela. ¿Quién subirá al monte santo?, se pregunta el salmista. El monte santo representa el lugar sagrado, el momento de encuentro entre Dios y su criatura. ¿Quién logrará esa unión íntima con Dios? Y el mismo salmista responde: “el hombre de manos inocentes y de puro corazón”. El hombre que, como Jesús señaló a Nicodemo, vuelve a nacer y se vuelve puro como un niño.

Estamos a las puertas de Navidad, la fiesta que nos habla de un Dios inmenso que se hace bebé. ¿Cómo entender este misterio, si no es limpiando el alma y recuperando esa sencillez, esa transparencia, propia de los niños? Pero tampoco se trata de volvernos infantiles y crédulos, faltos de criterio propio o tontamente ingenuos. La infancia espiritual de la que tan bien hablan algunos santos es otra cosa. Es esa pureza de corazón que sólo da el amar mucho, el entregarse sin límites, el confiar a toda costa, el abrir de par en par las puertas del alma. Si Dios, que es grande, se hace niño… ¿tanto nos costará a los humanos abajarnos un poco del orgullo y ser humildes?

Desde la humildad veremos la grandeza de lo pequeño y lo sencillo, lo puro y lo transparente. Apenas demos los primeros pasos experimentaremos bendiciones. Porque Dios siempre está aguardando para salir a nuestro camino y colmarnos de bienes.  

9 de diciembre de 2016

Ven a salvarnos, Señor

Salmo 145

Ven, Señor, a salvarnos.
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. 
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.

Este salmo de alabanza nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.

Para muchos descreídos, estos versos no son más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía, pues las razones no bastan. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias místicas de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, salva.

¿De qué salva? En el fondo, todas las esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad del egoísmo, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué semilla vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?

Nosotros podemos ser manos e instrumento de Dios, liberación para los cautivos, alivio para el triste, sustento para la viuda y el pobre. Adviento es una buena época para reflexionar sobre esto.