30 de diciembre de 2016

Que su rostro nos ilumine

Salmo 66

El Señor tenga piedad y nos bendiga.

El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.

En un mundo hipercomunicado, como este en que vivimos, parece que una de las formas preferidas de diálogo es la crítica, el comadreo y sacar a relucir las miserias y “trapos sucios” de los demás. En las calles, en las comunidades vecinales y parroquiales, entre amigos, en los platós de televisión… en todas partes reinan los murmullos y las acusaciones. El mal-decir se ha convertido en un hábito fuertemente arraigado.

Y el salmo de hoy, justamente, nos habla de todo lo contrario. El salmo nos habla del bien-decir: de la alabanza, la bendición. Y muy especialmente de la bendición de Dios.

María, la mujer que protagoniza nuestra liturgia de hoy, es una maestra para nosotros. El evangelio dice que guardaba las cosas en su corazón, y las meditaba. Era poco habladora y cultivaba, en el silencio interior, todo aquello que iba aconteciendo. Guardaba las palabras, tan preciosas, del ángel anunciador, las alabanzas de los pastores, los balbuceos de aquel niño Dios que era su hijo y, a la vez, hijo de Dios… Ante el milagro, María comprendió muy bien que las palabras sobran y el silencio es la mejor cuna para acogerlo.

Entre las pocas palabras de María que recogen los evangelios, resplandecen con fuerza las del Magníficat. Su párrafo más largo fue un himno de alabanza a Dios. ¡Qué enseñanza más grande para nosotros!

La bendición brota de un proceso interior de despertar y agradecimiento. Pero a menudo nuestra alma está embotada y nuestra mente aturdida bajo montañas de basura informativa y sentimientos mezquinos. Quizás nos cueste “sentir” esa gratitud, ese gozo que empujó al poeta a escribir salmos tan bellos. Pero las mismas palabras, en nuestros labios, podrán operar un cambio en nuestro corazón. Una bendición puede limpiarnos el espíritu.

Y, ¡qué poco se bendice hoy a Dios! Son tantas las personas que lo niegan, o lo desafían, lanzando hacia él las culpas de las responsabilidades humanas… Cuántas veces nos comportamos como niños inmaduros y no queremos asumir el peso de nuestras decisiones. Nos aferramos a nuestros éxitos y sacudimos los fracasos encima de los otros, o encima de Dios. El salmista nos recuerda que Dios es justo y bueno, y que seguir su ley comporta salvación: es decir, paz y concordia para los pueblos.

Hoy, que es también la jornada mundial de la paz, recitemos despacio los versos de este salmo, que nos habla de la alegría y la belleza de Dios. Su amor se derrama sobre el mundo y palpita en nuestra misma existencia. Ojalá toda la humanidad dejara entrar a Dios en su interior. Porque entonces, como dice el salmo, él regiría todas las naciones con justicia. Allí donde realmente está Dios, no hay guerras, ni odio, ni hambre. En otras palabras, donde se deja entrar a Dios, reina su única e imperecedera ley: la del amor.

15 de diciembre de 2016

¿Quién puede subir al monte del Señor?

Salmo 23

Va a entrar el Señor, él es el Rey de la gloria.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.


El universo en su esplendor nos habla a gritos de un Dios Creador. Lo que para muchos es fruto del azar, o de la necesidad, o simplemente una única realidad que se autocrea y se despliega en múltiples formas, para el creyente es obra de un Dios cuya grandeza trasciende la realidad física visible.

Desde siempre el ser humano ha tendido a la trascendencia. Lo prueban las innumerables manifestaciones religiosas de todas las culturas del mundo. El ateísmo es un fenómeno muy reciente en la historia de la humanidad, pero ni siquiera los regímenes que han querido barrer a Dios del mundo han podido eliminar la sed de trascendencia de las personas. El espíritu humano tiene una dimensión infinita que solo puede saciarse en Alguien mucho mayor que él.

Ahora bien, en el camino de búsqueda puede haber muchas ilusiones, engaños e incluso trampas. A veces es la misma persona, su afán o sus intereses, quien se pone obstáculos para llegar a esa plenitud que, en el fondo, anhela. ¿Quién subirá al monte santo?, se pregunta el salmista. El monte santo representa el lugar sagrado, el momento de encuentro entre Dios y su criatura. ¿Quién logrará esa unión íntima con Dios? Y el mismo salmista responde: “el hombre de manos inocentes y de puro corazón”. El hombre que, como Jesús señaló a Nicodemo, vuelve a nacer y se vuelve puro como un niño.

Estamos a las puertas de Navidad, la fiesta que nos habla de un Dios inmenso que se hace bebé. ¿Cómo entender este misterio, si no es limpiando el alma y recuperando esa sencillez, esa transparencia, propia de los niños? Pero tampoco se trata de volvernos infantiles y crédulos, faltos de criterio propio o tontamente ingenuos. La infancia espiritual de la que tan bien hablan algunos santos es otra cosa. Es esa pureza de corazón que sólo da el amar mucho, el entregarse sin límites, el confiar a toda costa, el abrir de par en par las puertas del alma. Si Dios, que es grande, se hace niño… ¿tanto nos costará a los humanos abajarnos un poco del orgullo y ser humildes?

Desde la humildad veremos la grandeza de lo pequeño y lo sencillo, lo puro y lo transparente. Apenas demos los primeros pasos experimentaremos bendiciones. Porque Dios siempre está aguardando para salir a nuestro camino y colmarnos de bienes.  

9 de diciembre de 2016

Ven a salvarnos, Señor

Salmo 145

Ven, Señor, a salvarnos.
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. 
El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.

Este salmo de alabanza nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.

Para muchos descreídos, estos versos no son más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la desgracia, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros. El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía, pues las razones no bastan. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias místicas de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, salva.

¿De qué salva? En el fondo, todas las esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad del egoísmo, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué semilla vamos a regar y a cultivar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?

Nosotros podemos ser manos e instrumento de Dios, liberación para los cautivos, alivio para el triste, sustento para la viuda y el pobre. Adviento es una buena época para reflexionar sobre esto.

4 de noviembre de 2016

Me saciaré de tu semblante

Salmo 16

Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.

Escucha, Señor, mi justa demanda, atiende a mi clamor; 
presta oído a mi plegaria, porque en mis labios no hay falsedad.

Tú me harás justicia, porque tus ojos ven lo que es recto: 
si examinas mi corazón y me visitas por las noches, 
si me pruebas al fuego, no encontrarás malicia en mí.

Mi boca no se excedió ante los malos tratos de los hombres; yo obedecí fielmente a tu palabra, y mis pies se mantuvieron firmes
en los caminos señalados: ¡mis pasos nunca se apartaron de tus huellas!

Yo te invoco, Dios mío, porque tú me respondes: 
inclina tu oído hacia mí y escucha mis palabras.
Protégeme como a la niña de tus ojos; escóndeme a la sombra de tus alas.
Yo con mi apelación vengo a tu presencia y al despertar me saciaré de tu semblante.

Este salmo, compuesto por David en un momento de aprieto y soledad, puede retratar muy bien cómo nos sentimos cuando nos vemos injustamente atacados, acosados y escarnecidos.

En la vida conocemos situaciones así. Creemos haber obrado bien, nos esforzamos por ser justos y por ayudar a los demás. Nuestro corazón está lleno de buena intención, aunque a veces nos equivocamos. Sabemos, como dice el salmo, que no hay malicia en nosotros.

Y, sin embargo, cuando fallamos el mundo nos juzga sin piedad y muchas personas se levantan contra nosotros, criticándonos con saña. La tristeza y la ira nos invaden y es fácil que, llevados de una justa indignación, podamos cometer aún mayores equivocaciones. ¿Qué hacer?

El salmo nos muestra el camino: rezar. Desprenderse de todo amor propio. Poner ese dolor en manos de Dios: el dolor de saberse injustamente acosado, calumniado y despreciado. Es ahora cuando más cerca nos encontramos de Jesús clavado en cruz. Si él, que fue santo y justo, recibió tal muerte, ¿cómo nosotros, que no somos tan buenos y fallamos continuamente, no vamos a recibir golpes e incomprensiones? Decía santa Teresa que es entonces, cuando somos injustamente atacados, cuando deberíamos alegrarnos, porque estamos compartiendo los sufrimientos y la cruz de nuestro Señor. Recordemos las bienaventuranzas que leímos el pasado domingo. Compartir la corona de espinas con nuestro Rey, ¿no ha de ser una carga dulce que aceptaremos soportar con amor?

Jesús se abandonó en brazos del Padre. Así, el salmista busca el refugio de Dios, protégeme a la sombra de tus alas. Y Dios nos ayudará y nos dará fuerzas. También hará resucitar nuestro espíritu vapuleado si sabemos confiar en él y no ceder a la tentación de devolver mal por mal. 

28 de octubre de 2016

Bendeciré por siempre tu nombre

Salmo 144

Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.

Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás.
Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan.


Es asombroso comprobar cómo la sensibilidad de los salmistas nos dibuja la imagen de Dios que nos revela Jesús. En los evangelios encontramos eco de muchos salmos, que Jesús conocía y solía recitar; y en los salmos hallamos verdaderas joyas de sabiduría que nos muestran cómo es Dios.

La piedad, tantas veces mal entendida, es una cualidad de ese amor entrañable de Dios. Es la virtud del estar atento, velando, cuidando, apoyando y dando ánimo. Es la actitud de sostener al que va a caer, de enderezar al que se dobla. Dios no espera que nos equivoquemos y pequemos para castigarnos. Al contrario, nos sostiene y nos ayuda a caminar erguidos. La piedad jamás se ensaña contra el débil. Si la justicia de Dios tiene un nombre, ése es el de la bondad.

Estamos lejos de esa imagen tremenda, poderosa, lejana y aterradora, la imagen del Dios tirano del que hay que deshacerse para ser libre, según las filosofías de la sospecha. En cambio, este salmo nos muestra un Dios cariñoso, próximo, como un padre bueno. «Lento a la cólera y rico en piedad», ¡cómo deberíamos imitar los hombres esta cualidad de Dios! A veces queremos ser tan justicieros, nos sentimos tan indignados ante la realidad del mal, que olvidamos que Dios, antes que juez, es nuestro defensor. Defensor de todos, incluso de los más pecadores.

Como el Papa Benedicto recordaba a menudo, acercarse a Dios, fiarse de él, confiar nuestra vida en sus manos, no nos recorta, ni nos anula, ni coarta nuestra libertad. Al contrario, arrimarse a Dios nos hace crecer y alcanzar toda nuestra plenitud humana y espiritual. Caminar a su vera nos llevará mucho más lejos de lo que nuestras fuerzas podrían soportar. Y nos maravillaremos, día tras día, de su bondad espléndida y su exquisito cuidado hacia nosotros, sus criaturas. Sus hijos.

De la consciencia de sentirse tan amado, brotarán versos en los labios, como los de este salmo.

21 de octubre de 2016

Cuando el afligido invoca al Señor...

Salmo 33

Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.

Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.

El Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias.

El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él.


Muchas de nuestras oraciones están motivadas, como este salmo, por los problemas y dificultades que nos abruman. Cuando estamos desesperados clamamos a Dios. Pero Dios no es una pastilla o un opio que nos adormece y nos brinda un consuelo ilusorio. Dios tampoco nos va a sacar las castañas del fuego, como suele decirse. Quien de verdad quiera seguirle y comprometerse con él va a encontrarse con muchos obstáculos y rechazo de la gente.

Pero el salmo quiere darnos una visión más profunda de la realidad, que no se detiene en las meras tribulaciones y en la angustia. Quienes confiamos en Dios hemos de saber ver más allá. Cuando sufrimos porque intentamos ser justos, estamos compartiendo el dolor de Cristo. Cuando afrontamos el ataque de otros por querer ser coherentes y fieles, hay alguien que siempre nos apoya. Decía Gandhi que, «cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo». ¡Y es así! Él nos mira con amor y, aunque no nos parezca evidente, nos está apoyando y sosteniendo. Nos ama, nos defiende, nos da fortaleza y nos guarda un lugar junto a su corazón.

La estrofa que habla de los malhechores se refiere a aquellas personas que hacen mal, ciegas en su soberbia. Aunque parezca que el mal vence sobre la tierra, no es así. Con el tiempo, se verá que las semillas del mal mueren y son olvidadas, mientras que las del bien crecen y se expanden con los siglos. Reflexionemos en los personajes históricos que casi todos conocemos. En la historia podemos distinguir dos tipos de líder: el guerrero dominador de pueblos, que ha ocupado muchas páginas en las crónicas escritas; y por otro lado, tenemos al líder pacífico, que no ha empuñado las armas, sino que ha esparcido un mensaje de amor, de paz y de conversión espiritual a las gentes. Estos líderes, que tal vez en vida pasaron más desapercibidos que los emperadores y guerreros, hoy siguen vivos en el alma de millones de personas. Para nosotros el gran líder, el gran pastor, ha sido y es Jesús. Su huella caló y sigue dando frutos hoy. En cambio, los líderes de la espada están muertos y su recuerdo yace enterrado bajo tumbas de piedra o en las páginas de los libros.

La justicia de la que hablan los salmos, sin embargo, no debe interpretarse como un juicio despiadado como lo haríamos los humanos, tan propensos a condenar. Es la consecuencia de sus actos la que hará perecer a quienes se rinden al mal. La justicia de Dios, en cambio, es generosidad con las personas que saben ser humildes: reconocen su realidad, sus límites, y la grandeza del Creador. Se saben falibles y necesitadas de amor y ayuda. Sólo desde la humildad se puede recibir el don de Dios.

6 de octubre de 2016

El Señor da a conocer su victoria

Salmo 97

El Señor revela a las naciones su salvación

Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.

El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia, se acordó de su misericordia y su fidelidad a favor de la casa de Israel.

Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.

Hoy nos encontramos con este salmo que resuena con tonos épicos de himno triunfante. La forma del salmo expresa la grandeza de Dios, su belleza, su poder.

Pero hay un fondo que va más allá de la mera imagen del Dios victorioso, poderoso y favorecedor de un pueblo escogido.

¿Cuáles son las cualidades de este Dios? La misericordia y la fidelidad. No se habla de violencia, ni de poderío, ni de terror. Dios extiende su ley, que no es tiranía, sino amor entrañable —misericordia— y apoyo incansable y leal —fidelidad— al ser humano. Como afirma el Papa Francisco, la misericordia es mucho más que una cualidad de Dios: es la forma preferente en que se manifiesta a los hombres, el espacio donde se establece un diálogo de amor entre creador y criatura.

Dios no es nuestro enemigo ni una fabulación para dominar las conciencias, como tantos pensadores han proclamado. Dios es nuestro mejor aliado, aquel que no sólo nos protege y nos cuida, sino que nos hace crecer y desplegar todas nuestras posibilidades. La justicia de Dios no consiste en condenar, separar y elegir, sino en perdonar y acoger a todos. La palabra salvación, en hebreo, es un concepto mucho más rico que el de mero rescate. Salvación significa salud, paz, prosperidad, felicidad, desarrollo. La victoria de Dios es la gloria y la plenitud del hombre.

Y, aunque este salmo sea un himno de Israel, ya en sus versos se atisba la universalidad de Dios. «Aclama al Señor, tierra entera». No será un solo pueblo, ni una pequeña porción del planeta, la favorecida por Dios. Como nos recuerda el evangelio de hoy, la salvación es para todos. El amor de Dios llega hasta los confines de la tierra. Allá donde palpite un alma humana, Dios hará llegar la oferta generosa de su amor. 

30 de septiembre de 2016

No endurezcáis vuestro corazón

Salmo 94

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis el corazón.

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándole con cantos.

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.

Ojalá escuchéis su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”.


Qué fácil es creer en Dios cuando las cosas van bien, cuando la vida nos sonríe y todo parece marchar sobre ruedas. En cambio, cuando nos abruman los problemas y nos sentimos acosados por todas partes, la fe flaquea y es entonces cuando clamamos: ¿Dónde está Dios?

Este clamor es lo que el salmo llama poner a prueba a Dios. Parece que bajo el nubarrón de las dificultades olvidamos rápidamente que por encima luce siempre el sol; que una tempestad no puede borrar cientos de días de luz; que un bache no es todo el camino. Muchos dicen que Dios nos somete a prueba, como si fuera un amo autoritario que quiere castigar o jugar con la capacidad de resistencia de sus criaturas. ¡Qué lejos del Dios de Jesús, del Dios misericordioso que el Evangelio nos va desvelando!

La dureza del corazón va a menudo acompañada de la estrechez de mente. Si pusiéramos en una balanza lo que Dios nos da a un lado y las dificultades que sufrimos al otro, nos daríamos cuenta de que el fiel siempre se inclina del lado de Dios. Solamente la vida, el don de existir, pesa muchísimo más que todo el resto. Poder respirar, hablar, moverse; poder amar a alguien, poder recibir afecto, estos dones son tan inmensos que no deberíamos dejar que los golpes de la vida nos hicieran olvidarlos o incluso despreciarlos. Lo mejor que tenemos lo hemos recibido gratis, sin merecerlo. Quizás por eso, porque estamos tan acostumbrados, ya no sabemos valorarlo. Hemos dejado de asombrarnos ante el milagro de estar vivos y despertarnos cada mañana. El universo creado ha dejado de maravillarnos. La otra persona, la que tengo ahí, cerca, ha dejado de conmoverme. Aquí está la dureza de corazón, que se enquista y se pertrecha en la rutina y el hastío.

Por eso el salmista clama: ¡No endurezcáis vuestro corazón! El corazón tierno es siempre joven, vibra y se admira. Sabe leer en los acontecimientos de la historia y sabe descubrir, detrás de cada día, la mano amorosa del Dios que nos sostiene y nos salva. El corazón vivo palpita y se desborda en alabanzas.

23 de septiembre de 2016

Alaba, alma mía, al Señor

Salmo 145

Alaba, alma mía, al Señor.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor libera a los cautivos.

El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el  Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos.

Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad.


Este cántico agradecido nos muestra por un lado cómo es Dios y, por otro, cómo podemos llegar a ser los humanos.

Para muchos descreídos, no es más que una oración de consuelo para quienes sufren. El canto de un pueblo tantas veces sometido resuena como eco en las vidas maltratadas por la enfermedad, el hambre, la pérdida o los daños provocados por otros.

El ateísmo ve en la religión un opio, una droga dulce que amansa a los oprimidos y los hace resignarse en su desgracia, con la esperanza vana de un Dios que vendrá a rescatarlos y a solucionar sus problemas.

Nada más lejos de la auténtica intención del salmista. Creer en Dios no adormece, ¡despierta! Para expresar una vivencia espiritual a menudo es necesario recurrir a la poesía. Y los salmos, en buena parte, son fruto de experiencias de profunda liberación interior. Brotan de la consciencia de que Dios, verdaderamente, “salva”.

¿De qué salva? En el fondo, todas las esclavitudes, más allá del mal físico, son consecuencias del mal. El hambre y la injusticia son consecuencias del egoísmo humano a gran escala. La ceguera de la obstinación, la cojera del miedo, la cautividad de la egolatría, la senda tortuosa del que maquina contra los demás… Todo esto son torceduras y heridas en la bella creación de Dios y en su criatura predilecta: el ser humano. Y Dios, que no nos ha dejado abandonados al azar, siempre vuelve a salvarnos del mal.

Con su amor y su predilección por los más débiles, Dios no sólo nos muestra su corazón de madre, sino también la parte más tierna, profunda y arraigada en la naturaleza humana. Dios actúa en el mundo por medio de nosotros. Sí, los hombres podemos ser crueles y perversos, pero también existe en nosotros la semilla del bien, de la misericordia, de la solidaridad. Podemos poner barreras y alambradas, pero también sabemos tender la mano a quienes piden auxilio.

Somos capaces de grandes hazañas y de hallazgos que pueden mejorar nuestras vidas. Trigo y cizaña crecen juntos hasta la siega… ¿Qué semilla vamos a regar para que crezca más fuerte en nuestro corazón?

16 de septiembre de 2016

Alabad al Señor, que alza al pobre

Alabad al Señor, que alza al pobre

Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. 

El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria sobre los cielos. ¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se eleva en su trono y se abaja para mirar al cielo y a la tierra? 

Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo.


En la religión del antiguo Israel y, después, en el Cristianismo, los pobres siempre han tenido un lugar especial. Podríamos decir que la atención al pobre, en nuestra fe, ya no sólo es un hecho ético y moral, sino un rasgo que nos acerca a Dios.

En otras culturas también se atendía a los pobres, pero en ninguna otra se oyó antes que los pobres fueran los favoritos, amados de Dios.

Israel fue un pueblo que sufrió continuas pruebas: persecución, conquistas, deportaciones, esclavitud y pobreza. Quizás por esto desarrolló un fuerte sentido de la solidaridad hacia los más desvalidos. El Dios en que confiaba era un Dios que no soportaba la miseria ni la injusticia.

Pero el pueblo israelita tampoco fue ajeno a los pecados propios de toda sociedad. Amós y otros profetas denunciaron con rotundidad la avaricia de los ricos y la opresión injusta sobre las gentes sencillas.

Con la fe de Israel también comienza otro concepto de la pobreza: el teológico. El pobre ya no es solo el desposeído, sino el que carece de arrogancia y autosuficiencia y se sabe desvalido ante Dios. En este sentido, todos somos pobres, lo reconozcamos o no. Y al que se siente pobre y miserable, despojado de todo orgullo, Dios lo elevará.

En el salmo hay un vivo contraste: Dios, que es todopoderoso y que está allá arriba, en su trono celeste, baja a la tierra, hasta hundirse en el barro. Y baja para mirarnos. Ese es el movimiento de nuestra fe, y motivo de confianza y alegría para todos: que no somos nosotros quienes tenemos que ascender, con esfuerzo, para alcanzar la plenitud. Es Dios quien desciende y viene a nosotros. Creamos, de verdad, que Dios no está lejos. A Dios le importamos. Somos especiales para él, hijos amados. Por muy desgraciados y rendidos que nos sintamos, él está a nuestro lado y nos ayuda a levantarnos: alza de la basura al pobre para sentarlo con los príncipes...

9 de septiembre de 2016

Me pondré en camino hacia mi padre

Salmo 50

Me pondré en camino a donde está mi Padre.

Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.

Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. 


Hablar de pecado está mal visto. Las filosofías ateas lo presentan como un invento moral para reprimir nuestros impulsos más genuinos y controlar nuestras mentes. Sin embargo, el sentimiento de culpa, de haber obrado mal, existe. Y permanece por mucho que se niegue el valor de la moral cristiana.

Toda persona tiene lo que llamamos conciencia. Es una facultad universal que nos permite distinguir entre el bien y el mal. Pecado es elegir deliberadamente el mal. ¿Sus consecuencias? Una ruptura del hombre en sus relaciones fundamentales: consigo mismo, con los demás, con el mundo, con Dios. El pecado hiere la humanidad y mutila el alma. Por mucho que la sociedad o las filosofías modernas quieran eliminar el concepto de pecado, pueden taparlo o barrerlo del mapa, pero la realidad persistirá. Un mal cometido deja huella y tiene consecuencias. Nadie nos puede aliviar si la conciencia de culpa nos sigue mordiendo por dentro.

David compuso este salmo en un momento de dolor, cuando fue consciente del mal que había causado poseyendo a la mujer de Urías y enviando a éste a morir, al frente de sus tropas. Pasada la ofuscación del deseo, David comprendió el alcance de su pecado y lloró amargamente. Los versos del salmo son palabras de un hombre contrito, abrumado por el peso de la culpa. Y en ellos vemos un sincero anhelo de luz, de limpieza interior, de perdón.

El Papa Francisco compara el sacramento del perdón, no tanto con una lavandería que nos limpia la mancha del pecado, sino con un botiquín de campaña. El pecado es una herida que nos desangra y nos debilita. El pecado enferma nuestro espíritu y nuestro cuerpo, y contagia de dolor y pesar a cuantos nos rodean. El pecado, como un tumor, crece, nos quita las fuerzas y va deteriorando todo a nuestro alrededor. ¿Dónde está la medicina, el ungüento, el desinfectante y las vendas? En la misericordia de Dios.

Con su amor nos regenera, nos limpia y nos purifica. Con su dulzura alivia el dolor y alimenta el tejido de nuestra alma para que pueda volver a crecer, sano, y cicatrice. Muchos psicólogos o terapeutas quizás te digan: perdónate a ti mismo, ámate a ti mismo. Pero hay heridas que uno solo no puede sanar. Necesitamos que el otro, ese gran Otro amoroso que es Dios, nos sane por dentro. Necesitamos de su gracia. No somos impotentes, pero tampoco somos omnipotentes. Abrirnos a su amor nos restaura.

El corazón quebrantado es la herida abierta por la que puede entrar la misericordia de Dios. Por nuestras grietas entra la luz salvadora. Dice un refrán chino: cuando la casa está en ruinas, por el tejado puede verse la luna. Así mismo, cuando nuestro corazón está destrozado es cuando podemos atisbar los primeros rayos de esperanza.  

Saberse amado y perdonado por Dios no sólo nos sana por dentro, sino que nos llena de alborozo. Tanto, que nos impulsa a elevar un cántico de alabanza. De la pena por la culpa, los versos del salmo nos llevan a la alegría del perdón y la reconciliación con el Amor que nos sostiene siempre.

3 de septiembre de 2016

Señor, tú has sido nuestro refugio...

Salmo 89

R/.
 Señor, tú has sido nuestro refugio 
de generación en generación


Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «Retornad, hijos de Adán.»
Mil años en tu presencia 
son un ayer, que pasó;
una vela nocturna. R/.

Los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca. R/.

Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos. R/.

Por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos. R/.

Este salmo, con un tono sapiencial, nos confronta con una realidad de la vida: somos efímeros. Como la semilla, somos plantados, segados y morimos. «Calcular nuestros años» es una forma de decir: aprendamos a gestionar nuestro tiempo. Sepamos vivir con plenitud nuestro presente, minuto a minuto. Aprendamos a saborear nuestra vida, porque el tiempo corre y jamás vuelve atrás. No podemos pulsar una tecla de pausa, ni un replay para retroceder, repetir o corregir lo que ya pasó.

Ante la fugacidad de la vida sobreviene una angustia natural en todo ser humano. «Ten compasión de tus siervos», reza el salmo. ¿Qué le estamos pidiendo a Dios? El hebreo en el exilio o en la prueba rezaba, quizás, porque terminaran sus desgracias. Nosotros, hoy, rezamos para que se resuelvan nuestros problemas, podamos recuperar la salud, o solucionar un conflicto o una carencia que nos hace sufrir. ¡Ten compasión!

Pero Dios ya nos ha compadecido. Nos ha regalado el tiempo, y está en nuestras manos hacerlo fructificar. ¿Deseamos saciarnos de alegría? ¿Deseamos que nuestro trabajo dé fruto y que las obras de nuestras manos prosperen? Pongámoslo en manos de Dios. El que nos creó nos dará la fuerza, la sabiduría y la paciencia necesarias. Aprendamos de él, que también es paciente con nosotros y aguarda a que demos fruto. Dios no nos arranca como la cizaña del campo. Dios aguarda. Y mientras espera nos mira, y su mirada es como el sol que hace crecer las plantas.

A veces nos esforzamos mucho en vano, y no vemos resultado en nuestros afanes. A veces nos peleamos con nosotros mismos para cambiar, para ser mejores, para pulir nuestros defectos o potenciar alguna virtud. ¡Y siempre volvemos a caer en lo mismo!

Quizás necesitamos otra sabiduría distinta, otra actitud. Dios no nos pide que seamos lo que no somos, ni que hagamos imposibles. Dios nos ha dado, como a toda semilla, un enorme potencial para que crezcamos según nuestra naturaleza: humana y con un alma casi divina, inmortal y hambrienta de infinito. Tan sólo necesitamos dejarnos mirar por él, dejarnos modelar por él, dejar que su luz nos alimente y nos haga crecer. Bajo su mirada, nutridos por su amor, podremos desplegarnos y dar fruto. Necesitamos vivir con una actitud más serena y contemplativa: no es Dios el que tiene que volverse hacia nosotros; somos nosotros los que hemos de girarnos hacia él. 

Señor, tú has sido nuestro refugio...

Salmo 89

R/.
 Señor, tú has sido nuestro refugio 
de generación en generación


Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «Retornad, hijos de Adán.»
Mil años en tu presencia 
son un ayer, que pasó;
una vela nocturna. R/.

Los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca. R/.

Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos. R/.

Por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos. R/.

Este salmo, con un tono sapiencial, nos confronta con una realidad de la vida: somos efímeros. Como la semilla, somos plantados, segados y morimos. «Calcular nuestros años» es una forma de decir: aprendamos a gestionar nuestro tiempo. Sepamos vivir con plenitud nuestro presente, minuto a minuto. Aprendamos a saborear nuestra vida, porque el tiempo corre y jamás vuelve atrás. No podemos pulsar una tecla de pausa, ni un replay para retroceder, repetir o corregir lo que ya pasó.

Ante la fugacidad de la vida sobreviene una angustia natural en todo ser humano. «Ten compasión de tus siervos», reza el salmo. ¿Qué le estamos pidiendo a Dios? El hebreo en el exilio o en la prueba rezaba, quizás, porque terminaran sus desgracias. Nosotros, hoy, rezamos para que se resuelvan nuestros problemas, podamos recuperar la salud, o solucionar un conflicto o una carencia que nos hace sufrir. ¡Ten compasión!

Pero Dios ya nos ha compadecido. Nos ha regalado el tiempo, y está en nuestras manos hacerlo fructificar. ¿Deseamos saciarnos de alegría? ¿Deseamos que nuestro trabajo dé fruto y que las obras de nuestras manos prosperen? Pongámoslo en manos de Dios. El que nos creó nos dará la fuerza, la sabiduría y la paciencia necesarias. Aprendamos de él, que también es paciente con nosotros y aguarda a que demos fruto. Dios no nos arranca como la cizaña del campo. Dios aguarda. Y mientras espera nos mira, y su mirada es como el sol que hace crecer las plantas.

A veces nos esforzamos mucho en vano, y no vemos resultado en nuestros afanes. A veces nos peleamos con nosotros mismos para cambiar, para ser mejores, para pulir nuestros defectos o potenciar alguna virtud. ¡Y siempre volvemos a caer en lo mismo!

Quizás necesitamos otra sabiduría distinta, otra actitud. Dios no nos pide que seamos lo que no somos, ni que hagamos imposibles. Dios nos ha dado, como a toda semilla, un enorme potencial para que crezcamos según nuestra naturaleza: humana y con un alma casi divina, inmortal y hambrienta de infinito. Tan sólo necesitamos dejarnos mirar por él, dejarnos modelar por él, dejar que su luz nos alimente y nos haga crecer. Bajo su mirada, nutridos por su amor, podremos desplegarnos y dar fruto. Necesitamos vivir con una actitud más serena y contemplativa: no es Dios el que tiene que volverse hacia nosotros; somos nosotros los que hemos de girarnos hacia él. 

27 de agosto de 2016

Preparaste casa para los pobres

Salmo 67

Preparaste, oh Dios, casa para los pobres.

Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría. Cantad a Dios, tocad en su honor; su nombre es el Señor. 


Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece.


Derramaste en tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa, aliviaste la tierra extenuada; y tu rebaño habitó en la tierra que tu bondad, oh Dios, preparó para los pobres.



Los versos que cantamos de este salmo forman parte de un gran himno triunfal, que posiblemente se cantaba cuando el pueblo iba en procesión siguiendo al arca de la alianza.

Cantad, tocad en su honor, dice el salmo. Podemos imaginar a una gran multitud en fiesta, alegre, entonando el cántico a su Dios. Este cantar es un clamor agradecido. ¿Por qué?

El salmo repasa los favores que el pueblo ha recibido de Dios. Ha enviado lluvia, ha bendecido la tierra con cosecha y rebaño. Ha dado a los desvalidos casa y a los cautivos libertad. Ha protegido a los pobres. Israel recuerda momentos difíciles de su historia, de los que siempre ha salido bien librado. Y en ello ve la mano poderosa de Dios, que los protege. Este es el cántico de un pueblo que pudo ser destruido y barrido de la historia y, sin embargo, ha sobrevivido. Eran pobres, cautivos, derrotados, pero Dios se ha compadecido y los ha rescatado de la pobreza, la destrucción y la muerte.

Igualmente nosotros, hoy, podemos elevar nuestro cántico de acción de gracias a Dios. Todos tenemos problemas, todos hemos de abordar horas amargas de dolor, sufrimiento y dudas. Quizás conocemos la pobreza, la soledad de la viuda, la esclavitud de un trabajo, de unas deudas, de una situación que nos supera o de un conflicto que no sabemos bien cómo resolver… Si confiamos en Dios, si somos honrados y valientes, saldremos del apuro. Todos, cada día, tenemos mil motivos para dar gracias a Dios. Quien confía en su Providencia no sale defraudado.

Algunos maestros espirituales nos dicen que la gratitud es la mejor actitud para encontrar la paz interior y producir cambios en nuestra vida. ¡Cuán cierto es! Esta es la sabiduría de la Biblia, antigua y siempre nueva, que nos invita a vivir cada día con intensidad y sentido. El fin de nuestra vida, decía San Ignacio en sus ejercicios espirituales, es alabar y dar gracias a Dios. ¡Qué hermoso meditar en esto! Porque quien vive para dar gloria al Creador es aquel que realmente aprende a sobrellevar las dificultades y se empeña, pese a todo, en florecer y dar lo mejor de sí. Lo hace, no tanto por su propio esfuerzo, sino dejándose amar y llenar de los bienes que Dios, generosamente, quiere darnos. A veces lo único que nos falta es dejarnos amar más por él. Como decía Martín Descalzo, ¡no acabamos de creernos lo bueno que es Dios! Mucho más, aún más, de lo que alcancemos a imaginar…


13 de agosto de 2016

El Señor me levantó de la fosa

Salmo 39

R/.
 Señor, date prisa en socorrerme.

Yo esperaba con ansia al Señor; 
él se inclinó y escuchó mi grito. R/. 

Me levantó de la fosa fatal, 
de la charca fangosa; 
afianzó mis pies sobre roca, 
y aseguró mis pasos. R/. 

Me puso en la boca un cántico nuevo, 
un himno a nuestro Dios. 
Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos 
y confiaron en el Señor. R/. 

Yo soy pobre y desgraciado, 
pero el Señor se cuida de mí; 
tú eres mi auxilio y mi liberación: 
Dios mío, no tardes. R/.

Cuando nos encontramos en situaciones duras, hundidos en ese pozo fangoso como dice el salmo, enredados en mil problemas y con difícil solución, tenemos varias opciones. Una es dejarnos llevar por el desánimo, convertirnos en víctimas e ir llorando y lamentándonos por nuestra mala suerte. Es entonces cuando renunciamos a nuestra responsabilidad, a nuestro poder y capacidad personal de salir adelante. Preferimos  despertar la compasión de los demás y esperamos que alguien resuelva nuestros problemas.

Otra opción es buscar el remedio por nosotros mismos. Sacamos fuerzas de flaqueza y asumimos que nadie nos va a ayudar: ha de ser uno mismo quien salga del hoyo y tire adelante. Esta opción está llena de coraje y tiene mérito: son muchas las personas que luchan en solitario y de forma admirable a veces logran sus propósitos. Otras veces gastan su vida peleando contra la adversidad, o persiguiendo sus metas. El problema es que la soledad no siempre es buena compañera. En momentos de debilidad o cuando las fuerzas fallan, el héroe solitario puede abatirse y caer en la desesperación. O puede correr el riesgo de aislarse y distanciarse de los demás,  chocando continuamente con ellos. El ser humano no está hecho para vivir solo. Las grandes obras casi nunca son hazaña de uno solo, sino fruto de la cooperación de un equipo.

El salmista nos habla de una tercera opción. Cuando parece que todos fallan y que uno mismo carece de las fuerzas necesarias, aún nos queda contar con Dios. Cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo,  reza un dicho que se ha popularizado en los últimos tiempos.

Sí: Dios es el amigo que no falla, el compañero que te tiende una mano cuando la necesitas. Dios es el padre y la madre que jamás olvidan a sus hijos. ¿Cómo podría ser de otra manera? Por eso invocar a Dios no defrauda. Cuando todos nuestros recursos humanos fallan, sólo él nos puede sacar de la fosa y devolvernos la alegría de vivir.

Desde el ateísmo se puede objetar que este Dios es un invento para consolar a las personas débiles o desesperadas, o para manipularlas, ya que las hace impotentes y desvalidas ante un ente poderoso. Esta postura nos deja huérfanos existencialmente, ya que no hay filosofía que dé una respuesta al misterio del dolor y del mal en el mundo. Si no ciframos nuestra esperanza en Dios, la vida se convierte en una casualidad efímera y absurda.

Desde las modernas corrientes de autoayuda se puede replicar que uno mismo tiene la capacidad de socorrerse, todo está dentro de nosotros y no tenemos necesidad de recurrir a una ayuda externa. Dios, de alguna manera, es nuestra fuerza interior. Esta postura endiosa al ser humano y parece que lo dignifica y lo libera de toda influencia manipuladora. Pero corre el riesgo de potenciar el individualismo y el aislamiento de la persona en su mundo y en sus criterios, sin contar con los demás. La realidad, por otra parte, nos demuestra que no somos dioses ni somos omnipotentes, aunque tengamos muchas capacidades. Siempre hay situaciones que nos sobrepasan y ante las que no siempre tenemos respuesta.

Confiar en Dios no nos hace impotentes ni nos somete a una esclavitud moral. Sentirnos pobres en sus manos no nos empequeñece ni nos quita la dignidad. Al contrario, nos hace sentir amados, cuidados, elegidos. Como a un niño confiado en brazos de su madre, la presencia de Dios nos da fuerzas y nos libera del miedo y del desánimo.  Y hemos de pensar una cosa: Dios nunca actúa con varita mágica. Dios se vale de la naturaleza, de las otras personas, de las circunstancias y de los lugares, para actuar en nuestra vida. La ayuda de Dios llegará, como leemos en el profeta Jeremías, de parte de manos amigas, voces amigas, presencias humanas que, con su apoyo, nos mostrarán que Dios está cerca, nos socorre y nos ama.

6 de agosto de 2016

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles

Salmo 32

R/.
 Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad

Aclamad, justos, al Señor, 
que merece la alabanza de los buenos. 
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, 
el pueblo que él se escogió como heredad. R/. 

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, 
en los que esperan en su misericordia, 
para librar sus vidas de la muerte 
y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.

Nosotros aguardamos al Señor: 
él es nuestro auxilio y escudo; 
que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, 
como lo esperamos de ti. R/.

En el evangelio de este domingo (19º ordinario), Jesús dice que allí donde está nuestro tesoro está nuestro corazón. Es una frase rotunda que, por muy oída, quizás no acabamos de comprender en todo su alcance.

¿Dónde está nuestro tesoro? ¿En qué fundamentamos nuestra vida? ¿En quién ponemos nuestra confianza? ¿Qué meta perseguimos?

La heredad que esperamos ¿cuál es? Para muchos pueblos y culturas de la antigüedad la heredad fue el poder, la hegemonía sobre un territorio, el oro y las riquezas, el dominio sobre otras naciones. Hoy, miles de años después, el afán de poseer y dominar sigue moviendo la política del mundo.

Israel se desmarca. Es un pueblo pequeño, errante y perseguido… como lo son los cristianos, hoy, en muchos lugares. Pero no ambiciona lo mismo que ambicionan otros pueblos. Su heredad es el Señor. Y el Señor no es una fantasía. El Señor es un padre amoroso cuyos ojos no dejan de posarse sobre sus hijos. El Señor es el Dios de la vida, que puede «librarlos de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre».

La fe de Israel no nació sólo de un deseo. Nació de la experiencia cotidiana de sentir que hay alguien más grande que todos los reyes y conquistadores del mundo. Y ese alguien no sólo es un Dios todopoderoso que está en los cielos. Ese Dios baja a la tierra, camina con los hombres e interviene en sus vidas. Si le dejamos, si esperamos en él, si le invitamos, Dios acude. Como una madre no posesiva, que ama a sus hijos pero los deja en libertad, no deja de correr a ayudarlos si ellos la necesitan y la llaman. Entonces se convierte en «nuestro auxilio y nuestro escudo». Y su misericordia ―su amor entrañable― se vierte sobre nosotros.

Pero ¿es que Dios no es padre de todos? Su mirada, ¿no se posa sobre toda criatura, sobre todo ser humano, sea creyente o no? ¡Claro que sí! Pero es muy distinto ser mirado por Dios y no saberlo, o no creer en su bondad, que devolverle la mirada. El encuentro con la divinidad se da cuando el hombre, a su vez, vuelve los ojos al cielo. Mientras somos mortales no podemos ver a Dios con los ojos físicos, pero sí con los del alma. Son los ojos de la fe.

Cuando se cruzan las miradas, la de Dios y la humana, se produce el milagro. Es como el chispazo de un enamoramiento. Es el inicio de una relación llamada a no romperse jamás. Una mirada. Una llamada, una respuesta. Es así como empiezan las historias de amor de Dios con tantos santos. Es así como se inició nuestro romance con el Creador… Y si todavía no se ha iniciado, quizás sea el momento de girar la mirada hacia lo profundo. Con humildad y confianza. En el momento en que nos sentimos mirados por Dios, ya nada volverá a ser igual.


29 de julio de 2016

Enséñanos a contar nuestros días

Salmo 89

Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Antes de que los montes se engendraran, antes de que nacieran tierra y orbe, de lo eterno a lo eterno, ¡oh Dios!, tú eres.

Tú mandas que el mortal al polvo vuelva, tú nos dices: volveos, hijos de los hombres.
Porque mil años son ante tus ojos como el día de ayer que ya pasó, y como una vigilia de la noche. Pasan como un sueño matutino, como la hierba verde, que florece a la mañana y a la tarde la siegan y se seca.

Has puesto ante tus ojos nuestras culpas, y a la luz de tu rostro nuestros pecados más ocultos. Al ardor de tu ira, nuestros días se han ido consumiendo uno a uno; nuestros años se acaban cual suspiro.

Enséñanos a contar nuestros días y a llegar a la sabiduría del corazón. Vuélvete, Señor, ¡ay, hasta cuándo!, y muéstrate propicio con tus siervos.
Sácianos pronto con tu gracia y así nos alegremos y exultemos todos nuestros días.

Este salmo puede sorprendernos por su crudo existencialismo. Algunos de sus versos nos resultan muy actuales. ¿Quién no se ha estremecido más de una vez, considerando cuán rápido pasa el tiempo, cuán frágil es nuestra vida, qué poca cosa somos ante la muerte? Los existencialistas fueron conscientes de esta limitación de la vida humana y la sufrieron con angustia, hasta la náusea. Sí, da vértigo pensar que no somos eternos, que antes de ser engendrados no existíamos y que, un día, dejaremos de vivir. ¿Por qué nos asustan tanto estos límites?

La sed de eternidad es connatural al ser humano. Y por eso, desde tiempos inmemoriales, el hombre ha buscado algo —o alguien— más allá de la pura existencia terrenal, más allá de la realidad física, palpable y finita. El pueblo judío descubrió en esta búsqueda a Dios. Solo Él puede saciar esta sed de infinitud, sólo Él puede mitigar nuestra angustia y darnos paz para vivir dentro de nuestros límites. Porque Él, como bien reza este salmo, es eterno, infinito e inmortal. «Tú eresۘ», dice el primer verso, y esto nos lleva a aquellas otras palabras del Señor a Moisés: «Yo soy el que soy». El único que es en total plenitud, sin límites.

La sabiduría de la que nos hablan los salmos, y la Biblia en general, no es mera erudición, ni conocimiento científico, ni siquiera filosofía elaborada. Es una «sabiduría del corazón», esa que nos enseña a contar nuestros días, la que nos permite aceptar nuestros límites y reconocernos como somos: ni dioses, ni todopoderosos, ni independientes. Pero esta sabiduría no se limita a ser realista en cuanto a la condición humana. Nos llevaría al vacío, al pesimismo desesperanzado y a la tristeza, y esto no puede colmarnos jamás. La sabiduría del corazón es la que, además, reconoce a Dios. No basta con saber que somos limitados: hemos de saber que Dios está junto a nosotros. Y Él, que es amor inmenso y desbordante, nos sostiene y sacia nuestros anhelos más profundos. Junto a la menudencia humana está la grandeza de Dios: esta ha sido y es la experiencia de muchos santos. Reconocer esta doble realidad y abrazarla es un fundamento firme para vivir con paz.  

22 de julio de 2016

Tú me escuchas

Salmo 137

Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste

Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti, me postraré hacia tu santuario.

Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera a tu fama; cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma.

El Señor es sublime, se fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Cuando camino entre peligros, me conservas la vida; extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo. 

Tu derecha me salva. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.


En un mundo autosuficiente, donde Dios parece que sobra, donde el hombre tiene poder y cree dominar la naturaleza, este salmo resuena con voz extraña y bella, como el gorjeo del agua de un manantial podría sonar en medio del rugido de una gran urbe.

Frente al hombre libre y poderoso, la voz del salmo es la de quien se ha sentido pequeño y limitado. No somos dioses. Sentimos miedo y palpamos nuestra debilidad cuando los problemas nos acucian y tensamos nuestros límites.

Pero tampoco es la voz trágica del hombre que se siente juguete a merced del destino, del azar, o de un dios caprichoso. Porque los salmos son el canto del hombre que no sólo cree, sino que confía en Dios.

Un Dios eterno, no sólo omnipotente, sino bueno, capaz de enternecerse, de amar, de sufrir por su criatura, es la respuesta al vacío existencial que tan a menudo nos ataca cuando rozamos nuestros límites y todo parece perder sentido. 

Confiar en Dios acrecienta el valor. El alma abatida revive, apoyada en la certeza de saberse amada. Y el amor auténtico, el amor infinito, propio de Dios, es leal y firme. “Supera tu fama”, dice el salmista. El amor de Dios llega más lejos de lo que podamos imaginar.

Dios, continúa el salmo, se fija en el humilde y conoce al soberbio. ¡Cómo no va a conocernos, pues él nos hizo! Conoce también los entresijos y tentaciones de nuestra alma, tan dada a la soberbia cuando las cosas nos salen bien, tan propensa a la tristeza cuando se nos tuercen. También podríamos decir, desde la otra perspectiva: el soberbio no conoce a Dios. Quiere barrerlo de su vida porque aparentemente no lo necesita. O quizás, en su soberbia, se fabrica la imagen de un dios irreal, a su propia imagen de humano enaltecido en su vanidad, ebrio de su inteligencia y poder. Siempre ha habido en la humanidad esa tentación de divinizarse, de hacerse dios.

En cambio, el humilde sí conoce a Dios, porque su mente y su corazón están abiertos. En la necesidad experimentamos la lucidez del realismo y abrimos las manos para recibir ayuda. Y Dios da mucho más que ayuda, consuelo y apoyo. En realidad, se nos da a sí mismo. Todo su amor en nuestras manos. Y todo nuestro ser puede reposar en su pecho amoroso. De ese abrazo místico afloran las palabras de agradecimiento y de alabanza. ¡Somos amados! 

La piedra desechada