13 de diciembre de 2019

El Señor hace justicia a los oprimidos


Salmo 145


Ven, Señor, a salvarnos
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.

Salmo de súplica y alabanza a la vez, este cántico nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.
Para muchos descreídos, no es más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.
Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía, pues las razones no bastan. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias místicas de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, “salva”.
¿De qué salva? En el fondo, todas estas esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad del egoísmo, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a rescatarnos del mal.
Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué mies vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?
Adviento es una buena época para reflexionar sobre esto.

6 de diciembre de 2019

Cantad al Señor un cántico nuevo



Salmo 97


Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas.
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.

Los versos de este salmo desprenden un halo épico: se aclama a Dios como a un guerrero victorioso, un rey que ha triunfado. Pero… ¿en qué consiste su victoria? ¿Cuáles han sido sus hazañas?

Vemos que Dios triunfa, no porque haya vencido una guerra, sino porque “ha hecho maravillas”. Su victoria no es haber derrotado a un enemigo, sino “revelar a las naciones su justicia”. Y esta justicia no es castigo ni poder, sino “misericordia y fidelidad”.

La misericordia y fidelidad, que comienzan centrándose en «la casa de Israel», en el pueblo elegido, terminan extendiéndose a todo el mundo. La tierra entera contemplará la justicia de Dios: no habrá pueblo que no reciba la bendición de su misericordia. En otras palabras, toda persona, hija de Israel o no, será receptora del amor de Dios.

Por eso el anuncio es alegre y se extiende: «Aclama al Señor, tierra entera». Y la alegría es plena y desbordante. No se trata de mera conformidad, aquí hay pasión, hay verdadero gozo: «gritad, vitoread, tocad». El amor de Dios no es cosa baladí, su justicia no es algo que nos deje indiferente. ¿Se queda fría la amada tras un abrazo fogoso del amante? No, rebosa felicidad, se estremece de alegría, su corazón canta.

Ojalá toda persona pudiera experimentar en sí misma el amor de Dios. Este tiempo de Adviento nos invita. El Señor está cerca, ¡acerquémonos a él! Dejémonos encontrar, como dice el Papa en su exhortación Evangelii Gaudium. Recobremos el júbilo del encuentro, el fuego del primer enamoramiento. Sí, enamorémonos de Dios. Él está loco de amor por nosotros… ¿tan duro tenemos el corazón, que no sabremos corresponderle?

Dejémonos atrapar por su amor. Busquemos un tiempo de silencio en soledad, cada día, para ponernos bajo su mirada y dejarnos bañar por su ternura fiel, constante, imperecedera. Colmarnos de ella será lo único que nos dé auténtica alegría, y paz.

21 de noviembre de 2019

¡Qué alegría cuando me dijeron...!



Salmo 121


¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David.

Las palabras de este salmo nos resultan muy familiares, pues son un cántico muy conocido que tradicionalmente ha resonado en nuestras iglesias.

Es un salmo de alegría y de triunfo, que nos habla de un lugar, Jerusalén, como casa del Señor. Nos habla de justicia y, en el resto del salmo que no se lee, se habla también de la paz deseada para que reine en la ciudad y entre las gentes.

Estamos celebrando la fiesta de Cristo Rey, que se nos revela como único templo, único sacerdote, la persona que une cielo y tierra y que nos muestra el rostro de Dios. El Nuevo Testamento recoge mucho del Antiguo: el deseo de paz, de justicia, de plenitud del pueblo judío. Recoge la tradición y la veneración del pueblo hacia el templo, hacia la ciudad santa —Jerusalén significa, literalmente, la ciudad de la paz—. Todos estos anhelos se ven respondidos con la llegada de Jesús, aunque no como muchos lo esperaban. Jesús supera la identificación de Dios con un lugar, un edificio o una ciudad. Sin dejar de encarnarse, Dios apunta hacia otra Jerusalén, la Jerusalén celestial, comunidad formada por todos los que creen.

Así, cuando entonamos este cántico, estamos cantando la grandeza de nuestro Dios, Amor que desciende al mundo y nos busca. Cantamos también su justicia. Una justicia que, recordémoslo siempre, nada tiene que ver con las leyes humanas ni con nuestra mentalidad retributiva. La justicia de Dios es magnanimidad, misericordia, plenitud, gozo, don gratuito. Dios nos otorga la paz y su abundancia de bienes, no porque lo merezcamos o nos hayamos esforzado mucho, sino porque él es así: generoso sin límites, amante de sus criaturas y bueno.
¿Cómo no cantar alegres y bendecir su nombre, habiendo recibido tanto?

14 de noviembre de 2019

El Señor juzgará a los pueblos con rectitud


Salmo 97



El Señor llega para regir los pueblos con rectitud

Tañed la cítara para el Señor, suenen los instrumentos; con clarines y al son de trompetas aclamad al Rey y Señor.
Retumbe el mar y todo cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan; aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor, que llega para regir la tierra.
Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud.

Los versos de este salmo nos hablan de un Dios poderoso, glorioso, de un rey que gobierna el universo entero. Toda la Creación se rinde ante él y lo aclama. Con imágenes de vigorosa belleza, el salmista nos muestra un mar rugiente que con su oleaje también alaba al Creador, un monte que aclama a su Señor, un río que canta su majestad. Todo cuanto existe proclama a su autor.

La ciencia, en su avance, nos muestra que existen unas leyes físicas que rigen el mundo de la materia y la energía. Creer en la existencia de un ser superior que todo lo ha creado es una opción de fe, pero muchos pensadores son los que apuntan que, tras el orden y la asombrosa precisión de las leyes naturales, se atisba la inteligencia y el amor del Creador. De la misma manera que el genio de un artista se refleja en su obra, en la belleza prodigiosa del universo y en sus leyes también se manifiesta la grandeza de quien lo creó.

En su consagración del templo de la Sagrada Familia, el Papa Benedicto habló de cómo Gaudí había aunado la naturaleza y la revelación de Dios. Las piedras del templo recogen la maravilla del mundo creado y a la vez apuntan a una vida eterna que trasciende la materia, intentando plasmar la fuerza del espíritu. Naturaleza y divinidad se hermanan en este templo. Dios es la medida del hombre, nos dice el Papa. Un Dios cuya gloria es la plenitud de su criatura, un Dios cercano y amigo, Señor de la belleza y fuente de la belleza misma.

Sin embargo, vemos en el mundo de hoy muchas realidades que nos hacen dudar. ¿Realmente Dios gobierna el cosmos? Guerras, calamidades, desastres naturales… ¿Cómo podemos percibir la mano divina detrás de tanto mal aparente?

En el último verso leemos: «regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud». Con estas palabras, el pueblo judío reconoce la existencia de una ley previa a la misma existencia humana, que todo lo rige. Es una ley que nos trasciende a los humanos: la ley de Dios, que es amor y donación pura. Por encima de las catástrofes naturales y por encima de los errores humanos, fruto de una libertad mal utilizada, prevalece la ley divina, que no será abolida. La vida acabará venciendo a la muerte, y el amor será más poderoso que el odio. Esta es nuestra esperanza.

18 de octubre de 2019

Nuestro auxilio es el nombre del Señor



Salmo 120


El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
Levanto mis ojos a los montes; ¿de dónde vendrá el auxilio?
El auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel.
El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.
El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas ahora y por siempre.


Cuando nos vemos envueltos en dificultades y problemas, cuando nos sentimos angustiados o vemos peligrar nuestra integridad, física o emocional, es cuando, muchas veces, nos acordamos de rezar.
Dios siempre está ahí, y es realmente un gran apoyo y consuelo. Qué lástima que lo olvidemos cuando las cosas van bien y, en cambio, nos acordemos de él cuando el miedo y el dolor nos acosan. Entonces creemos necesitarlo más que nunca y, si somos personas de fe, recurrimos a él, como reza el salmo: “levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá el auxilio?”

Ciertamente, cuando falta ayuda humana, o cuando todos nuestros esfuerzos fracasan, ya sólo nos queda mirar hacia lo alto y confiar en Dios.

Pero ¿qué puede llegar a ser nuestra vida si siempre, cada día, en las alegrías o en las penas, confiamos en Dios?

Dios no es un guardián agobiante que nos asfixia con su presencia. Lejos de él cortar nuestras alas y nuestra iniciativa libre. Pero quien cuenta con Dios cada día, en sus empresas, en su trabajo, en su gozo, verá cómo su vida adquiere una profundidad, una belleza y un sentido muy especial.

Sí, Dios nos protege y nunca duerme. Siempre está cerca cuando le invocamos. En realidad, está dentro de nosotros, en lo más íntimo. Su aliento sostiene nuestra existencia entera. Afirman los teólogos que, si Dios dejara de amarnos un solo momento, dejaríamos de existir…

Si le llamamos con fe siempre responde. Es hermoso levantarse cada mañana y pensar, recordando los versos del salmo, que Dios nos guarda a su sombra, nos acompaña cuando entramos y salimos, nos protege de todo mal. Especialmente del peor mal, el que pugna por anidar dentro nuestro, la tentación sibilina del egoísmo y el orgullo.

Llenémonos de Dios cada mañana: invoquémosle, llevémosle siempre presente, como compañero en todo momento. A Dios le necesitamos siempre, pues nuestra vida está en sus manos.

27 de septiembre de 2019

Dichosos los pobres



Salmo 145


Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


En las sagradas escrituras, y muy especialmente en los salmos, Jesús encuentra un caudal para expresar el mensaje del Reino de Dios. Ya en el Antiguo Testamento vemos que el pueblo judío tenía un sentido de la justicia que sobrepasa en mucho las leyes humanas y nuestra mentalidad retributiva y un tanto mercantil.

La justicia de Dios es su amor magnificente e incondicional. El justo de Dios es el que reconoce a Dios tal como es, en su largueza y misericordia. Y puede aceptar su amor porque es humilde y se reconoce necesitado de Él. Este es el significado de la expresión “pobre en el espíritu”.

En este salmo podemos encontrar ecos de las bienaventuranzas. Vemos cómo Dios siempre está al lado de los que sufren, de los que viven oprimidos, perseguidos, hambrientos.

Muchos incrédulos podrían cuestionar: si Dios está con ellos, ¿por qué sufren? ¿No podría librarlos de los sufrimientos?

La respuesta está en el origen de tanto dolor. Hay un dolor inherente a la vida misma, como lo es el dolor de nacer, de morir y de perder a los seres amados. Pero hay muchos otros dolores causados por la injusticia y el egoísmo humano. Y en este caso, Dios ya nos da los medios para paliar el mal. Nos da capacidad, inteligencia y fuerza para combatir el sufrimiento, el hambre, las desigualdades sociales, la guerra… ¡Lo tenemos todo! También tenemos nuestra libertad. El uso que hagamos de ella tendrá sus consecuencias.

Cuando decidimos, libremente, obrar de manera que causamos daño a los demás, Dios sufre. Sufre y llora con los que padecen. Muere con ellos. No los dejará abandonados. La historia de la humanidad no puede leerse a corto plazo. En el transcurrir del tiempo encontramos sentido a los acontecimientos y vamos viendo cómo, a la larga, aquellos que prescinden de Dios y se rigen por su egolatría acaban sumidos en el vacío y en la muerte. Siempre ha sido así: el camino de los arrogantes acaba en un abismo. En cambio, a quienes cuentan con Él, Dios los sostiene y su huella deja un rastro de bondad que, a menudo, es imperecedero.

12 de septiembre de 2019

Volveré junto a mi padre



Salmo 50


Me pondré en camino a donde está mi Padre.

Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.

Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. 


Hablar de pecado hoy está mal visto. Las filosofías ateas lo presentan como un invento moral para reprimir nuestros impulsos más genuinos y controlar nuestras mentes. Sin embargo, el sentimiento de culpa, de haber obrado mal, existe. Y permanece, por mucho que se niegue el valor de la moral cristiana.

Toda persona, además de cuerpo y mente, tiene lo que llamamos conciencia. Es una facultad universal que nos permite distinguir entre el bien y el mal. Pecado es elegir, libremente el mal. ¿Sus consecuencias? Una ruptura del hombre en sus relaciones fundamentales: consigo mismo, con los demás, con el mundo, con Dios. El pecado hiere la humanidad y mutila el alma. ¿Es innata la conciencia? Si no se desarrolla, queda latente en la persona y es entonces cuando decimos que alguien no tiene escrúpulos. Pero si se educa y se cultiva, con respeto, esta conciencia es la que nos permite andar por la vida con unos principios éticos, favoreciendo una convivencia armoniosa y madurando nuestra humanidad.

David compuso este salmo en un momento de dolor, cuando fue consciente del mal que había causado poseyendo a la mujer de Urías y enviando a éste a morir, al frente de sus tropas. Pasada la ofuscación del deseo, David comprendió el alcance de su pecado y lloró amargamente. Los versos del salmo son palabras de un hombre contrito, abrumado por el peso de la culpa. Y en ellos vemos un sincero anhelo de luz, de limpieza interior, de perdón.

Notemos que la Biblia identifica con frecuencia el perdón con la salvación. También actuaba así Jesús cuando curaba a los enfermos. El perdón es liberación, es hacer borrón y cuenta nueva, ¡y nadie como Dios para olvidar y animarnos a empezar de nuevo! El perdón es también fuerza espiritual. El pecado muchas veces es consecuencia de un alma débil, frágil y víctima de mil tentaciones. Reconocerlo así es el primer paso para reparar el daño. El mejor sacrificio, la mejor penitencia, es “un corazón quebrantado”. Roto de dolor, pero al mismo tiempo abierto a la reconciliación y a la misericordia que todo lo comprende, todo lo perdona y todo lo repara.

Saberse amado y perdonado por Dios no sólo nos sana por dentro, sino que nos llena de alborozo. Tanto, que nos impulsa a elevar un cántico de alabanza. De la pena por la culpa, los versos del salmo nos llevan a la alegría del perdón y la reconciliación con el Amor que nos sostiene siempre.

7 de septiembre de 2019

Enséñanos a contar nuestros años



Salmo 89

Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «Retornad, hijos de Adán».
Mil años en tu presencia son un ayer que pasó;
una vela nocturna. 

Si tú los retiras
son como un sueño,
como hierba que se renueva
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca.

Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos. 

Por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos.
Sí, haga prósperas las obras de nuestras manos. 

Este salmo puede sorprendernos por su existencialismo. Algunos de sus versos resultan muy actuales. ¿Quién no se ha estremecido más de una vez, considerando cuán rápido pasa el tiempo, cuán frágil es nuestra vida, qué poca cosa somos ante la muerte? Los existencialistas fueron conscientes de esta limitación de la vida humana y la sufrieron con angustia, hasta la náusea. Sí, da vértigo pensar que no somos eternos, que antes de ser engendrados no existíamos y que, un día, dejaremos de vivir. ¿Por qué nos asustan tanto estos límites?

La sed de eternidad es connatural al ser humano. Y por eso, desde tiempos inmemoriales, el hombre ha buscado algo —o alguien— más allá de la pura existencia terrenal, más allá de la realidad física, palpable y finita. El pueblo judío descubrió en esta búsqueda a Dios. Solo Él puede saciar esta sed de infinitud, sólo Él puede mitigar nuestra angustia y darnos paz para vivir dentro de nuestros límites. Recordemos aquellas otras palabras del Señor a Moisés: «Yo soy el que soy». El único que es en total plenitud, sin límites.

La sabiduría de los salmos, y de la Biblia en general, no es erudición, ni conocimiento científico, ni siquiera filosofía elaborada. Es una «sabiduría del corazón», esa que nos enseña a «contar nuestros días», la que nos permite aceptar nuestros límites y reconocernos como somos: ni dioses, ni todopoderosos, ni independientes. Pero esta sabiduría no se limita a ser realista en cuanto a la condición humana. Nos llevaría al vacío, al pesimismo desesperanzado y a la tristeza, y esto no puede colmarnos jamás. La sabiduría del corazón es la que, además, reconoce a Dios. No basta con saber que somos limitados: hemos de saber que Dios está junto a nosotros. Y Él, que es amor inmenso y desbordante –esto es la misericordia—, nos sostiene y sacia nuestros anhelos más profundos. Su bondad nos da alegría y nos permite vivir la vida, no con miedo resignado, sino con gozo agradecido. Junto a la menudencia humana está la grandeza de Dios: esta ha sido y es la experiencia de muchos santos. Reconocer esta doble realidad y abrazarla es un buen fundamento para vivir con paz. 

22 de agosto de 2019

Su amor por nosotros es inmenso



Salmo 116


Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos.
Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre.
Id al mundo entero y proclamad el evangelio.

Este domingo tenemos dos opciones: cantar un verso del final evangelio de Marcos (16, 15) o bien dos versos del inicio del salmo 116. ¡Son textos tan breves, pero que dicen tanto!

Los versos del salmo nos hablan de una fe que ya no se limita al pueblo hebreo. La buena noticia ha de brillar sobre todo el mundo, ha de extenderse a todas las naciones. Dios no es solo el Dios de Israel, sino el Dios de todo ser humano. Cualquier hombre o mujer de buena voluntad, con el corazón abierto, puede ser su amigo y recibir su bendición. Cuando Israel llega a esta convicción, su fe ya no puede quedarse encerrada en la comunidad, ha de salir, expandirse, comunicarse. Toda buena noticia pide ser proclamada, y no tiene fronteras.

Así, los versos del salmo enlazan con las palabras de Cristo a sus discípulos: Id al mundo entero y proclamad el evangelio.  

¿Qué es el evangelio? ¿Cuál es esta buena noticia que debe ser llevada hasta los confines de la tierra? Que Dios está con nosotros. Que Dios nos ama. Que es fiel, que se conmueve de amor hacia sus hijos y jamás nos falla. Cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo, reza una frase atribuida a Gandhi.

Es así. Y hoy, en medio de crisis e incertidumbres, esta buena noticia es más necesaria que nunca. No porque hagan falta consuelos, “pastillas para el alma”, ilusiones o remedios que alivien nuestras angustias y dificultades. No, la fe, como decía Martín Descalzo, no es un caramelo ni una dosis de morfina. La fe despierta, la fe acicatea, inquieta, remueve. Pero la fe también da fuerza y una inmensa, firme, alegría interior, necesaria para saber agradecer todo cuanto tenemos y dar su valor correcto a las cosas.

Por muy pobres, enfermos, solos o apurados que estemos, tenemos un don, inmenso e inmerecido. Existimos. Estamos vivos, y Dios nos ama, sosteniéndonos cada día con su aliento. Tenemos talentos, capacidades y una fortaleza que quizás no sospechamos. Al menos, la capacidad de comunicarnos y la libre voluntad, que podemos ejercer siempre. Somos un tesoro en manos de Dios. Seamos conscientes de esto y saldremos adelante. Estaremos salvados.

Y ahora, una vez esta buena noticia arde en nuestro interior, vayamos a comunicarla. No la encerremos, no la ahoguemos. Otros necesitan escucharla de nuestra voz, y creerla por nuestro testimonio. Dicen que el amor es como el fuego: si no se comunica, se apaga. No dejemos apagar esta inmensa, hermosa y buena noticia que da sentido a toda nuestra vida.

17 de agosto de 2019

Señor, ¡date prisa en socorrerme!



Salmo 39

Señor, date prisa en socorrerme. 
Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito. 
Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre roca, y aseguró mis pasos.  
Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor.  
Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se cuida de mí; tú eres mi auxilio y mi liberación: Dios mío, no tardes.  

Entre los salmos de súplica, los versos que hoy leemos son muy apropiados para aquellas situaciones en las que parece que todo se hunde a nuestro alrededor y no hay salida posible. Muchas personas, hoy, viven terribles angustias debido al paro, a la pobreza, a los problemas familiares, a la enfermedad o a la ruptura con un ser querido.

Es en esos momentos, cuando parece que nos hundimos en una “charca fangosa”, cuando necesitamos elevar la mirada al cielo y gritar. Sí, gritar, rezar, clamar y llamar a Dios, aunque parezca que no escucha. Jesús nos recordó: «pedid y se os dará, llamad y se os abrirá». Dios no está sordo y escucha nuestra voz. El hecho de dirigirnos a él ya es un primer paso de confianza.

Pero a veces Dios tarda un poco en responder, o lo hace de manera inesperada, o por medio de personas y situaciones que debemos leer entre líneas. Lo importante es no rendirse, avanzar, aunque sea a oscuras, y seguir confiando. Pues esto es la fe, que brilla más cuando más negro parece el horizonte. Si no creemos en estos momentos, que es cuando más falta hace, ya no hablaríamos de fe, sino de seguridades y certezas.

La fe siempre encuentra respuesta. Es como la llave que abre, misteriosamente, las puertas del cielo. Cuando se espera contra toda esperanza, cuando se confía ante el silencio de Dios, este responde. Y, como dice el salmo, afianza nuestros pies y nos llena de fuerza, hasta el punto que, un día, podremos comprender el porqué de tantas pruebas y entonar un cántico de alabanza.

Dicen que Dios reserva sus peores batallas para sus mejores guerreros. La Biblia afirma que, como un buen padre, corrige y exige a sus hijos más amados. Pero nunca nos pedirá más de lo que podamos hacer. Confiemos, somos hijos suyos, con él ¡podemos mucho! Caminemos con la certeza de que, en la peor de las tormentas, nunca estamos solos. Confiemos porque, como dijo Jesús: «Yo he vencido al mundo».

Este domingo, cuando vayamos a comulgar, pensemos en sus palabras. Nunca nos dejará huérfanos: está siempre con nosotros. Y lo tomamos, hecho pequeño pan, en la eucaristía. ¡Está dentro de nosotros! Dejémonos alimentar y fortalecer por él.

2 de agosto de 2019

Señor, tú has sido nuestro refugio...


Salmo 89


R/. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

V/. Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «Retornad, hijos de Adán».
Mil años en tu presencia son un ayer que pasó;
una vela nocturna. R/.

V/. Si tú los retiras
son como un sueño,
como hierba que se renueva
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca. R/.

V/. Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos. R/.

V/. Por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos.
Sí, haga prósperas las obras de nuestras manos. R/.

Este salmo puede sorprendernos por su crudo existencialismo. Algunos de sus versos nos resultan muy actuales. ¿Quién no se ha estremecido más de una vez, considerando cuán rápido pasa el tiempo, cuán frágil es nuestra vida, qué poca cosa somos ante la muerte? Los existencialistas fueron conscientes de esta limitación de la vida humana y la sufrieron con angustia, hasta la náusea. Sí, da vértigo pensar que no somos eternos, que antes de ser engendrados no existíamos y que, un día, dejaremos de vivir. ¿Por qué nos asustan tanto estos límites?

La sed de eternidad es connatural al ser humano. Y por eso, desde tiempos inmemoriales, el hombre ha buscado algo —o alguien— más allá de la pura existencia terrenal, más allá de la realidad física, palpable y finita. El pueblo judío descubrió en esta búsqueda a Dios. Solo Él puede saciar esta sed de infinitud, sólo Él puede mitigar nuestra angustia y darnos paz para vivir dentro de nuestros límites. Recordemos aquellas otras palabras del Señor a Moisés: «Yo soy el que soy». El único que es en total plenitud, sin límites.

La sabiduría de los salmos, y de la Biblia en general, no es erudición, ni conocimiento científico, ni siquiera filosofía elaborada. Es una «sabiduría del corazón», esa que nos enseña a «contar nuestros días», la que nos permite aceptar nuestros límites y reconocernos como somos: ni dioses, ni todopoderosos, ni independientes. Pero esta sabiduría no se limita a ser realista en cuanto a la condición humana. Nos llevaría al vacío, al pesimismo desesperanzado y a la tristeza, y esto no puede colmarnos jamás. La sabiduría del corazón es la que, además, reconoce a Dios. No basta con saber que somos limitados: hemos de saber que Dios está junto a nosotros. Y Él, que es amor inmenso y desbordante –esto es la misericordia—, nos sostiene y sacia nuestros anhelos más profundos. Su bondad nos da alegría y nos permite vivir la vida, no con miedo resignado, sino con gozo agradecido. Junto a la menudencia humana está la grandeza de Dios: esta ha sido y es la experiencia de muchos santos. Reconocer esta doble realidad y abrazarla es un buen fundamento para vivir con paz. 

27 de julio de 2019

Cuando te invoqué me escuchaste


Salmo 137


Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste
Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti, me postraré hacia tu santuario.
Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera a tu fama; cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma.
El Señor es sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Cuando camino entre peligros, me conservas la vida; extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo. 
Tu derecha me salva. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.

En un mundo autosuficiente, donde Dios parece que sobra, donde el hombre tiene poder y cree dominar la naturaleza, este salmo resuena con voz extraña y bella, como el gorjeo del agua de un manantial podría sonar en medio del rugido de una gran urbe.

Frente al hombre libre y poderoso, la voz del salmo es la de quien se ha sentido pequeño y limitado. No somos dioses. Sentimos miedo y palpamos nuestra debilidad cuando los problemas nos acucian y tensamos nuestros límites.

Pero tampoco es la voz trágica del hombre que se siente juguete a merced del destino, del azar, o de un dios caprichoso. Porque los salmos son el canto del hombre que no sólo cree, sino que confía en Dios.

Un Dios eterno, no sólo omnipotente, sino bueno, capaz de enternecerse, de amar, de sufrir por su criatura, es la respuesta al vacío existencial que tan a menudo nos ataca cuando rozamos nuestros límites y todo parece perder sentido. 

Confiar en Dios acrecienta el valor. El alma abatida revive, apoyada en la certeza de saberse amada. Y el amor auténtico, el amor infinito, propio de Dios, es leal y firme. “Supera tu fama”, dice el salmista. El amor de Dios llega más lejos de lo que podamos imaginar.

Dios, continúa el salmo, se fija en el humilde y conoce al soberbio. ¡Cómo no va a conocernos, pues él nos hizo! Conoce también los entresijos y tentaciones de nuestra alma, tan dada a la soberbia cuando las cosas nos salen bien, tan propensa a la tristeza cuando se nos tuercen. También podríamos decir, desde la otra perspectiva: el soberbio no conoce a Dios. Quiere barrerlo de su vida porque aparentemente no lo necesita. O quizás, en su soberbia, se fabrica la imagen de un dios irreal, a su propia imagen de humano enaltecido en su vanidad, ebrio de su inteligencia y poder. Siempre ha habido en la humanidad esa tentación de divinizarse, de hacerse dios.

En cambio, el humilde sí conoce a Dios, porque su mente y su corazón están abiertos. En la necesidad experimentamos la lucidez del realismo y abrimos las manos para recibir ayuda. Y Dios da mucho más que ayuda, consuelo y apoyo. En realidad, se nos da a sí mismo. Todo su amor en nuestras manos. Y todo nuestro ser puede reposar en su pecho amoroso. De ese abrazo místico afloran las palabras de agradecimiento y de alabanza. ¡Somos amados! Como las de este salmo.

29 de mayo de 2019

Dios es el rey del mundo



Salmo 46

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.
Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo; tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado.

El salmo de hoy acompaña las lecturas de la Ascensión de Jesús como una sinfonía triunfal y exultante. Es un salmo con tintes épicos, teñido también de gozo. Sus versos desprenden luz y alegría: la exaltación de ánimo de aquel que “ve”, reconoce y aclama la grandeza de Dios.

Qué fácil es admirarse ante la belleza del mundo, ante la grandiosidad de un paisaje o ante las maravillas del universo. Para muchos, agnósticos o escépticos, todo es fruto del azar. La realidad puede ser hermosa o terrible, pero siempre es desconcertante y desborda la capacidad de comprensión. Los interrogantes no hallan respuesta. Ante la falta de una explicación que dé sentido a todo cuanto existe, el corazón enmudece.

Pero quien sabe ver detrás de toda esta belleza la mano de un Dios Creador prorrumpe en exclamaciones como las de este salmo. La música es el mejor vehículo para transmitir lo que parece inefable: “batid palmas, tocad, tocad para nuestro rey”. La admiración y la alabanza impulsan la creatividad humana. El hombre se anima a imitar a Dios entonando un cántico, plasmando una imagen, modelando una escultura o danzando con su cuerpo. Toda manifestación de arte, en cierto modo, es un destello de la divinidad que alienta en cada ser humano.

Aún hay más. El salmo llama a Dios “rey”. El pueblo judío vivió muchos años sin monarquía y sus profetas se resistían al yugo de los reyes. En su fe, únicamente Dios merece el título y el honor de un soberano. Así ha sido también para los santos, que no han postrado su rodilla ante ningún poder temporal, solo ante Dios. Esta convicción tiene consecuencias profundas. Adorar solo a Dios, que es amor y que desea nuestra plenitud, significa liberarse de muchos temores, condicionantes y “respetos humanos”, que a menudo nos esclavizan y empequeñecen nuestro espíritu. Adorar solo a Dios supone descartar los ídolos, ¡y nos rodean tantos! Las monarquías y los poderes terrenales suelen someter a las personas; debemos “amoldarnos” para encajar en una sociedad y ser aceptados y aplaudidos. Hemos de plegarnos a un pensamiento modelado para uniformizarnos, a unas ideas que nos engañan y, lejos de construirnos, nos esclavizan. O bien hemos de someternos a unas leyes disfrazadas de justicia porque así lo han decretado quienes detentan el poder. Quizás para algunos, que adoptan el pensamiento freudiano, “matar a Dios” signifique la liberación del hombre. Tal vez se han forjado una imagen muy errada de Dios, y olvidan que cuando Dios es apartado del mundo y el ser humano ocupa el lugar divino comienza una esclavitud terrible y a menudo arbitraria. El gran tirano del hombre es el mismo hombre. En cambio, cuando Dios es rey, el hombre alcanza su libertad.

23 de mayo de 2019

El Señor tenga piedad y nos bendiga


Salmo 66

El Señor tenga piedad y nos bendiga.
El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.
Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra.
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.

En un mundo hipercomunicado, como este en que vivimos, parece que una de las formas preferidas de diálogo es la crítica, el comadreo y sacar a relucir las miserias y “trapos sucios” de los demás. En las calles, en las comunidades vecinales y parroquiales, entre amigos, en los platós de televisión, en las redes sociales... en todas partes reinan los murmullos y las acusaciones. El mal-decir se ha convertido en un hábito fuertemente arraigado.

Y el salmo de hoy, justamente, nos habla de todo lo contrario. El salmo nos habla del bien-decir: de la alabanza, la bendición. Y muy especialmente de la bendición de Dios.

La bendición brota de un proceso interior de despertar y agradecimiento. Pero a menudo nuestra alma está embotada y nuestra mente aturdida bajo montañas de basura informativa y sentimientos mezquinos. Quizás nos cueste sentir esa gratitud, ese gozo que empujó al poeta a escribir salmos tan bellos. Pero las mismas palabras, en nuestros labios, podrán operar un cambio en nuestro corazón. Una bendición puede limpiarnos el espíritu.

Y, ¡qué poco se bendice hoy a Dios! Son tantas las personas que lo niegan, o lo desafían, lanzando hacia él las culpas de las responsabilidades humanas… Cuántas veces nos comportamos como niños inmaduros y no queremos asumir el peso de nuestras decisiones. Nos aferramos a nuestros éxitos y atribuimos los fracasos a los otros, o incluso le echamos la culpa a Dios. El salmista nos recuerda que Dios es justo y bueno, y que seguir su ley comporta salvación: es decir, paz y concordia para los pueblos.

En un tiempo convulso parece que cuesta comprender los versos de este salmo, que nos hablan de la alegría y la belleza de Dios. Su amor se derrama sobre el mundo y palpita en nuestra misma existencia. No sabemos verlo, pero el mero hecho de existir es mucho más grande que todos nuestros problemas. La vida misma es un milagro mayor que todas las guerras y muertes del mundo. Ojalá toda la humanidad dejara entrar a Dios en su interior. Porque entonces, como dice el salmo, él regiría todas las naciones con justicia. Allí donde realmente está Dios, no hay guerras, ni odio, ni hambre. En otras palabras, donde se deja entrar a Dios, reina su única e imperecedera ley: la del amor.

9 de mayo de 2019

Aclama al Señor, tierra entera



Salmo 99

Somos su pueblo y ovejas de su rebaño.

Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores.
Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.
El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades. 

En la mentalidad de hoy, en la que el individuo es exaltado y su autonomía parece la máxima aspiración, las palabras del salmo y del evangelio de este domingo pueden provocar cierto rechazo.
«Somos ovejas de su rebaño.» La simple palabra «ovejas» nos resulta incluso despectiva, sinónimo de persona adocenada, sin criterio propio, sumisa y obediente.

Y, sin embargo, el Salmo canta con palabras exultantes esa pertenencia al rebaño del Señor. «Somos suyos»: esta frase no debe ser leída como sinónimo de esclavitud, sino en el sentido de pertenencia que embarga a los que se aman. «Soy tuyo» son palabras de amante que se entrega a su amado. Somos de Dios porque él nos ama y nunca nos abandona.

Este salmo también da respuestas a aquellos que creen que Dios existe, sí, pero que está muy lejano y que es indiferente a sus criaturas. Oímos a menudo decir: «el mundo está dejado de la mano de Dios». Existe una sensación de pérdida, de soledad. Somos huérfanos, Dios no escucha. El salmo viene a contradecir esto. Dios sigue siendo padre, cercano, amoroso, atento. Pero no grita ni pisa nuestra libertad. Dios está cerca de aquellos que lo buscan y se abren a Él.

El gran drama del hombre no es que Dios lo haya abandonado, sino que él ha abandonado a Dios. La gran tragedia humana no es la esclavitud, sino haber utilizado la libertad para alejarse de Aquel que es su misma fuente. El hombre no está sometido por Dios, sino por sí mismo. Quien deja de servir a Dios con alegría, cae bajo el yugo de los hombres.

En cambio, la cercanía a Dios rompe todas las cadenas y hace estallar la alegría. De ahí la exclamación del salmo: «Aclama al Señor, tierra entera».

2 de mayo de 2019

Te ensalzaré porque me has librado



Salmo 29


Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.
Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo.
Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.

Este salmo recoge con imágenes poéticas los avatares de la vida humana. Hay momentos de llanto, días de júbilo; dolor, gozo, muerte y vida se suceden. Pero en medio de las turbulencias siempre podemos encontrar a Dios.

Todos, en algún momento de nuestra vida, nos hemos sentido angustiados y oprimidos por las dificultades y por enemigos, ya fueran personas o situaciones que nos aprietan. ¡Cuántas nos parece estar metidos en un foso oscuro, un túnel sin salida!

Sin embargo, hay una mano salvadora que nos ayuda a salir adelante y nos hace revivir. Toda muerte precede a una resurrección. «Cambiaste mi luto en danzas», dice el salmo, en una frase que contrasta vivamente el duelo con la alegría más exultante. ¿Podemos superar las desgracias solos? No. Necesitamos ayuda. Y no hay soporte ni auxilio más poderoso que el de Dios.

Nuestra vida está tejida de claroscuros. «Al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo». Conoceremos toda clase de experiencias. Creer en Dios no nos librará de los problemas. Quizás todavía nos ocasione más, porque la fe acarrea compromiso y la coherencia a menudo exige nadar a contracorriente. Pero la alegría que trae confiar en Dios supera con creces esos momentos de oscuridad.

El salmo resalta, también, que Dios es Señor de vida, y no de muerte. Morir es quizás el mayor reto al que nos enfrentamos. Todas las pequeñas muertes y desprendimientos a lo largo de nuestra vida son puertas hacia una conversión, una renovación interior. La muerte definitiva, el fin de nuestra vida terrena, también será el umbral de otra Vida, renacida y plena. Esta es nuestra esperanza.

26 de abril de 2019

Dad gracias al Señor porque es bueno


Salmo 117

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Que lo diga la casa de Israel: eterna es su misericordia
Que lo diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia.
Que lo digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia.
Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó;
El Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación.
Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Continuamos cantando el salmo 117, un poema que nos habla de resurrección, de vida y de plenitud.
Meditar sobre la pasión de Jesús nos lleva inevitablemente a pensar en nuestros propios dolores y sufrimientos. Es en estos momentos cuando confiar en Dios se convierte en el báculo y el sostén que nos permite seguir más allá de nuestras propias fuerzas.

El salmo habla de los justos: en sus tiendas habrá cantos de victoria, como en el campamento de un ejército victorioso. ¿Quiénes son los justos? ¿Qué batalla acaban de librar? Los justos, en el lenguaje bíblico, son aquellos que reconocen su verdad humana, hermosa pero limitada, y la presencia amorosa de Dios, que nos ha hecho y nos sostiene. La batalla se libra cada día: contra el desánimo, la duda, el cansancio y el egoísmo. La guerra es a brazo partido contra la tristeza, el miedo y la desconfianza. Nuestras fuerzas humanas son muy flacas para hacer frente a estos enemigos, siempre al acecho. Pero contamos con un aliado poderoso que solo espera una mirada nuestra, un gesto, un resquicio de corazón abierto, para combatir a nuestro lado y darnos la victoria.

Y es una victoria gozosa, en la que nosotros apenas hemos puesto más que un alma confiada. Para Dios, esto ya es mucho, él hace el resto.

El evangelio de hoy nos habla de la felicidad de aquellos que llegan a creer sin ver. La fe es un acto de valor, pues nos habla de confiar y creer aún sin tener pruebas palpables. La fe no se da en plena luz, sino cuando todavía la penumbra nos envuelve y los enemigos empujan y empujan para abatirnos, como dice el salmo. La luz llegará después.

También nos habla el evangelio de la incredulidad. Parece que la posición incrédula sea hoy la más valorada, la más inteligente, la propia de gente sensata, razonable, que piensa. Los crédulos son la gente simple y emocionalmente frágil, que necesita «agarrarse a un clavo ardiendo», como se suele decir. Quizás los creyentes somos esas piedras que los arquitectos y muchos intelectuales de nuestra sociedad desechan o miran con desdén. Pobres ilusos. Pero hay un salto entre simple credulidad y fe.
A los ojos de Dios, todo cambia: «La piedra desechada pasa a ser piedra angular». También Jesús fue piedra rehusada en su tiempo, acusado de farsante, crucificado como un malhechor. Y hoy sigue siéndolo. ¡Cuántas acusaciones, interpretaciones sesgadas, falsas imágenes y atributos distorsionados recibe su persona!

Pero, ¿qué hace Dios con esa piedra vapuleada?

Jesús resucitó. Rompe esquemas y barreras, hasta el muro más infranqueable, el de la muerte. Comienza una nueva vida, plena y duradera. Nosotros tampoco quedaremos olvidados. La compasión de Dios y su amor entrañable duran para siempre, y estamos muy presentes en su corazón. 

Piedad, oh Dios, hemos pecado